Itziar Okariz, Secció Irregular del Mercat de les Flors, Barcelona y Galería Moisés Pérez de Albéniz, Madrid

 

 

 

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Con ella me ha pasado lo mismo que con otros artistas de su misma generación. Es decir, de artistas hacia la mitad de su carrera que, tras años de emergencia expansiva, resulta casi imposible ver algo de su obra a menos que vayas a su galería coincidiendo con una exposición o les llegue una antológica a la manera del gordo de Navidad. Esa suerte de exposición/memorándum que, a veces, algunas veces, al tiempo que sirve para poner las cosas en su sitio también sirve para constatar la falta de regularidad-expositiva-en-espacios-de-arte-de-todo-tipo-y-pelaje para que la obra de un artista, al margen de su empeño y dedicación personal a muerte, pueda evolucionar de manera sana y, sobre todo, ajena a unas leyes que, si al menos fueran las del mercado internacional, es probable que otro gallo nos cantaría. Porque no serían tan absurdas. O, quizás si.

Hacía mucho tiempo que no veía nada de Itziar Okariz (Donosti, 1965) y lo primero que me venía a la cabeza cada vez que pensaba en ella era esa serie de fotografías titulada Mear en espacios públicos y privados (2000-2006) que sirvió para hacer de ella una artista todavía más radical toda vez que a mí, personalmente, me iba alejando progresivamente al considerar que su sobreexposición no le favorecía demasiado.

– «Como si no hiciera otra cosa» -me decía a mí mismo….

Como consecuencia de aquella apreciación sin duda distorsionada por razones ajenas a la voluntad de la artista -o no, lo ignoro- me fui apartando de su obra ante la imposibilidad de poder ver otro tipo de propuestas. Hasta casi perderle la pista. Por completo.

Sin pensar en reconciliarme con nadie porque ni tan siquiera me lo había planteado, llegó la Secció Irregular de Quim Pujol, Cristina Alonso y Marc Olivé y la programación, en su quinta sesión, de una pieza de Itziar Okariz junto a las propuestas de Idoia Zabaleta y Myriam Van Imschoot. Un trío de performances sumamente evocadoras engarzadas para hilvanar la palabra y la voz en torno a la polifonía, la tradición y el baile. Ni que decir tiene que salir de aquella sesión fue poco menos que emerger de un diccionario hablado, envolvente, hipnótico y entusiasta. Tanto por el taller de Idoia Zabaleta y el incansable baile de sus diez bailarines leyendo el mismo texto durante tres horas y sin parar como por la Carta Blanca a Myriam Van Imschoot quien, junto a Victoria Hanna, nos ofreció una pieza poco menos que memorable en torno a su investigación sobre la polifonía y las expresiones vocales como una «forma de abordar las múltiples resonancias sónicas en el espacio y los imaginarios del público».

Pero regresemos a lo nuestro.

Lo que estaba programado de Itziar Okaritz era Irrintzi, una suerte de grito vasco, festivo y tradicional que se realiza en ocasiones especiales y cuyo origen se suele asociar a un sistema de comunicación entre las grandes distancias que separan los valles vascos. Según se decía en la hoja de sala, lo que Itziar nos iba a ofrecer era un diálogo de su voz con el eco del Irrintzi que se iba a escuchar a través del altavoz. De modo que su voz, si a veces se podría alternar con la que emergiera del altavoz en otras se superpondría dificultando la distinción de ambas voces y, por consiguiente, de cualquier diálogo.

Debido a un problema técnico que no llegué a comprender, no lo pudimos comprobar. Pero en su lugar se nos ofreció lo que, para mí, fue un verdadero regalo. Otra performance de Itziar Okaritz basada igualmente en el uso del lenguaje pero, en este caso, a partir de Una habitación propia de Virginia Woolf. Su título: Capítulo 2 V.W.

La propuesta de Itziar transcurrió más o menos así: cuando todos los asistentes al espectáculo habíamos ocupado nuestras plazas, apareció Itziar por detrás de una puerta para plantarse, en silencio, junto a un micrófono y unos altavoces ubicados, no en el centro, sino a la derecha del escenario. Nos miró, se bajó las gafas, levantó una hoja de papel que tenía en su mano izquierda junto a un bolígrafo, tragó saliva y empezó a leer a su manera un párrafo de Una habitación propia de Virginia Woolf. Concretamente, éste:

El escenario, si tenéis la amabilidad de seguirme, ahora había cambiado. Las hojas seguían cayendo, pero ahora en Londres, no en Oxbridge; y os pido que imaginéis una habitación como millares de otras, con una ventana que daba, por encima de los sombreros de la gente, los camiones y los coches, a otras ventanas, y encima de la mesa de la habitación una hoja de papel en blanco, que llevaba el encabezamiento Las mujeres y la novela escrito en grandes letras, pero nada más.

Y cuando terminó de leerlo, lo volvió a leer. Cuando terminó de leerlo, lo volvió a leer. Terminó de leerlo, lo volvió a leer. De leerlo, lo volvió a leer. Leerlo, lo volvió a leer. Lo volvió a leer. Volvió a leer. A leer. Leer….

Es decir, que se pasó el rato leyendo y releyendo aquel texto, mirando al público de vez en cuando, tachando y eliminando palabras, empezando cada versión menguada con una nueva entonación y pareciendo que el texto que estaba leyendo se trataba de otro y no del mismo desde el que había empezado. Aquel del que partía todo. De forma que lo que lo hizo fue un prodigio de la prestidigitación del lenguaje al servicio del paso de un tiempo que, a la manera de lo que sucede en otoño, nos hablaba del desplome de las palabras como lo hacen las hojas entre el verano y el invierno. Un proceso del que difícilmente nos damos cuenta hasta que el árbol ya no tiene una hoja. Un proceso del que uno se dio cuenta a medida que, de su texto, se desplomaban las palabras. Hasta no quedar ni tan siquiera una. Para dar paso al silencio.

Lo que había empezado como una lectura que, a mí personalmente, me angustió sospechando que seguiría de aquel modo durante un tiempo indefinido, se fue tornando en una suerte de letanía que, en lugar de echarme para atrás, me fue atrapando en sus redes. En las redes de un lenguaje inabarcable, inasible, sumamente rico en su esencia y capaz de hacerme comprender que, a medida que las palabras iban saltando, el texto dejaba de ser de Woolf para derivar en otra cosa. Quizás en un texto que, tal como dice Sonia Fernández Pan en su magnífico artículo sobre Sophie Calle, al ser pronunciado repetidamente y en voz alta dejó de tener sentido para convertirse en una abstracción sonora. Sea lo que fuere, lo cierto es que me cautivó. Y mucho. Porque tanto la entereza de Itziar Okariz como el poder hipnótico de su voz me permitió escuchar otro modo de entender el lenguaje. En suma, otro modo de entendernos a nosotros mismos. Y esto, a mí, me gusta bastante.

Con el recuerdo de semejante experiencia, al día siguiente viajé a Madrid para montar Hábitat en García Galería, mi propuesta expositiva para Jugada a tres bandas. Aproveché un hueco durante el montaje para darme una vuelta por Dr. Fourquet. Y al entrar en la Galería Moisés Pérez de Albéniz, vi que Itziar Okariz exponía allí. No lo sabía. No me había informado previamente.

A veces estas cosas pasan…

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Al entrar en la sala no sabía por dónde empezar. A mi derecha había un video de una performance en la que se veía a la propia Itziar contando del uno al diez tumbada en la arena junto a la orilla del mar. Las paredes de las salas se habían empapelado con grandes hojas de papel y en algunas de ellas sólo aparecía una fecha escrita. En otras, sin embargo, se distinguían distintos textos formando distintos dibujos de distintas extensiones. Como una suerte de partituras todas distintas aunque con algo en común. Quizás el tamaño del papel… Quizás también otra cosa…. Al acercarme a una de ellas vi que se trataba de un texto y que, al igual que aquella performance que había visto en Barcelona, se montaba y desmontaba a través de la aparición y desaparición de palabras. Al establecer entre ellas una asociación inmediata me vi subyugado por lo que se abría ante mis ojos: una performance con el actor ausente, resuelta exclusivamente a través de la palabra escrita, formada por un número concreto de hojas y englobado en el proyecto que, al leer la hoja de sala, vi que se titulaba 51 sueños, entre el dos de octubre y el veintiuno de noviembre de 2014. Es decir, el registro de los sueños que tuvo la artista durante este breve periodo de tiempo.

A partir de entonces me entretuve un buen rato leyendo y releyendo. Un sueño tras otro y un sueño tras otro. Haciendo aparecer y desaparecer las palabras de lo que, en su día, fueron los sueños de Itziar. O lo que la artista recordaba que había soñado. O lo que, al no recordar, había resuelto escribiendo una fecha.

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En todo caso: el fragmento de un día en la vida de Itziar.

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Luego supe que aquel diario de sueños era algo que la artista había empezado hacía tres años y que, durante este tiempo, se había materializado en forma de performances, esculturas, carteles, etc. Una de estas performances, Zoom out: diario de sueños, era otra de las obras que configuraban la exposición. Se trata de una «lectura fragmentada, un extracto de un diario de sueños, que la artista registra durante el tiempo que dura la exposición, todos los días hacia las 18:00». Es decir, que si van a galería sobre esta hora, es probable que coincida con la llamada que hace Itziar para realizar este trabajo en progreso y que el público puede escuchar a través de los altavoces que se han instalado en el sótano de la galería. Al final de las grandes escaleras. El proceso de trabajo en directo que sigue la artista en este tipo de obras, incluye sumas, restas, loops y otros recursos que considera oportunos para desestabilizar las palabras de la frase original y traspasar el texto desde un pasado arbitrario al presente o día en el que se habla. El rigor y respeto a este tipo de reglas es lo que le permite incorporar el azar y que las palabras siempre sean nuevas así como también las imágenes que se producen.

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Viendo, estando, leyendo y experimentando la exposición, es muy probable que cada uno perciba una cosa distinta. Es lo más normal. Desde un rechazo casi absoluto hasta una rendición sin lugar a dudas. Justamente lo que me pasó a mi.

Para terminar sólo les puedo decir que, entre aquella performance del Mercat de les Flors y la lectura de sus sueños en versión muro de las lamentaciones, he olvidado mis prejuicios y he entendido que el trabajo de Itziar siempre ha ido mucho más allá.

Además, todos tenemos sueños. Y a veces, según quien los cuenta, puede suceder algo muy poderoso.

Por ello, por poco que puedan: escúchenla.

 

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réserVoir. Manel Clot & Ester Partegás, Javier Peñafiel, Luz Broto, Carles Congost, Francesc Ruíz, Joan Morey, Paco y Manolo, Raimond Chaves y Gilda Mantilla. La Capella, Barcelona

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Pese al peligro de incurrir en la posibilidad de ser considerado como el cronista de la Capella -creo que con esta, ya son cinco las veces que me he referido a actividades promovidas por esta plataforma de difusión, llamada centro de arte o sala de exposiciones cuando no existían problemas con el formato expositivo- me van a permitir que insista de nuevo a raíz de la exposición réserVoir que se inauguró en este espacio el primer día de abril del presente año. Podría decir que las razones que me impelen a ello son tan variadas como simples, tan fundamentadas como circunstanciales, tan frías como emotivas o tan profesionales como personales. Sin embargo, me voy a limitar a señalar la única que, para mí, justifica realmente la presente incursión: Manel Clot.

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Por muchas razones:

Porque Manel Clot, para mí, también fue alguien realmente muy importante, porque durante el tiempo que lo traté puedo decir que le quise y mucho, porque me permitió comprender el significado de ser único y, por consiguiente, inimitable, porque con él entendí que la voz es tan importante como quien habla, porque aunque no siempre entendiera sus textos o propuestas, nunca me dejaron impasible, porque más que un comisario o un crítico era una persona que decía algo, porque aunque a veces su cripticismo nos echara para atrás, le daba unas cuantas vueltas a unos cuantos cerebros juntos y sin moverse de sitio, porque pese a ese pronto que tenía era bastante generoso y hasta incluso agradecido. En suma, porque antes de apearse de este mundo para vivir donde le dio la gana, dejó grabada sobre el alma de quien trató una suerte de marca escarificada compuesta de tantas dosis de incomprensión y sorpresa como de rechazo, resignación, estupefacción, cabreo y finalmente amor. De mucho amor. Exactamente como el que volví a sentir el día de la inauguración cuando le vi, le acaricié, le di unos cuantos besos e hice lo que pude y estuvo a mi alcance para que sintiera que, pese al rechazo de esa actitud con que se apartó de buena parte de la humanidad -de su otra humanidad- si llamara de nuevo a nuestras puertas vería que un ejército se las abrirían sin pestañear.

Por eso, el día de la inauguración, estábamos casi todos.

Tal como dice Manel Clot en el vídeo que ha grabado para explicar la exposición, lo que significa esta empresa que a muchos de nosotros nos ha dejado sin habla -vosotros ya sabéis a quién me refiero- es una suerte de tributo personal de y a quienes, según el comisario, le han ayudado a crecer y a aprender a ser persona e individuo. De modo que, si alguien ignoraba cuál era el nexo de unión entre artistas tan dispares como Luz Broto, Francesc Ruiz, Carles Congost, Javier Peñafiel, Ester Partegas, Joan Morey, Raimond Chaves/Gilda Mantilla o Paco y Manolo, ya se le informa desde la entrada cuál y cómo es el tronco que, a partir de allí, permitirá que pendan de sus ramas las obras de los artistas que componen la exposición. Porque más que obras son homenajes. Al árbol que las sustenta. O a ese hábitat o microorganismo del que todos se alimentan.

Aunque el vídeo es harto claro en cuanto al propósito de la exposición, lo primero que sorprende al abordar la sala son cuatro carteles que penden del techo y que, a modo de telón, recogen una parte del museo de frases que Manel Clot ha venido y sigue creando desde tiempo inmemorial. Se trata de una obsesión tan personal como desconocida consistente en «acumular, recopilar y personalizar frases, citas e ideas de otros» y que, a partir del 23 de octubre de 2003 -es decir, un mes antes del 47 cumpleaños del comisario, según nos dice él- se agrupan en torno a la idea de «un museo de frases atemporal, desjerarquizado e inagotable donde, de forma caótica y expansiva, se reúnen buena parte de sus intereses emocionales y vivenciales relacionados con el arte contemporáneo. Una forma de pensar y sentir la práctica artística estrechamente ligada a una manera de pensar y sentir la realidad. En definitiva, una metodología de trabajo basada en conexiones afectivas y estructuras de complicidad». De modo que, para empezar, queda claro que los que vean la exposición podrán entender distintas cosas en función del conocimiento que tengan de «esas estructuras de complicidad» que el comisario estableció no sólo con los artistas de la exposición sino con quienes, de alguna forma, formaron parte de su vida como él de la nuestra.

Compartiendo este despliegue de frases que uno se pasaría leyendo y releyendo hasta el día que cerraran la Capella, se ve una serie de fotografías de Ester Partegás cuya alusión al detritus, la basura, lo residual o a todo lo que uno no quiere, son demasiado explícitas como para pensar en una inmediata y posible asociación. De modo que, sin darle demasiadas vueltas al viaje al que nos invita, uno se adentra en la sala dispuesto a ver lo que le espera.

Y lo primero que percibe es una suerte de orden espacial pensado para albergar en su perímetro los trabajos de los ocho artistas y en el centro unas vitrinas iluminadas a la manera de una sala de autopsias. Tal como se nos dice en la nota de prensa esta suerte de disposición espacial se debe al deseo de invitar al espectador a leer la propuesta desde dos perspectivas distintas:

– Desde la especificidad de la obra de cada artista seleccionado y con el que Manel Clot estableció y mantiene distintos tipos de relación tanto afectiva como profesional. Es en este registro donde se pueden ver y disfrutar de algunas de las propuestas específicas que algunos de ellos han concebido para la exposición.

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– Desde la recuperación de trabajos anteriores en los que se pone de manifiesto el interés de estos artistas por ensayar canales de difusión complementarios o alternativos a la sala de exposición. Es decir, desde vinilos y hojas de sala y flyers hasta evocadores sistemas de documentación tanto gráfica como objetual. En este punto y de manera muy sutil, se alude a la pasión de Manel Clot por seleccionar, archivar, coleccionar y sacar a la luz propuestas de pensamiento tan alternativas como válidas. Tan imperceptibles como sangrantes.

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Salvo decir que no me voy a extender para nada en el análisis de la obra de los artistas puesto que, en función de su trayectoria artística e interés de sus investigaciones personales, queda claro -y se percibe inmediatamente- que lo que exponen no sólo es muy digno de lo que merece la ocasión sino que, en alguna ocasión, les coloca el listón todavía más alto del lugar profesional donde se hallaba -ya me perdonarán ustedes, pero todavía me sorprendo de lo crípticos que podemos llegar a ser cuando queremos decir algo sin decir demasiado y al final resulta-que-no-decimos-casi-nada- creo que lo que menos sigue importando de esta exposición es, precisamente, la obra de los artistas.

Y esto es algo que nunca me había pasado. Nunca.

La culpa de todo ello la tiene el comisario. Si, el comisario. Y aquí sí que de modo deliberado, abierto, sincero, estremecedor y omnipresente. Porque si no quedaba claro que la exposición ha sido concebida como tributo al pensamiento, figura, personalidad y halo del comisario Manel Clot, la presencia de su persona no deja de multiplicarse hasta la saciedad a través de los monitores que, desde el espacio reservado a cada uno de los ocho artistas, retransmiten a modo de una letanía infinita las obras, las citas, las frases, los títulos y las palabras de aquel atlas o museo de frases que nos daba la bienvenida desde las mismas puertas de la exposición.

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Esperando que los artistas no se molesten por pasarme por alto unas propuestas que, desde que supe de la existencia de este proyecto, nunca entendí que me pudieran interesar más que por la posibilidad de sacar y devolverle a mi vida esa parte que se esfumó cuando el comisario, ideólogo y persona-que-está-detrás de este reservado o réserVoir decidió apartarse a pesar de nuestra insistencia, les diré que esta propuesta, no es para nada una exposición. Al menos, para mí.

Tampoco sé lo que es.

Solo les diré que la segunda vez que fui a verla, mientras me desgarraba el alma leyendo lo que podía frente aquel muro de las lamentaciones o museo de frases de Manel Clot, oí a una italiana diciéndole a su hija adolescente cuál había sido su impresión:

macabra, anche un po spettrali

Se me hizo un nudo en la garganta. Y hasta una bolsa en el estómago. No sé qué más quieren que les diga. Vayan a verla. De verdad. Y júzguenla como mejor les plazca.

Si conocen a los artistas verán obras que están realmente muy bien. Si conocen la sala verán una propuesta perfectamente bien planteada. Si no conocen al comisario quizás les sugiere lo mismo que a la italiana. O no.

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Ahora bien, si conocen al comisario verán cómo les afecta en la medida en que lo sienten cerca.

Todavía. Y yo creo que para siempre.

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