Sónar & Arte Sonoro & so: Ghost Forest de Francisco López / Spectral Diffractions de Edwin van der Heide / Unidisplay de Carsten Nicolai

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Cuando en junio de 2012, Francisco López instaló su Ghost Forest en el Pabellón Mies Van der Rohe de Barcelona, yo no sabía quién era este artista ni cómo había llegado hasta allí. Lo único que sabía es que se había instalado para el Sónar de aquel año y que era Lluís Nacenta quien estaba detrás de todo ello. Pero yo, a Lluís Nacenta, tampoco lo conocía.

Presentado, además de por Sónar, por la Fundación Mies van der Rohe y la Fundació Eina, Ghost Forest (o bosque espectral) era, según la descripción de la nota que se difundió en aquel momento, una transposición compositiva de una multitud de grabaciones ambientales originales realizadas por el artista sonoro Francisco López en diferentes bosques del mundo y adaptado al espacio del Pabellón Mies van der Rohe de Barcelona. Pero esto era en teoría, porque en la práctica -es decir, lo que oía el espectador- se trataba de una compleja variación de aquella realidad original desarrollada a través de unos filtrados extremos que, mezclándose automáticamente y en directo, creaban combinaciones siempre diferentes gracias a un sistema de sonido diseñado especialmente para la ocasión y partiendo tanto de las características de los materiales de los que se compone el pabellón como de sus características arquitectónicas y espaciales. Lo que no quiere decir que lo que se percibiera no tuviera nada que ver con un bosque. Porque sí que lo tenía. Y mucho. Lo que ocurre es que, más que referirse a un bosque concreto, remitía a la idea de lo que podría ser un bosque a partir de la transposición de unos ambientes boscosos reconvertidos en un paisaje sonoro inmersivo, reactivo al espacio y altamente hipnótico y envolvente. De forma que quien entraba en el Pabellón no era extraño que se quedara atrapado a-no-se-sabía-qué gracias al magnetismo de un sonido procedente de no-se-sabía-dónde y ubicado lejos de aquellas paredes y suelos de mármol-cristal-y-estanques-de-agua.

Montado de forma que lo único que se percibía era el sonido de una pieza sonora de poesía fina, densa, conceptual y epidérmica, lo que sorprendía de la puesta en escena ideada por López con ayuda de Nacenta era la ausencia de cualquier dispositivo que desvelara la procedencia del mismo. De forma que, en la búsqueda infructuosa de ese altavoz delator o fragmento de cable o mesa de mezclas u ordenador portátil o sensor de volumen o lo que fuera, uno se veía impelido a transitar el espacio y percibir, desde todos sus ángulos, la textura del ambiente por el que estaba viajando sin poder oponerse a ello. A menos que se tapara los oídos o no fuera receptivo a las palabras con que le hablaban.

Debo confesar que a mí, aquella suerte de experiencia casi extra sensorial, me afectó de tal modo que no sólo no dudé en recomendárselo a quien se cruzara en mi camino sino que me alegré muchísimo el día que supe que, contrariamente a lo establecido, Ghost Forest se iba a prolongar más allá de los tres días que duraba Sónar.

Por bien que no soy muy ducho en temas de arte que no dialogan -o se comparan- con la imagen para ser identificados como tal, aquella pieza de Francisco López me permitió comprender algo de lo mucho que, dos años después y en el marco de A l’Escolta -el simposio internacional sobre arte sonoro organizado este año por Arnau Horta en Caixaforum en colaboración con Sónar + D y en motivo del 75º aniversario del nacimiento del gran Max Neuhaus- se dijo sobre el arte sonoro. Un lenguaje al que, según parece, nos acercamos demasiado con los oídos y demasiado poco con todo el cuerpo.

Para entender el camino por el que circula el arte sonoro o en qué registro se ajustaría su ámbito de investigación, lo que a mí me fue muy bien fue circunscribirlo tanto al ámbito del arte conceptual -y es que, al fin y al cabo, ¡ni la imagen le importa!- como entender que más que de arte sonoro se trataba de una escucha entendida como una acción voluntaria y creativa, que de lo que se hablaba era de otro modo de relacionarse con el medio desde la autenticidad de lo sonoro y que el sonido era un claro ejemplo de la desmaterialización del arte aunque sobre todo de su desobjetización. Y a mí, aunque quizás esté equivocado, el modo en que procesé estas pautas me ha servido para relajarme y ser capaz de situarme en el interior del sonido sin esperar nada. O para ser más precisos, nada más que lo que me llega. Es decir, lo mismo que sucede con cualquier tipo de manifestación artística. O con algo que tenga que ver con las relaciones que dan sentido a nuestras vidas.

 

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El año pasado -o sea, 2013- no hubo arte sonoro en el Pabellón Mies van der Rohe. Pero este año sí que lo hubo. Y lo ha hecho nuevamente de la mano de Lluís Nacenta con la exposición Spectral Diffractions concebida por un artista de origen holandés llamado Edwin van der Heide. Se trata de una propuesta de gran valor estético, tecnológico y conceptual ideado por un artista que no conocía de nada y que, tras las declaraciones realizadas en el marco de aquel simposio al que nos hemos referido, me hizo saber que la geografía por la que se mueve su obra no es otra que la de la duda, que el arte sonoro tiene más de expositivo que de performativo y que es a partir de las cosas más simples como se empieza a pensar y a reflexionar. No en vano la propuesta sonora que ha presentado en el pabellón fruto de una colaboración entre la Fundación Mies van der Rohe, el Music Technology Group de la Universidad Pompeu Fabra, la Fundación Eina y el Sónar, parte de las distintas frecuencias parciales del sonido de una voz humana que, si no me equivoco, creo que es la suya.

Organizada a partir de un sistema de 40 altavoces situados sobre la cubierta del Pabellón siguiendo lo que, sobre un plano, se podría interpretar como un estudio proyectual sobre la fragmentación del sonido así como una coreografía de reverberaciones profundamente enigmática, Spectral Diffractions invita al espectador a oír las superposiciones de las ondas de una voz humana reconstituída a medida que se desplaza por el espacio, experimenta sus volúmenes, entiende sus materiales y dialoga con el entorno para aprehender el lugar que ocupa. Un lugar cuyo centro no está ocupado por él como tampoco por el artista ni por ninguno de nosotros. Está ocupado por el ejercicio de negociación al que nos tenemos que consagrar para llegar a entendernos y convivir sin matarnos.

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A menos que se cambie de opinión, la instalación de van der Heide sólo se verá -lamento esta expresión fruto de la tiranía de nuestra cultura visual- durante los tres días del Sónar. Algo que también sucederá con Unidisplay, otra obra de carácter tan envolvente e inmersivo como las piezas sonoras a las que nos hemos referido y que, realizada por el artista alemán Carsten Nicolai, se ha podido ver en lo que se ha dado a conocer como SónarPlanta. Una iniciativa conjunta de Sónar y la Fundación Sorigué de Lleida -¡y qué viva los novios!- destinada a fomentar y promover la investigación y experimentación de los lenguajes creativos en torno a la tecnología y el arte new media a partir de la producción de proyectos de gran envergadura, capaces de aunar arte, arquitectura, territorio, nuevos medios y empresa. Unos proyectos a los que, durante los tres años que quedan del convenio que han firmado, accederán invitando a artistas de renombre internacional a presentar propuestas de nueva creación que experimenten con lenguajes creativos e investigación tecnológica.

Formado por una macro pantalla de 36 metros de largo por 6 de alto con espejos a ambos lados para multiplicar su campo de visión, la monumental instalación audiovisual adaptada por Nicolai para esta edición de Sónar explora la lógica de los sistemas auto-organizados y los límites de la percepción a través de líneas puras y tonos sonoros básicos prolongados hasta el infinito, envolviendo al espectador, jugando con los principios de su percepción y remitiendo a ese tipo de tecnologías industriales que, en su trabajo, pueden ser interpretados como pura poética digital. O no. La cuestión es que, independientemente de todo ello, la percepción de esta obra de Nicolai le puede devolver a uno -al menos, a mi- la esperanza de encontrar entre los números y sus bailes algo que nos recuerde que no sólo somos agua -«te pasas la vida en el agua, cerca de ella, eres agua», dice Roni Horn desde la Fundació Miró- sino también el fruto de un pensamiento sometido a la deriva de una emoción. O a los avatares del corazón, para ser más cursis.

Después de ver propuestas en Sónar que, a duras penas, no iban más allá de su aparataje tecnológico o de la pericia de sus programadores o de la innecesaria ocurrencia de turno o de su escasa adscripción a ese arte con el que se supone que dialogan desde el universo de los algoritmos, parece que la cosa puede cambiar con la posibilidad de ubicarse en torno a la escucha creativa y el fomento de proyectos desarrollados sobre la base de la percepción entendida de un modo más amplio y cercano. Sin duda alguna, un mundo digno de explorar desde registros ajenos al que constituye el adn de las nuevas tecnologías, su material constitutivo, su esqueleto virtual.

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Al margen de que se desarrollen sobre la base del sonido o proyecciones o ambas cosas a la vez, es bueno entender que las verdaderas obras de arte no necesitan adjetivos. De ningún tipo.

Porque cuando lo son, se nota.

 

 

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Ignasi Aballí / Alberto Peral. Ver visiones / Entornado. Galería Estrany De la Mota / Galería + R, Barcelona

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Lo primero que hice fue ir a ver la exposición de Ignasi Aballí titulada Veure Visions y presentada en la Galería Estrany de la Mota de Barcelona. Aunque se crea que, para mí, no existen más artistas (por aquello de que he escrito sobre su obra en más de una ocasión…) me voy a permitir la libertad de apuntar cinco cosas acerca de esta exposición:

1.- que está muy bien y que, tanto por lo que muestra como por lo que esconde, vale la pena sumergirse en ella. Un rato, dos o los que sea necesario.

2.- que está formada por obras en video, dos campanas de cristal del s.XIX sobre una peana, cuatro fotografías de tamaño medio y una estimulante serie de pequeños collages en dípticos que, además de dar mucho que pensar, nos sitúan en un intersticio, es decir, entre ese vaso medio vacío y medio lleno de toda la vida

3.- que el núcleo en torno al cual gira la exposición está «en un lugar donde la visión se inquieta», es decir, en los límites del campo visual, o sea, donde lo único que se puede hacer es vagar por los márgenes

4.- que todas, absolutamente todas las visiones de esta exposición, se hallan en el límite entre la realidad y la ficción, entre lo que se ve y no se ve, entre lo que es y no. O sea, a-punto-de-ser-pero-sin-acabar-de-serlo

5.- y que la sensación que le queda a uno después de ver esta serie de visiones es que ha asistido a una representación en la que el tiempo ha permanecido suspendido. Como justo antes de que ocurriera algo. Algo que, por otra parte, tampoco se sabe cuándo empezó. Porque apenas importa. Porque no se trata de una narración.

Porque el loop o el eterno retorno o el tiempo dilatado hasta el infinito es lo que marca la diferencia entre esta exposición y un libro. Como también entre esta exposición y una película. Porque rompe cualquier atisbo de narratividad en pro de ese momento en el que el significado de las cosas depende del lugar hacia el cual se decantan. Y que nunca termina de hacerlo. Porque de lo que se trata es de permanecer. Y quedar anclado a un límite imperecedero, a un entre-dos. Quizás el que separa lo que es de lo que se imagina, la cordura de la locura, la luz de la oscuridad. O sea, lo que se halla en el límite de nuestras propias vidas.

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Lo segundo que hice fue ir a ver la exposición de Alberto Peral, titulada Entornado y presentada en la Galería + R de Barcelona. No quisiera exagerar si digo que desde que conozco el trabajo de Alberto Peral, creo que nunca me ha impactado tanto como la primera vez que lo vi. Es decir, desde el día que entendí que el consumo de su obra no iba a ser a la manera de un atracón sino al ritmo de una producción lenta, pausada, meditada, basada en la selección de materiales, construida sobre la base de los diálogos que mantienen con el artista, materializado en las formas que resultaran de todo ello y caracterizado por esa manera de ser y estar como a mitad de camino, en equilibrio, antes de abrirse, a punto de cerrarse. O sea: entornado. En el punto que se requiere para despertar la curiosidad del espectador.

Por ello y desde entonces siempre he querido curiosear. En su obra.

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Sobre la exposición que ahora presenta también me gustaría apuntar cinco cosas:

1.- que está muy bien y que, tanto por lo que muestra como por lo que esconde, vale la pena sumergirse en ella. Un rato, dos o los que sea necesario

2.- que la exposición está formada por esculturas realizadas en materiales tan diversos como el papel fotográfico, el tubo de metal, la piedra, el cristal o la pared-de-galería. De forma que hasta lo más plano, es susceptible de albergar un volumen, una forma y, por lo tanto, de crear ese espacio que se necesita para dialogar con el del espectador

3.- que el hecho de que todo se englobe bajo la palabra entornado hace que nos acerquemos a la exposición tanto por aquello que muestra como por la razón de dónde surgen unas obras que, si lo son, es por obra y gracia de un momento que, por mucho que queramos, no se puede precisar. Porque es abstracto, es decir, nacido en un intersticio. O en aquel margen por el que las cosas están destinadas a vagar

4.- que todas, absolutamente todas las obras de la exposición, están sometidas a la tiranía de una forma que las obliga a mantener con la intuición una lucha peculiar. Quizás como la de aquellos esclavos de Miguel Ángel arrancándose de un bloque de piedra. Eso sí, salvando todas las distancias…

5.- y que la sensación que le queda a uno tras ver esta exposición es que ha asistido a un concierto dirigido por el silencio y el vacio. Aquellos por los que la materia ha revelado su ductilidad. Sea piedra o cristal o pared o metal.

 

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Una vez vistas las dos exposiciones, en mi memoria quedaron asociadas. Y es que si tanto desde el punto de vista conceptual como formal, ambas muestras son muy distintas, hay algo en ellas que las une inexorablemente. Y me refiero a nivel de piel. Aunque también podría ser por su modo de apelar a la sensibilidad, a la honestidad, al modo de dialogar con el material, al trato que dispensan al entorno, a su modo de hablar con el espacio, al aura que desprenden o a esa proximidad y familiaridad que nos acerca a ellas aún sin haberlas visto. Todavía.

Y tras darle unas vueltas a la cuestión, las preguntas que me asaltan también son cinco:

1.- ¿será el modo de situarse entre una cosa y otra?
– entre la grieta de una pared y la fotografía de esta grieta ocupando su lugar (Aballí)
– entre una roca informal y el principio de una forma (Peral)

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2.- ¿será la honestidad de quien sabe desde dónde habla?
– desde el ámbito de la pintura (Aballí)
– desde el ámbito de la escultura (Peral)

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3.- ¿será el modo de invitar a reflexionar desde la más absoluta simplicidad?
– acerca de la resistencia al tiempo desde la fragilidad de un cristal (Aballí)
– sintetizando la percepción del mundo tras la forma de un triángulo o una esfera (Peral)

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4.- ¿será la proximidad con que se percibe lo que surge de lo más hondo de un pensamiento ajeno?
– enmarcando el espacio en una obra (Aballí)
– abriendo el espacio en una obra (Peral)

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5.- o bien ¿será la escucha a la que invitan hablando siempre en voz baja, de modo casi imperceptible y sin embargo certero?
– con la claridad de pocas palabras (Aballí)
– con la claridad de formas simples (Peral)

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Pues la verdad es que no tengo ni idea. Lo único que sé es que después de ver las dos exposiciones, en mi memoria siguen asociadas.

Y aunque no sepa explicarlo, estoy seguro que se debe a algo.

 

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Dominique Gonzalez-Foerster. Splendide Hotel, Palacio de Cristal / MNCARS, Madrid

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1887 podría ser un año cualquiera. Ahora bien, si es Dominique Gonzalez-Foerster (Estrasburgo, F, 1965) quien se fija en él, cabe sospechar que se trata de un año en el que pasaron muchas cosas. Cosas que, posiblemente, desconocíamos por completo. Al menos yo.

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Tal como se informa en la hoja de sala de la exposición que Dominique Gonzalez-Foerster ha titulado Splendide Hotel y que se inauguró el pasado 13 de mayo en el Palacio de Cristal de Madrid, fue en 1887 cuando Ricardo Velázquez Bosco levantó lo que hoy se conoce como el Palacio de Cristal. Un edificio singular, concebido para albergar la exposición de plantas y flores oriundas de Filipinas durante la Exposición General de estas islas en Madrid inaugurada el 30 de junio. Una caja de cristal que, debido a sus características arquitectónico-ambientales, fue conocido en su momento como el pabellón-estufa. También fue en 1887 cuando nació Marcel Duchamp y Le Corbusier, el año en que se construyó la Tour Eiffel y la época en que la ciencia vivió momentos esplendorosos con trabajos sobre las ondas, la invisibilidad y la invención del gramófono. También este año fue significativo por un hecho vinculado a la publicación de las Iluminaciones de Rimbaud en 1886 y la aparición en uno de sus poemas –Après le Déluge– de uno de esos hoteles que, de tan legendarios, se puede conocer de maravilla sin haber estado nunca. Me refiero a l’Splendide Hôtel, recinto mítico inaugurado en Lugano en 1887, nombre del hotel de Évian-les-Bains donde veraneaba Proust con sus padres y el nombre del mundo imaginario al que recurre Gonzalez-Foerster para titular una de las mejores intervenciones que, yo personalmente,  jamás haya visto en este recinto del Retiro de Madrid.

Y por ello estoy muy contento.

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Yo no soy un experto en la obra de esta artista francesa. Sé que está en el circuito internacional desde que yo empecé en el mundo del arte, que su carrera ha ido en ascenso a una velocidad que me parece más que adecuada, que junto a Philippe Parreno y Pierre Huyghe forma una de las combinaciones artísticas que dan más que hablar en los últimos tiempos, que desde sus inicios ha conseguido mantenerse en un registro sumamente personal, que ha sabido hacer de su voracidad literaria la materia prima de su obra y que, si hasta ahora ninguna de sus intervenciones me había impactado de modo especial, no ha sido hasta ahora cuando esto ha sucedido.

Frente a ello me pregunto si será la enjundia de la propuesta que ha concebido ex-profeso para el Palacio de Cristal, su aparente simplicidad, las características del lugar dónde la despliega, el modo en que lo hace, el día que hacía cuando estuve allí, el modo en que fui capaz de disfrutarlo, el margen de maniobra que le da al espectador -o al visitante, al huésped, al paseante, al ocupante-, la disposición de los elementos que la constituyen o de todo un poco y algo más envuelto en ese halo de misterio y hermetismo que acostumbra a planear por encima del trabajo de Gonzalez-Foerster. Desde siempre. Sea lo que fuere, lo cierto es que lo que Dominique Gonzalez-Foerster ha conseguido en esta ocasión ha sido recrear las condiciones ambientales de toda una época para poder entender las ideas que surgieron de ella. De modo que, más que una simple reconstrucción del pasado, su propuesta debe ser entendida como un laboratorio epocal. Como el alma de un tiempo muy especial a través de la evocación de un hotel de finales del siglo XIX en el que se entrecruzan referencias literarias, artísticas, musicales, científicas y abstractas. Un verdadero nodo.

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Dice Gonzalez-Foerster que antes de concebir lo que ella misma identifica como un ejercicio escenográfico, visitó varias veces el pabellón de cristal en calidad de espectadora. Le interesaba conocer cómo era transitado, la diferencia que había entre paseantes y espectadores, el modo en que era atravesado, las sensaciones que brindaba, el aire que respiraba. Es decir, los elementos de los que se valió posteriormente para esbozar la dramaturgia de una obra determinada por una serie de elementos que, a la manera de indicadores escénicos, activan la mente del espectador sin obligarle absolutamente a nada. Ni tan siquiera a quedarse o a irse.

Perteneciente a una generación de artistas franceses para quienes la obra es un proceso por cuanto que es el espectador quien se encarga de ir haciéndola a través de su participación, Dominique Gonzalez-Foerster se planteó la exposición como un diálogo con el espacio. Un espacio -el Palacio de Cristal- con el que, a diferencia de esos cubos blancos en los que el aburrimiento está cada vez más asegurado, pudo mantener una conversación lo suficientemente fuerte como para tirar de él y dar con esos elementos que, a la manera de una conexión invisible o complicidad secreta o cine mental o película sin imágenes -y aquí pienso en Pol González y Le quatrième mur-, le ha permitido hilvanar una obra entendida como un viaje. Como un desplazamiento a espacios y tiempos donde lo imaginario se mezcla con lo real y donde la literatura -«los libros son mi material de construcción», dice Gonzalez-Foerster- es quien marca la ruta a seguir para habitar l’Splendide Hôtel y su mundo de ensueño.

Los elementos que configuran esta exposición son muy simples: diez percheros, 31 mecedoras Thonet, 31 libros encuadernados de tres en tres y una habitación inaccesible, transparente y construida siguiendo el lenguaje arquitectónico del Palacio de Cristal. De forma que quien no haya estado nunca -o sea, el visitante; no, el espectador- puede que no sepa si siempre estuvo allí o se trata de algo especial.

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(…ahora que escribo esto, recuerdo el modo en que la intervención de Roman Ondak, justo antes de la de Dominique Gonzalez-Foerster, consiguió integrarse a la arquitectura del Palacio de Cristal a través de un pasillo exterior perimetral. De lo que se puede desprender que es cuando se dialoga con el espacio que las exposiciones tienden a funcionar mejor. O sea, no cuando se lucha contra él…)

Quien entra en el espacio es libre de hacer lo que quiera. Desde embelesarse con el sonido de los pájaros, cegarse con el sol que penetra por la cristalera o disfrutar de la belleza plástica de unas mecedoras desperdigadas hasta sentarse en una de ellas, leer el libro al que está atada (¿o es el libro lo que está atado a la mecedora?), sentarse en grupo para departir o transitar por el espacio preguntándose qué ocurre en la sala impenetrable levantada en el centro. Una sala donde, según me han dicho fuentes bien informadas, parece que pasan cosas relacionadas con las historias de los libros de las mecedoras. Misterios en forma de gramófono, macetas de orquídeas, botas que se mueven, etc…. y todo sobre una moqueta que recuerda la del suelo que cubría el Palacio cuando se inauguró en 1887.

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La cadena de complicidades que despliega Dominique Gonzalez-Foerster en esta suerte de invitación a una época en la que no es posible suponer que se creó para que nadie la percibiera, coinciden en igualdad de condiciones las experiencias subjetivas del espectador, sus recuerdos, la posibilidad de entender que, en esta exposición, la idea de ambiente está por encima de todo, las posibilidades narrativas del espacio, la posibilidad de crear una obra de arte que no lo sea, la posibilidad de situar al espectador en la zona en que se define el arte y una bibliografía que, al igual que las mecedoras, los percheros, la habitación hermética y hasta el sonido de los pájaros, constituyen las entradas que ofrece la artista para sumergirse en un mar de palabras extremadamente elocuentes. Tanto en aquél en el que, de tres en tres y atadas a unas mecedoras, se agrupan las obras de Rimbaud, Beckett, Chejov, Rubén Darío, G. Sorrentino, Hudson, Matheson, Joseph Roth, Vila-Matas, Sebald o Dostoievski como aquel en el que el silencio lo inunda todo, todo, todo.

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Sobre todo cuando no hay nadie. Y se está dispuesto a viajar.

 

 

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