Ana Jotta. Antes de que me olvide. Galería Projestesd, Barcelona

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La casa que habitó mi abuela en Sitges era una casa muy grande. Constaba de una planta baja, un piso y una enorme terraza, típica de pueblo. En la planta baja se ubicaba una centenaria y legendaria pastelería -La Estrella- y el obrador desde el que, cada día, salía el producto que se vendía en la tienda. La pastelería, el obrador, el piso de encima y la terraza formaban un solo edifico. De modo que mi abuela no tenía vecinos. Ni de rellano ni de piso ni de escalera ni de nada. Mi abuela vivía y trabajaba allí. De día, junto a sus empleados de la pastelería y de noche sola, porque era viuda.

Recuerdo que al edificio se accedía por dos calles: una con acceso a la pastelería y la otra al obrador. También recuerdo que era posible pasar de una calle a otra atravesando la puerta de madera que conectaba el obrador con la tienda. Era, por lo tanto, un edificio entre dos calles.

¿Si les digo que la superficie del piso de mi abuela era la misma que la de la pastelería y el obrador juntos, se imaginan cómo era?. Pues sí: enorme. ¿Y se imaginan la cantidad de cosas que se pueden almacenar en un edificio así?. Pues sí: muchas.

Cuarenta años para alguien que murió con 89, son muchas horas para acumular, atesorar, coleccionar, organizar, esconder, distribuir, clasificar, ordenar, remendar, pegar, coser, cortar, escribir, rallar así como también para todo lo contrario. Ahora bien, si además de todo este tiempo -y lo que permite- resulta que lo único que se tira es la basura, creo que no es difícil imaginar lo que llegamos a encontrar cuando mi abuela murió y tuvimos que vaciar su casa. Efectivamente: de todo y muchísimo más.

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Ana Jotta (Lisboa, 1946) ha expuesto su obra en Projectesd en el marco de una muestra titulada Antes de que me olvide. Una exposición que, además de representar su bautizo entre los elegidos de esta galería barcelonesa, ha servido para abrazar la obra de una persona cuya singularidad se debe, entre otras cosas y según la nota de sala, a «su total despreocupación por seguir los cánones de la práctica artística».

Articulada en torno a un sugestivo catálogo de objetos, retales, papeles, libros, tejidos, maderas, espejos, etc. que la artista ha ido coleccionando para trabajar sobre sus superficies o transformar sus materiales a partir del lenguaje de la escultura, la pintura, el collage, el grabado, el tejido, la marquetería o lo que sea, la exposición constaba de una inquietante selección de obras recientes así como de una serie de «notas a pie de página» que, a mí personalmente, me llamaron especialmente la atención. Y es que al tiempo que sospeché que, sobre la base de esta serie, podría ser como la artista desvela la fragmentación sobre la que se fundamenta su universo artístico, también pensé que quizá sería el reflejo de quien, como Ana Jotta -o mi abuela e incluso hasta yo- siente una especial fascinación por los objetos, las cosas, los trazos, los retales, aquello en lo que nadie se fija, aquello que, para Georges Perec, sería motivo de atención o aquello que, por pequeño, inframince e insignificante que parezca, posee la capacidad de despertar en quien lo percibe bien una experiencia artística bien una parte del sentido que todos buscamos a nuestras vidas. O no.

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Si para empezar a escribir este texto me he referido a mi abuela, su casa y lo que almacenó durante 89 años no es porque se me haya parado el cerebro si no porque, siendo, una, artista y la otra tan sólo mi abuela, sentí que entre ambas había algo en común más allá de cualquier etiqueta y cercano a esa actitud -o tendencia- que se caracterizaría por no desprenderse de casi nada. Y es que si nunca se sabe qué uso se le puede dar a cuanto se guarda, lo cierto es que la relación que se establece con ello es algo que sólo entiende quien la fomenta, mantiene, alimenta y disfruta. O sea, como sucede en cualquier relación.

La capacidad de «nuestras cosas» de retratar cómo somos guarda una estrecha relación con el espacio del que disponemos para guardarlas debidamente. De modo que si, tal como me dijeron, la casa de Ana Jotta es, como la de mi abuela, un edificio de tres plantas, la posibilidad de retratarse a partir de lo que atesora, le da para una exposición y para todas las que quiera. Lejos de restarle mérito a un trabajo que, como el de esta artista, se basa en la libertad, la discrecionalidad y la voluntad de desencadenar una experiencia artística tanto a partir de los fragmentos de una personalidad insondable como de la combinación, aparentemente caprichosa, de sus contenidos intrínsecos o circunstanciales, creo que la perspicacia de Ana Jotta creando asociaciones entre objetos encontrados, manufacturados, modelados, modificados, inventados, etc. no sólo me interesa e inquieta mucho sino que, en una suerte de analogía extraña, me remite a lo que, para Joan Fontcuberta, ya se halla en el ADN de nuestra manera de ir entendiendo el mundo. A saber: a la necesidad (y capacidad) de seleccionar a partir de (todo) lo que tenemos a nuestro alcance. Para Fontcuberta, imágenes, para Ana Jotta, también otras cosas.

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Partiendo de otras palabras de este fotógrafo en su defensa, en La furia de las imágenes (según Jorge Carrión), de lo que entiende como paradigmático de la producción de contenidos (artísticos o no) en un contexto que, como el actual, celebra «la apropiación y el reciclaje, la circulación de imágenes sobre su contenido y la autoría colectiva y compleja sobre la individual y aislada», creo especialmente relevante lo que dice en relación «al papel del artista (fotógrafo o no) y la política del arte». Si tal como asegura Fontcuberta, «ya no se trata de producir «obras» o de rendirse al glamour y al mercado sino de prescribir sentidos e inscribirse en la acción para agitar conciencias», creo que lo que también está celebrando el autor es aquella suerte de artista que, como Ana Jotta y otros -pienso, por ejemplo, en David Hammons- no sólo trabaja con lo que hay, es decir, con lo que tiene a su alcance, sino que induce a reflexionar a partir de su ambigüedad y la precariedad de un lenguaje caracterizado por estar permanentemente redefiniéndose.

Revisando un poco la producción de Ana Jotta desde que, a partir de la década de los 80, abandonara su carrera en el teatro y el cine para dedicarse de lleno a las artes visuales, vemos que en cada una de sus intervenciones pensadas, como su obra, para dilapidar diferencias entre el arte y la vida, inventa nuevos e imprevisibles modos de representación con el fin de conducir al espectador a ver que tampoco hay diferencia entre su trabajo y la forma en que se presenta.

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En una suerte de producción basada, como hemos visto, en la reapropiciación de objetos, iconografías sorprendentes y hasta obras de artistas a los que admira abiertamente -como Phillip Guston, por ejemplo- lo que plantea Ana Jotta a través de sus exposiciones es el deseo de apartar de su obra cualquier atisbo de autoría -que no de autoridad- estilo coherente, ideología moderna o mitología postmoderna. Es decir, que se aplica a conciencia para mantenerse al margen a base de subvertir referencias, citas y objetos encontrados y de hacer, hacer y sin dejar de crear, un cuerpo de trabajo tan fértil y prolífico, como modesto e iconoclasta.

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Antes de terminar la exposición, hoy día 26 de noviembre, fui a verla tres veces. Y si en las tres pensé en mi abuela fue por esa facultad que tiene el arte de hacernos ver que a veces, algunas veces, también tiene sentido al margen de sus límites.

Por eso es necesario alejarse de vez en cuando.

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