Ruido, Èlia Llach & Ian Waelder. Ana Mas Projects, l’Hospitalet de Llobregat

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Texto escrito en ocasión de Ruido, la exposición con que Èlia Llach e Ian Waelder inauguran 2016 en Ana Mas Projects, l’Hospitalet de Llobregat.

Ante la duda de si publicarlo o no en este blog concebido en octubre de 2013 para escribir sobre exposiciones -y demás- que me impulsaran a decir algo, me he inclinado por dar rienda suelta a mi instinto más primario. Es decir, por lo primero que me vino a la cabeza.

Dos de las razones por las que me he inclinado a actuar de este modo son las siguientes:

a) lo mucho que disfruté escribiendo este texto, y

b) porque, al terminarlo, me sentí muy a gusto.

Hay otras razones. Pero me las reservo para mi.

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RUIDO

«En trobar-me en una gran nau de gòtic català penso en Bach. En trobar-me davant una superfície blanca per a omplir, amb espais buits, intervals, silencis i signes aguts a marcar-hi, penso en Stockhausen. En passejar pel camp, en intervals de repòs, penso en Varèse. En passejar pels carrers d’aquesta gran ciutat, penso sovint en John Cage.»
Joan Miró

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A partir de esta respuesta de Joan Miró a Lluís Permanyer a la pregunta acerca de sus compositores preferidos y que aparece en el libro 43 respostes catalanes al qüestionari Proust editado por Edicions Proa en 1967, uno se podría preguntar qué es lo que llevaría a Joan Miró a pensar en John Cage paseando por las calles de Barcelona.

Dándole unas vueltas a este asunto y, sobre todo, a la relación que mantuvo John Cage con el silencio y el ruido, vi que un amigo había compartido en su muro de facebook un vídeo que, sin saberlo, iba a ser muy revelador. Para mí. Se trataba del extracto de una entrevista a John Cage en el que el artista se refería al silencio. Es decir, a lo que yo entendía en oposición al ruido.

Nada nuevo. Ya sé. Nada original.

Al principio de aquella entrevista, John Cage decía que cuando escuchaba lo que se conoce como música le daba la impresión de que alguien le estaba hablando acerca de sus sentimientos, ideas, relaciones, etc. Sin embargo, cuando escuchaba el sonido del tráfico no le daba la impresión de que nadie le estuviera hablando de sí mismo sino que sentía que el sonido estaba actuando y que él amaba profundamente esta actividad. También decía que amaba el sonido por lo que era y que no necesitaba que fuera nada más. En otro momento de la grabación declaraba que la experiencia del sonido que prefería era, paradójicamente, la del silencio y que, para él, el silencio era poco menos que el sonido del tráfico. Como colofón de este pequeño extracto señalaba que, si al escuchar a Beethoven o a Mozart -o sea, lo que se conoce por música- uno percibía siempre lo mismo, al escuchar el silencio siempre descubría algo distinto.

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A partir de la asociación entre el sonido del tráfico y el silencio como síntoma de esa actividad que John Cage ama profundamente y que lleva a Joan Miró a relacionarlos indefectiblemente, uno podría pensar que si un dibujo fuera a la música lo que un trazo al tráfico, el trazo vendría a ser como el registro de una acción y, como tal, siempre sonaría distinto. En consecuencia, mientras que el dibujo nos hablaría de sentimientos, ideas, relaciones, etc. el trazo se limitaría a dejar constancia de lo que hubiera pasado.

Si lo que acabamos de decir podría ser tan discutible como aquella sentencia de John Cage entendida a la manera de una interpretación subjetiva, nuestra asociación entre el trazo y el tráfico, también se podría entender del mismo modo. Es decir, como una interpretación subjetiva que, aun no siendo la de un sabio, nos llevaría a concluir que, en tanto que rastro de una acción, el trazo es el registro de un cuerpo actuando.

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Por mucho que un trazo se entienda como el resultado de una acción que, a diferencia de un dibujo, responde a una cuestión mecánica, el hecho de que haya sido ejecutado por alguien le imprime una intención que, aunque sea distinta a la del dibujante, permite entender el trazo como el resultado de una decisión. La decisión, quizás, de actuar sobre la superficie de un papel , un cartón, una calle, una madera, un tubo, un cristal, una fotografía, un folio… etc.
Y entendemos la capacidad de decidir como algo humano. Muy humano. Nunca mecánico.

Todo ello nos lleva a pensar que si en el trazo o en el dibujo se halla implícita la existencia del hombre, mientras que en el dibujo nos habla de sus emociones, el trazo lo hace de una acción. Una acción que, como la de caminar, podría ser como consecuencia de un interés por el entorno, la decisión de registrar un movimiento o como aquello que, en algún lugar, pudiera permitir un diálogo entre la obra de Èlia Llach (Barcelona, 1976) y la de Ian Waelder (Madrid, 1993).

Unidos por la pasión de escudriñar la ciudad, observar lo que sucede, dejar constancia de lo imperceptible o enfrentarse a su conocimiento de modo activo -y, por lo tanto, actuando- entendemos las obras de Èlia Llach e Ian Waelder como registros de una acción en su aprehensión de la ciudad. Eso sí, desde perspectivas muy distintas.

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La primera vez que supe de Ian fue a través de su muro de facebook. Además de su madurez como artista, lo que me interesó de su obra fue el modo de abordar el dibujo desde el trazo del patín con el que palpaba la ciudad, sorteaba sus obstáculos, se fijaba en lo que había de cotidiano, recuperaba lo efímero y señalaba que la experiencia contemporánea se dirimía en torno al fracaso. Y sin embargo siempre estaba de buen humor.

Se dice que una de las virtudes del patinador radica en su capacidad de repetir un truco hasta bordarlo con éxito. Y que en su búsqueda hacia esta meta son innúmeras las veces que cae, se rompe, desespera y casi abandona. Pero el instinto de superación hace que siga luchando por conseguir sus objetivos. Resistiéndose. Resistiendo. Mostrando residuos como quien realiza un dibujo.

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La primera vez que supe algo de Èlia fue en el marco de una de esas bienales cuyo sentido sigue teniendo vigencia por cuanto que muestran esa (otra) cara desde la que (también) se observa el arte. Eso sí: más allá de Barcelona. Un territorio tan alejado como necesario en el que, además de confrontarnos con las inquietudes de contextos poco frecuentados, se nos depara el acceso a la obra de artistas de los que apenas se tienen noticias. En este caso y en lo que a mí respecta, a la obra de Èlia Llach.

Debo confesar que, de sus dibujos, me sorprendió casi todo. Pero si algo debiera señalar hablaría del modo en que, en su empeño por conseguir lo que se le resistía -¡quién sabe!, quizás una imagen- la artista insistía en la idea de hacer un dibujo repitiendo el rastro de su mano sobre superficies de todo tipo y bajo el influjo de la orientación, la gravedad, el azar, el impulso, la cadencia, la entonación, la resonancia, la expansión, el extrañamiento, en suma, su cuerpo. El mismo que camina. Ese cuerpo de cuyo trazo deja constancia en un políptico de paseos realizados por su ciudad y sin pensar hasta dónde llegaría.

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Tráfico, trazo y acción pero también silencio, dibujo y música son conceptos que, bajo el ruido del silencio, podrían unir las obras de dos artistas que, como Ian y Èlia, se refieren al acto de caminar como generador de pensamiento. Aunque también como consecuencia de su interés por el entorno. Pero sobre todo, como el registro de un movimiento a partir de un principio de inercia, impulso o propagación que oscila como un temblor bien sea a pie, en el caso de Èlia, bien sea en patín, en el caso de Ian.

Un temblor. O un ruido. Como el rastro del acto de caminar. Según Roland Barthes, el gesto mitológicamente más trivial y, por lo tanto, más humano.

Frederic Montornés
Diciembre 2015

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