Haris Epaminonda y Daniel Gustav Cramer con «La Biblioteca Infinita» / Jordi Mitjà con «Sucede cada día». Fabra i Coats: Centre d’Art Contemporani de Barcelona

 

Poco antes de tener que vivir encerrados por cuestiones ajenas a nuestra voluntad, la fortuna hizo que me hallara, casi por azar, cerca de Fabra i Coats: Centre d’Art Contemporani i Fàbrica de Creació, en Barcelona. Había ido a comprar pan en el horno de mi amigo el panadero Daniel Jordà y como estaba por la zona me dije:

– «¿qué tal si te acercas a Fabra i Coats?». Y me hice caso.

Hasta que Joana Hurtado no fue nombrada directora de este equipamiento de titularidad municipal, el concepto que defendía en tanto que Centro de Arte me parecía, directamente, una auténtica falacia. Sin una clara dirección de contenidos, pensada y defendida por alguien capacitado y en base a un relato que, mejor que peor, apuntara hacia alguno de los debates que dinamizan la escena artística glocal, se me hacía imposible pensar que lo que pasaba allí sirviera para algo. No quiere decir que me pareciera una bazofia sino que, sin un rumbo fijo y de contrastada solvencia, consideraba que cualquier esfuerzo que se hacía si no era, propiamente, una pérdida de tiempo sólo se podía justificar en la medida en que cumplía una función muy precisa: mantener viva la llamita de alguna actividad para evitar, de este modo, tener que certificar su defunción. Una siniestra actividad que, en nuestro país, somos muy dados a practicar. Como también lamentar que no haya Dios que lo levante.

En el ámbito de la cultura sabemos muy bien de qué va la cosa.

Pues bien, limpio de polvo y paja en lo que a pensamientos negativos se refiere, entré en el Centre d’Art Contemporani de Barcelona, con el ánimo de ver la primera piedra del proyecto ideado por Joana Hurtado para el futuro de este centro. Su primer futuro. Y debo decir que, tras una fantástica y fructífera visita, salí con la sensación de haber pasado, con creces, mi particular prueba del algodón, es decir, haber visto entre sus paredes lo que me hubiera encantado ver en cualquier ciudad del mundo donde hubiera recalado por razones de diversa índole.

Pero vayamos por partes.

Tras la convocatoria de concurso público para la dirección de Fabra i Coats: Centre d’Art Contemporani de Barcelona i Fàbrica de Creació, anunciada antes de que muriéramos y que ganó merecidamente la historiadora del arte, comisaria y crítica de arte y cine Joana Hurtado, sólo han sido necesarios nueve meses para que la primera directora tomara las riendas de este equipamiento y, lo más interesante para nuestro ámbito artístico, pusiera en marcha la programación del Centre d’Art Contemporani.

Con la idea de «ensayar nuevas y distintas maneras de hacer y experimentar las artes para ensayar nuevas y diversas formas de hacer y ser (de la) institución» (nota de prensa dixit), Hurtado ha hecho saber que las tres líneas generales que atravesarán su programación y la acción en el territorio son las siguientes: defender la complejidad e incentivar el debate crítico; conectar la creación local y la internacional; y priorizar el proceso y la experimentación frente al imperativo del resultado.

En relación a lo que piensa hacer con el centro de arte, Hurtado ha comentado que, como la cosa viene de lejos -yo, personalmente, intentaré no hablar demasiado sobre la cerdada que supuso el tema Canódromo, tanto desde la Generalitat como del Ajuntament de Barcelona- no es momento de mirar hacia atrás ni hacia adelante sino de hablar, siempre en presente, de cambios, dinámicas y prácticas, de investigación y de descubrimientos. Unas bellas palabras que, para entender con exactitud, habrá que ver cómo se concreta y consolida mediante hechos. Lo único que, en verdad, a todos nos debería importar.

Las dos primeras exposiciones inauguradas en este centro el pasado mes de febrero con el sentido y coherencia discursiva que desea imprimir Hurtado, son dos propuestas que, ya de entrada, responden a la perfección a aquel aporte local e internacional del que hablábamos hace unas líneas.

Por la parte local la propuesta de Hurtado se centra en explorar a fondo la producción de Jordi Mitjà (Figueres, 1970). Una elección que si responde, por una parte, a su contrastado interés en la obra de este artista alto ampurdanés, también contiene no pocas ganas de hacer tabula rasa con la desgraciada trayectoria del Centre d’Art Contemporani de Barcelona, desde tiempo inmemorial. Como sabrán ustedes (esto va para quienes no son de Barcelona o no están al corriente), Mitjà fue uno de los artistas que participó en la exposición colectiva titulada 00:00:00, (2010), una exposición muy rara y de complicada digestión con la que Pilar Parcerisas, mediando desde el Conca, se erigió en la primera comisaria de El Canòdrom, aquel proyecto de centro de arte que, tras el cruel desmantelamiento del Centre d’Art Santa Mònica por parte de las instituciones públicas del país y la ciudad, debía ser el futuro Centre d’Art Contemporani de Barcelona. Como antes ya he dicho que no hablaría demasiado de todo ello, permítanme que concluya manifestando lo que, para mí, representó aquel suceso: una de las historias más negras, cutres, impropias e indignas de lo que, tanto institucional como civilmente, podría haber esperado de nuestro entorno artístico tan rural.

La obra que presentó Jordi Mitjà consistía en un enorme globo en forma de piedra -en alusión a esa primera piedra que inaugura un nuevo edificio- volando por encima de la grada del (ex) canódromo de Barcelona, un magnífico edificio racionalista construido por Antonio Bonet Castellana entre 1961 y 1964. Resulta curioso saber que lo único que se salvó de aquel fiasco de exposición fue, justamente, La dispersió de la primera pedra (2010), es decir, la piedra/globo de Jordi Mitjà. Y para recordar el papel de testigo que, para bien o para mal, ostentaba desde entonces, esta misma piedra es la que ahora se puede ver gravitando en el interior de un espacio precioso del tercer piso del Centre d’Art Contemporani de Barcelona. Una obra que aunque sólo pueda verse desde la puerta, ofrece una imagen impactante y muy bella.

   

Y ahora sí que sí cumpliendo, definitivamente, su legítima función: ser una primera piedra.

En una entrevista que le hace Vicenç Altaió en el Temps de les Arts -y que recomiendo que lean porque está muy bien- Mitjà confiesa que su exposición, titulada Sucede cada día, «no es una exposición, sino más bien una disposición. No es una retrospectiva sino una exposición nueva hecha con obras reubicadas. No es una exposición cronológica, pero empieza donde empecé». En base a este credo, tan en sintonía con la ironía, el humor y el juego de palabras de espíritu surrealista que tanto practica este artista catalán, Mitjà despliega en las dos primeras plantas del Centre d’Art Contemporani de Barcelona la práctica totalidad de su obra, creando una suerte de vínculos invisibles reveladores de lo que, según se mire, podría ser su producción: un repositorio de experiencias vitales siguiendo un orden no cronológico y enarbolando la voz de la intemporalidad desde 1991. Y no sin una cierta razón: si su piedra/globo del tercer piso no hubiera sido visto durante aquel fatídico momento, no me cabe la menor duda de que, en la actualidad, podría ser considerada por lo que (también) es: una brillante y magnífica metáfora.

Con el fin de equilibrar la balanza y complementar la propuesta de Mitjà con el acento internacional que fija Hurtado en su hoja de ruta, en la segunda y tercera planta del Centre d’Art Contemporani de Barcelona se puede ver una exposición tan bella como simple y extraordinaria. Se trata de La Biblioteca infinita, una colaboración en proceso impulsada por los artistas Haris Epaminonda y Daniel Gustav Cramer que, a la que se repara detalladamente en qué consiste, se nos mete en el bolsillo en menos de que canta un gallo.

Puesto que no conozco bien lo que ambos artistas hacen por separado y me temo que, de embarrarme, no podría escribir como más me gusta -es decir, esculpiendo con palabras lo que nunca sé que ando buscando- no voy a hablar demasiado de la obra en solitario de Haris Epaminonda y Daniel Gustav Cramer.

Pero algo debo decir.

Haris Epaminonda es una artista nacida en Nicosia (Chipre) en 1980 cuya carrera ha sido fulgurante desde que abandonara su país natal con el fin de ampliar estudios en el Royal College de Londres y, posteriormente, hacer una residencia en la Kunstlerhaus Bethanien de Berlin, ciudad donde vive y trabaja. Leí que fue por azar que, a su regreso a Nicosia después de graduarse en Londres en 2003, quedó fascinada por unas revistas francesas de los años 50 que encontró en una tienda de segunda mano. Este hecho, quizás irrelevante para muchos de nosotros, fue el inicio de una serie de collages en blanco y negro que, al año siguiente de comenzar, se verían enriquecidos por el uso del color a través de fotografías o papeles mezclados sugerentemente con las imágenes que recortaba. Este modo de entender el acto creativo como la concepción de cuerpos de pensamiento partiendo de fragmentos de realidades existentes es una lectura de capital importancia para entender la evolución de su trabajo hasta lo que es en la actualidad: escenarios irreales surgidos de la combinación de elementos encontrados y/o creados en base a su acreditada fascinación por el mundo de los sueños, los estados en suspensión y la memoria perdida. Se trata de una obra que, dotando de un cierto halo de seducción, la imagen de un sueño gélido, aséptico, lejano y con las dosis justas de folclore arqueológico, podría formar parte de lo que se conoce como arte de estilo internacional, es decir, un coctel de convencionalismos estilístico-conceptuales dotado de la singularidad que se requiere para distanciarse de lo que, simultáneamente, vienen realizando unos cuantos los artistas desde cualquier lugar del mundo. De ahí lo de internacional. No sé si será por el impacto que recibí de lo que me despertaron sus primeros collages y videos -y que pude conocer en directo cuando, junto a Mustafa Hulusi, Epaminonda representó a su país en el Pabellón de Chipre de la 52 edición de la Bienal de Venecia, en 2007- pero lo cierto es que su obra reciente no consigue superar el aprendizaje que recibí en aquel momento.

Daniel Gustav Cramer es un artista nacido en Neuss (Alemania) en 1975, formado en el Royal College of Art de Londres y que vive y trabaja en Berlín, como la artista chipriota. De Cramer no sabía absolutamente nada hasta que, buscando por internet, he visto que es un artista que, al tiempo que construye escenarios imaginarios e imaginativos valiéndose, como Epaminonda, de la fotografía, la escultura, la instalación, el collage y el cine, es conocido principalmente por una serie de publicaciones realmente extraordinarias. Partiendo generalmente de una historia o imagen que, a muchos de nosotros, posiblemente no nos diría nada, las publicaciones que viene realizando Cramer desde principios del año 2000 se caracterizan por evolucionar, de manera casi imperceptible, a través del relato que emana de los intersticios visuales de sus historias y la capacidad de estimular la imaginación del espectador desde el universo de lo laberíntico, lo nebuloso y una poética visual y conceptual de enorme magnetismo e inapelable efectividad. Todas las publicaciones de Cramer son distintas y nunca describen una sola dirección. Y ello es debido a que su interés como artista radica no tanto en contar algo concreto si no en evidenciar la compleja interrelación que existe entre la abstracción y la intimidad. Quizás el lugar más difícil de explicar con palabras.

Una vez esbozados los perfiles de ambos artistas me voy a centrar en la producción que vienen realizando como pareja artística desde hace el año 2007.

Bajo un título tan borgiano como La Biblioteca Infinita Haris Epaminonda y Daniel Gustav Cramer iniciaron hace 13 años un proyecto de colaboración con el ánimo de aunar las investigaciones artísticas que llevaban a cabo tras su encuentro, en 2003, en el Royal College of Art de Londres. La intención de la pareja al iniciar esta singladura tan peculiar era desarrollar una nueva línea de investigación centrada en exprimir las (infinitas) posibilidades de la narración visual y, con ayuda de sus manos, dotar de un contenido inesperado un fascinante cuerpo de trabajo partiendo del fragmento, el recorte, la imagen y la singularidad de los relatos narrados desde el interior de lo que, a simple vista, identificamos como un libro. Configurando sus preciados volúmenes a base de desmantelar, modificar y reestructurar las publicaciones de las que se valen en base a criterios empíricos, poéticos o casuales, cada uno de los libros de su colección de colecciones es una excusa para brindar al espectador la posibilidad de entender la realidad en función de la riqueza de sus opciones alternativas. Es decir, no como lo que parece.

Partiendo de publicaciones aparecidas en todo el mundo -desde China a Nueva Zelanda, pasando por Londres, Lisboa, Viena, Mónaco, Barcelona, etc.- entre 1882 y 1988, los volúmenes de la biblioteca infinita de Epaminonda y Cramer, toda vez que son únicos en su especificidad sirven para cuestionar, en su conjunto, conceptos inmortales como «la autenticidad y la autoría poniendo al descubierto reflexiones en torno al estatus de las imágenes, su producción, su reproducción y circulación y, sobre todo, su capacidad (una vez más, infinita) de captar y transmitir imaginación y significados».

Dispuestos en vitrinas de igual medida y factura que describen, en el espacio, una suerte de uniformidad aséptica y distante, los cerca de cien libros que configuran su biblioteca se muestran abiertos al espectador por donde los artistas consideran más oportuno. Enseñando de este modo y sin poder tocar lo que más de uno desearía escudriñar a fondo, el espectador es invitado a limitar sus movimientos al tránsito pausado entre vitrinas y más vitrinas. Unas frías cámaras de conservación cuasi forense diseñadas para preservar los recuerdos, ideas y reflexiones de una supuesta comunidad literaria. Una comunidad que, según manifiesta Hurtado, tendría cierta resonancia de la Comunidad inconfesable de Maurice Blanchot.

Para complementar estos volúmenes en forma de una pista de la que tirar del hilo, se muestran en las paredes de la sala de exposición tres índices blancos que resumen lo que se ve en el espacio (#X Colección de índices de varios libros) y un calendario resumiendo en blanco el periodo de la exposición (The Infinite Library / Calendar. 15 February 2020 to 24 May 2020). En consecuencia, lejos de ofrecer claves o dirigir nuestra mirada hacia temas relevantes, la propuesta que emana de esta biblioteca consiste en conminar imaginar a partir de las historias que vemos o intuimos.

Si es la distancia visual y táctil lo que determina el modo en que el espectador entra en contacto con los libros de la biblioteca infinita, la obra que aguarda en la tercera planta coloca al espectador en el centro de la acción. De lleno.

Presidido por una mesa enorme y una serie de objetos (los imprescindibles) recreando una suerte de escenario más o menos acogedor, la obra Certificate (1), 2020 consiste en una performance participativa ideada para que el espectador se constituya en el protagonista de un libro. Pero no un libro cualquiera. Se trata de un libro blanco de grandes dimensiones (quizá el más grande que pude ver entre todos) que cuando haya sido firmado por quienes accedan a hacerlo se va a cerrar definitivamente y nunca más se podrá abrir. En consecuencia, los únicos que van a saber qué contiene aquel libro y la historia que se resume en una de sus páginas serán quienes la hayan firmado y, importante, lo puedan justificar con el certificado que emite quien explica de qué la acción y pregunta si quieres firmar. Si se dice que sí -cosa que yo no dudé ni un segundo- se firma con una pluma preparada para tal fin y después de que el mediador absorba la tinta con papel secante, te entrega el certificado debidamente sellado. En este documento, que yo preservo como oro en paño, figura el nombre de quien firma, el número de página donde lo ha hecho (una firma por página) y la firma del mediador que valida la acción. Una vez firmado y sin más que hacer, se abandona la sala envuelto de un silencio absoluto. Estremecedor.

Lo que más me entusiasmó de lo que acabo de contar es que sin esperar ni sospechar nada, pude viajar por dos mundos sin moverme del mismo edificio. Y si uno me relató lo que pasa por la cabeza de quien lo había concebido el otro me permitió, además, saber algo acerca quién somos, saber algo acerca de quién soy.

Y cuando esto sucede, no sé cómo explicarlo.

 

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Laura Martínez de Guereñu «Re-enactment: la obra de Lilly Reich ocupa el Pabellón de Barcelona». Pavelló Mies van der Rohe, Barcelona

Había leido un artículo que cargaba mucho las tintas en lo justiciero que había sido el tiempo al poner a Lilly Reich en el lugar que le correspondía. ¡Ya era hora!, venía a decir. Era un artículo de tono duro. De esos que te hacen sentir culpable por no haber tenido acceso a la información que hubiera sido necesaria para evitar que Reich hubiera sido invisible durante tantos años. Uno de esos artículos que acaba por sentenciar que, gracias a él -es decir, al artículo o quien lo escribe- la historia, por fin, ya ha puesto las cosas en su sitio.

Lo confieso: aquel artículo me dejó un cierto gusto amargo. Y es que si es verdad que son más las mujeres que los hombres quienes han sido invisibilizadas por la perversidad de los discursos histórico-hegemónicos, creo que es tarea de todos nosotros -es decir, de las generaciones futuras- hacer lo posible por enmendar la plana e intentar poner las cosas en el lugar que les corresponde. Eso sí, sin acritud y con buenos argumentos. ¿Quién nos dice que no seremos nosotros quienes, en el futuro, habremos silenciado la labor de alguna mujer u hombre que, con el tiempo, resultará que ha sido brillante, remarcable, necesaria y justa?.

Recuerdo que para uno de esos trabajos que se hacen durante la carrera, se me ocurrió llevar a cabo una investigación en torno a la reconstrucción del Pabellón de Alemania, construido en Barcelona en ocasión de la Exposición Internacional de 1929. Puesto que el interés de dicho estudio, para mi profesor, no era tanto el tema que escogiéramos como la visión que se daba desde la prensa escrita, el hecho de escoger aquel Pabellón venía motivada por el impacto que supuso, para mí, la reconstrucción de un edificio (?) cuya belleza, por las fotos que había visto, jamás soñé que pudiera ver en directo. La belleza de este pabellón, 34 años después de aquella investigación, no sólo me sigue abrumando sino que me sigue maravillando al ver que, pese a los avances que ha experimentado y experimenta la arquitectura -aquella a la que tengo acceso, considerando que no es mi tema de interés principal- mantiene intacta esa suerte de perfección y exquisitez atemporal qué sólo el paso del tiempo otorga a las obras maestras.

Y el Pabellón de Alemania, para mí, es una de ellas.

Puesto que de lo que se trataba era de indagar en la prensa escrita artículos que abordaran el tema que hubiéramos escogido, pasé unos meses recluido en la hemeroteca, el lugar que tantas historias como periódicos se archivan. Y puestos a escoger una fecha para el inicio de mi investigación me incliné por el año 1980, momento en el que, desde el ayuntamiento de Barcelona, Oriol Bohigas lanza la idea de reconstruir el edificio en su emplazamiento original. Si ahora no nos vamos a entretener en cómo se desarrollaron los trabajos de reconstrucción, los problemas que acarreó, los logros que alcanzó o la repercusión que tuvo aquella «gran idea» en su devenir hacia una magnífica realidad, me limitaré a decir que las obras de reconstrucción comenzaron en 1983, se dieron por finalizadas en 1986 y fueron dirigidas por los arquitectos Ignasi de Solà-Morales, Cristian Cirici y Fernando Ramos.

A lo largo de las lecturas que iba haciendo y del interés que me despertaban, recuerdo haberme sorprendido por la importancia que se le daba a los materiales, algo que, debido a mi ignorancia arquitectónica, no acababa de entender. Al cabo de poco tiempo y metido más de lleno en aquella empresa tan fascinante pude saber que, junto a las cualidades etéreas del pabellón, lo que hacía que realmente fuera singular era, justamente, los materiales que se habían utilizado: «grandes superficies de vidrio, acero de alto contenido en cromo, hormigón armado, piedra y cuatro tipos diferentes de mármol, el travertino romano, el mármol verde de los Alpes, el mármol verde antiguo de Grecia y el ónice doré del Atlas en África, todos ellos con las mismas características y procedencia que los utilizados originalmente por Mies en 1929» (wikiarquitectura dixit). Y ahora la pregunta del millón: ¿de todos ellos, qué material creéis que es el que eclipsó realmente mi atención?. Pues sí, el mismo que a media humanidad de aquella época: «la impresionante pieza de ónice dorado colocada en el espacio principal que encareció notablemente la construcción y se convirtió en el foco de atención para el visitante, no sólo por sus dimensiones y grosor, sino también por su colorido y dibujo». No sé a vosotros, pero a mí, el nombre de aquellos materiales me remitía irremediablemente al enigma de las esencias que configuran los grandes perfumes.

Terminé mi investigación universitaria con gran pena de mi corazón. De tan rápido que leí, digerí y clasifiqué los artículos que articularían mi relato creo que, de no haber parado a tiempo, hubiera terminado yo mismo escribiendo los artículos en tiempo real. Hagan cuentas: si la reconstrucción terminó en 1986, yo estaba haciendo mi trabajo en 1987…

En aquel artículo que leí y que mencionaba al inicio de este texto aparecía el nombre de una mujer de la que nunca antes había oído hablar. Un hecho que, si en circunstancias normales, sería comprensible en la medida en que no es posible que lo sepamos todo, la cosa adquiere especial relevancia cuando resulta que quien lo dice soy yo, es decir, quien creyó haber leído todas las noticias publicadas en prensa en relación a la reconstrucción del pabellón Mies. De lo que se deduce que, o bien me olvidé de leer el artículo donde sí se mencionaba aquel nombre o bien no aparecía en ninguno de los periódicos que leí o bien no se le daba la importancia que ha tenido desde siempre y que, tres décadas después, ha sido otra mujer quien me lo ha hecho saber.

El nombre de la primera es Lilly Reich (Berlín, 1885 – 1947) y el de la segunda Laura Martínez de Guereñu (Gipuzkoa, 1973).

Aunque ahora no me voy a extender en la biografía de Lilly Reich -poniendo su nombre en google se puede saber de inmediato de quien se trata y qué representó- sí diré que fue una mujer de brillantes ideas que se introdujo en el campo de la arquitectura después de haber estudiado diseño e industrias textiles en Alemania. Convertida, poco a poco, en pieza fundamental del entramado de arquitectos, diseñadores y artistas que dinamizarían la vida social y cultural de Viena y Berlín durante las primeras vanguardias artísticas, entre 1925 y 1938 Reich colabora estrechamente con Mies van der Rohe en la realización de diferentes proyectos. Entre ellos, la dirección artística de la sección alemana de la Exposición Internacional de Barcelona, compartiendo el mismo cargo que ostentaba Mies van der Rohe. Lo que viene a decir que Reich fue coautora, junto al arquitecto, de la concepción y ejecución del Pabellón Alemán de Barcelona en 1929.

Puesto que cuando se habla de este pabellón su doble autoría suele quedar ostensiblemente borrosa, la Fundació Mies van der Rohe anunció en 2018 la intención de convocar una beca con la intención de reivindicar la igualdad en la arquitectura promoviendo investigaciones de autores que hubieran sido discriminados por razón de género, raza, condición o cualquier razón injusta. Una iniciativa que, personalmente, considero loable. En el anuncio de esta decisión, que llevaría por nombre «Beca Lilly Reich», también se hizo público que la primera de estas becas se concedería a un investigador para que profundizara en la vida y obra de la arquitecta alemana.

El año pasado, en ocasión del 90 aniversario de la construcción de este pabellón que, según se desprende del proyecto original de Mies y Reich, no era más que un espacio vacío, de recepción o antesala a los ocho palacios diseñados por Reich para mostrar los productos de, al menos, 300 empresas alemanas, la Fundación concibió un programa de intervenciones e instalaciones artísticas para reivindicar puntualmente la vigencia del legado de este monumento.

Si de las intervenciones que se han hecho hasta ahora no me había enterado de ninguna por razones muy variadas, la fortuna quiso que, en mi camino hacia la rueda de prensa de la exposición de Oriol Vilapuig en el MNAC -y que explico en mi post anterior– hiciera un alto en el pabellón por una razón absolutamente azarosa: una foto que, pocos días antes, había visto publicada en el muro de facebook de un amigo mío. Otro boomer, como yo. Aunque la fotografía no era demasiado nítida y parecía tomada con uno de esos teléfonos que ni buscando con lupa encuentras en el mercado, pude distinguir lo que, de inmediato, reclamó mi atención: faltaba una pared. Ni que decir tiene que al reparar en ello me dijera a mi mismo: «¡debes ir a verlo inmediatamente!».

Y allí que me planté.

No sabía de qué trataba ni a qué respondía aquella intervención titulada Re-enactment: la obra de Lilly Reich ocupa el Pabellón de Barcelona cuya exposición se prolongaba entre el 6 de marzo y el 22 del mismo mes. Sí, lo han entendido bien: 16 días! (¿hola?). Había leído algo en algún lugar pero no le había prestado demasiada atención. Sin embargo, fue ver una sola imagen para que el interés se apoderara de mi.

Y fue entrar en el Pabellón y no dar crédito a lo que veía: se había extraído enteramente una doble pared de cristal de color blanco por la que la luz, matizada, solía penetrar en el pabellón. Una suerte de lucernario invisible, sutil, exquisito y tan modernamente radical como el resto del pabellón. Una simple doble pared que, al compararla con sus hermanas de materiales tan exóticos como evocadores, no sólo resultaba absolutamente invisible sino que directamente no se veía. Frente a ello ¿cómo conseguir que esta injusta invisibilidad recuperase la importancia que, sin duda, había tenido para sus creadores?. Pues de la manera más simple y valiente posible: eliminándola. Una jugada doblemente maestra -brillante, diría yo- si se tiene en cuenta que, en su lugar, se decidió ubicar una vitrina horizontal construida siguiendo las indicaciones de Lilly Reich para la arquitectura y diseño de los distintos elementos de las secciones alemanas de la exposición internacional. Si para visibilizar esa pared invisible bastó con eliminarla por entero, para dar luz a la labor de Lilly Reich no había mejor lugar que aquel lucernario, el lugar por el que entraba la luz. Una suerte de estremecedora y emotiva metáfora que, en conexión directa con el credo del menos es más, transformaba en extremadamente bello lo que había sido una investigación documental.

Además de esta vitrina que, de forma expandida, mostraba planos, fotografías, marcas, patentes de invención y documentos relacionados con la encomiable labor de Lily Reich, la propuesta de Martínez de Guereñu incluía otra vitrina vertical mostrando la herencia inmaterial del trabajo realizado en Barcelona a través de dos películas. Una vitrina cuya situación en el espacio ofrecía, para colmo de la exquisitez, puntos de vista coincidentes con la imagen en movimiento de las dos filmaciones. Es decir, el súmmum de la sofisticación.

Extasiado frente a aquella maravilla que no son pocos los artistas que hubieran firmado sin problema, tuve la suerte de departir brevemente con quien articuló semejante joya: Laura Martínez de Guereñu, una arquitecta vasca, historiadora y crítica de la arquitectura especializada en Europa y su relación con el mundo transatlántico durante los siglos XIX y XX. En el transcurso de la conversación que mantuve con ella y que, confieso, seguí con fascinación al tiempo que mis ojos no dejaban de mirar lo que no existía pero que se estaba haciendo visible, Martínez de Guereñu me contó cómo había llegado hasta allí, en qué había consistido su investigación, lo afortunada que había sido de haber planteado y asumido aquel reto, el resultado que había obtenido pese al riesgo que suponía y, sobre todo, la posibilidad de haber trabajado con documentos de gran valor histórico y arquitectónico para permitir que la voz de Lilly Reich emergiera del silencio que la acallaba.

Justo la voz que llegó a mis oídos. A través de una imagen.

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Oriol Vilapuig. «Son. Huellas y figuraciones en las Valls d’Àneu». Museu Nacional d’Art de Catalunya, Barcelona.

Cuando el destino quiso, hace unos años, que durmiera durante dos noches en el Refugi del Pla de la Font -un refugio de alta montaña cuyas impresionantes vistas, por encima de Espot y cerca del Parc Nacional d’Aigüestortes i Estany de Sant Maurici, jamás olvidaré- poco podía imaginar que del alma de aquel territorio tan inmenso, rústico, indomable, abrupto y, pese a todo, cercano, iba a emerger el proyecto que, desde el pasado 12 de marzo y hasta el 27 de septiembre de 2020, dialoga de tú a tú con la Colección de Arte Románico del Museu Nacional d’Art de Catalunya, en Barcelona.

Me comentó, durante un viaje de regreso en coche desde Olot, lo importante que era, para él, el lugar, el sitio. De ahí que decidiera titular Son su intervención en el MNAC, el nombre de un pequeño pueblo  ubicado en el término municipal de l’Alt Àneu, en la comarca catalana del Pallars Sobirà, a 1.387,8 m. de altitud.  O sea, en plena montaña. Me dijo Oriol Vilapuig que aquel era el pueblo donde se recluía para caminar el territorio, escuchar el ambiente, oler el viento y hacer del tacto los ojos que miran. Y que lo que un día empezó por mirar, a través de una técnica tan simple como el frottage, lo que había grabado en la superficie de una pica granítica de aceite, se fue convirtiendo, poco a poco, en la llave que le abriría las puertas a otro modo de aprehender el espacio, otra manera de vivir la naturaleza, otra forma de entender la cultura, en suma, a otro prisma desde el que observar(se) a sí mismo.

La propuesta concebida por Oriol Vilapuig para el MNAC consiste en cuestionar, desde la contemporaneidad, la hegemonía de un relato del pasado. Algo muy en la línea de la voluntad del Museu Nacional de seguir colaborando con artistas para ofrecer miradas imaginativas a partir de sus colecciones históricas pero que, en el caso de la propuesta de Vilapuig, no sólo se centra en proponer «otra mirada» sino también en articular un estimulante modelo de convivencia artística en base a los tres canales de difusión por los que transcurre su proyecto. A saber:

– ochenta papeles de distintos tamaños cubriendo las paredes interiores de un habitáculo blanco de cincuenta metros cuadrados construido ex-profeso en las salas de arte románico del MNAC

– un montaje audiovisual compuesto de imágenes procedentes no sólo del archivo personal y bibliográfico del artista sino también de otras publicaciones y archivos históricos, comarcales y personales

– y una maravilla de libro de artista que, apartándose del concepto de catálogo al uso, se propone «prolongar los ritmos de la intervención museográfica a través del medio bibliográfico».

Junto a estos tres frentes magníficamente hilvanados para escribir, entre todos, otro de los ensayos visuales a los que, este artista, nos tiene acostumbrados cada vez que expone su obra, diría que hay uno más y que es el que se desprende del montaje de la exposición en sala: la elocuencia del diálogo que su habitáculo, colmado de frottages en su interior, mantiene con la escenografía que alberga los murales del románico catalán, un periodo sorprendente de nuestra historia y frente al que Oriol no sólo no se amilana sino que impele a interpretar desde una perspectiva transversal, indirecta, heterodoxa, intelectual, imprevisible y, por lo tanto, sugerente.

Bajo el título general de Huellas se agrupan los frottages y dibujos que, desde el año 2003, viene realizando Vilapuig sobre varios tipos de papel y materiales tan distintos como el óleo en barra, el grafito, la tinta y el pastel. Se trata de una obra en blanco y negro que, al tiempo que visibiliza lo que un relieve no permite ver, hace del tacto del artista el sentido del que se vale para mirar, atentamente, lo que el ojo no ve. ¿Cómo?. Acariciando con sus dedos la superficie pétrea de las pilas de agua y aceite que encuentra diseminadas por las ermitas de las Valls d’Àneu pero también las formas de la naturaleza que existen entre ellas, las huellas de animales sobre la tierra, los suelos de guijarro de las iglesias, la madera de sus puertas, la forma de una tormenta y hasta el reflejo de un rayo. Es decir, el alma de un contexto durmiendo tras lo que se ve pero que raras veces se mira.

Cuando al principio de este texto nos hemos referido a la importancia que le da el artista al lugar -como concepto pero también como espacio físico- es porque el lugar es quien decide las imágenes que genera. De modo que la labor de Vilapuig, en esta intervención que subtitula Huellas y figuraciones en las Valls d’Àneu, se me antoja que ha sido la de transmitir -sacando a la luz lo que el lugar le decía, haciendo visible lo que el lugar retenía- pero también la de permitir que la montaña se acercara al lugar donde yacen las imágenes que, en su día, (también) emergieron de ella. O, dicho de otro modo, exponer en las salas del románico catalán las imágenes obtenidas del mismo contexto que las vio nacer.

Para recontextualizar, con su mirada, un período del pasado.

Esferas -«término que rechaza las nociones de progreso y retroceso, de superioridad e inferioridad, de vanguardia y retaguardia», según dice el propio artista- es el título bajo el que se agrupa una ingente colección de imágenes procedentes de publicaciones, archivos y películas que, a la manera de un brainstorming videográfico, ha sido creada por Vilapuig para sondear «las capacidades comunicativas de lo invisible» o aquellas formas de narración indirecta basadas en la asociación de imágenes, el equilibrio entre ellas, la aportación de lecturas por vía del contraste o, para resumir, invitar al espectador a pasear por la mente del artista a través de imágenes que le llegaron al alma por razones de un peso suficientemente importantes como para entrar a formar parte de la colección que ahora comparte.  Si cada una de estas imágenes, ya de por sí, sugiere un mundo de evocaciones, pensamientos, sugerencias y sentimientos, la combinación aparentemente aleatoria de todas ellas permite percibir que, por detrás de su contingencia, transcurre un sendero atemporal trazado por los pasos del propio artista en esa búsqueda permanente, inherente a todo acto creativo. Como el fluir de unas ideas.

La tercera pieza del proyecto, titulada Un atlas visual, viene a ser como el sendero al que nos hemos referido pero en versión publicación. Lo que implica una perspectiva distinta, no sólo de lectura sino también en el modo de aprehenderla. A diferencia de la proyección audiovisual, en la que las imágenes pasan una tras otra creando una suerte de ruta secreta descubriéndose ante el espectador, el acto de pasar páginas con nuestras manos permite entender la «constelación de imágenes heterogéneas» del volumen como la prolongación del discurso del artista en el punto donde se diluye con el imaginario del lector. Como si los vínculos que se producen entre los elementos del imaginario del artista se fundieran con los que constituyen el imaginario del otro. Es decir, del lector. Una experiencia que, a diferencia de las dos anteriores, no es necesario estar en el Museo para poder vivirla. Basta con tener el volumen. Entre las manos.

Tras su exposición en la Fundació Suñol en 2017 -titulada la Noche sexual, en alusión directa al libro homónimo de Pascal Quignard y realizada, explícitamente, bajo el influjo de Passolini, Bataille y Klossovski- y la que recientemente se ha clausurado en Halfhouse -titulada Continuen tremolant , una suerte de gabinete visual (o «un continuum icónico» como dice EB en el texto de la exposición) creado a partir del archivo de imágenes que forraría el cerebro del artista en el supuesto de que las pudiera albergar-  su estudio para un diálogo con la iconografía mural del románico es una vuelta de tuerca más a ese cuerpo orgánico y en constante formación que, en forma de ensayo visual, viene desarrollando desde hace años Oriol Vilapuig (Sabadell, 1964). De forma irresistible y, por lo tanto, un tanto obsesiva.

Es su modo de seguir reinterpretando lo preexistente a través de la apropiación, la cita, el montaje y la mirada de sus manos. Y de seguir mostrando lo que ve en otro de sus habitáculos.

Para llenar de elocuencia, el silencio de otros tiempos.

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