Marina Abramovic, The Freeing Series. Galería Horrach Moyà Sadrassana, Palma de Mallorca.

Aunque se da en algunos casos, no es habitual que me interese toda la obra de un mismo artista. Si nadie puede decir que le gusta todo de una persona, tampoco creo que se pueda decir que nos interesa la totalidad de lo que crea un artista. La razón que me impulsa a manifestar semejante perogrullada es tan simple como que, por naturaleza, los humanos somos todos muy complejos. Y que como consecuencia de esta complejidad no sólo nuestros días son distintos -y nuestros anhelos imprevisibles y nuestras carencias variables- si no que lo que un día nos parece estupendo, al día siguiente nos parece tedioso, un bodrio o, por el contrario, nos sube tanto la moral que la ceguera que nos provoca nos impide ver hasta el más claro de sus fallos.

En ello -y en muchas otras cosas- también reside la imperfección de nuestra condición humana.

Las obras de juventud de un artista son las que suele hacer sin pensar en lo que puede perder ni en lo mucho que puede ganar. Se trata, por lo general, de obras de carácter experimental, surgidas de una necesidad tan secreta como imperiosa, aptas para despertar en quien conecta con ellas toda clase de sentimientos, susceptibles de evocar insospechadas áreas de imaginación, capaces de registrar los sentimientos del artista lo más cerca posible de su sistema nervioso, nacidas sabiendo que el fracaso está a la vuelta de la esquina y materializadas porque, a pesar de todo, son justamente lo que su artífice quiere hacer al margen de lo que digan unos o los otros dejen de decir. Al fin y al cabo, no se debe a nadie. Sólo a sí mismo.

Marina Abramovic es una artista que, para bien o para mal, nunca deja impasible a quien se cruce en su camino. Tanto en vida como en obra. Cuando supe de ella por primera vez yo estaba formándome en Grenoble y recuerdo que ella acababa de descender de las montañas con un grupo de estudiantes de l’École des Beaux Arts que quisieron pasar con la artista una semana en los Alpes. De workshop, se entiende. Tras someterles a un ayuno de los que yo no querría para mí, dijo que les había dado para comer pequeñas dosis de pan de oro y un poco de agua de manera progresiva. La reacción que aquella excursión provocó en el grupo de estudiantes fue lo que sabiamente llegó hasta nosotros bajo la forma del imparable flujo de las fuentes energéticas que circulan por nuestras venas hasta cegar la más incrédula de las almas. Es decir, pura energía para el cuerpo y el alma. El recuerdo que tengo de aquella Marina es que era una mujer pletórica, radiante, hecha a sí misma en todos los sentidos y de esos seres que dejan huella a la que atraviesan tu vida bien sea durante un segundo o, como en el caso de aquellos estudiantes, tras una semana en los Alpes franceses sin ingerir absolutamente nada con el fin de conectar con uno mismo de manera muy pura, libre y el estómago vacío.

Aunque me cuesta conectar con buena parte de la producción de esta artista -en especial, con la que realiza a partir de 1988, es decir, tras su etapa de unidad andrógina con Ulay o The Other, que es como firmaban- no me quise perder durante una reciente y corta estancia en Palma de Mallorca la exposición que, bajo el título de The freeing series, se puede ver en la galería Horrach Moyà de Sadrassana hasta el próximo 14 de septiembre. Cuando entré en la galería poco después de su apertura hacia las seis de la tarde, yo no sabía lo que iba a ver. De modo que fue allí donde me enteré de lo que se presentaba: tres videos grabados a partir de tres performances históricas realizadas por esta artista serbia entre 1975 y 1976 consistentes en la exploración de los límites físicos y mentales de su cuerpo entendido como sujeto y médium a la vez y, a partir de ahí, de la relación que, como performer, era capaz de establecer con el público que asistía -y asiste- a sus acciones.

Sólo -literalmente- ante el peligro de aquellas tres grabaciones en las que la artista pone a prueba su cuerpo –Freeing the body– su voz –Freeing the voice– y su memoria –Freeing the memory– me vi sumido en una suerte de comunión con una artista que, al margen de todo prejuicio, me estaba diciendo que lo que hacía era de verdad y que si yo estaba allí era porque me daba la gana y porqué quería ver hasta qué punto su memoria se desmoronaba, su cuerpo sucumbía, su voz se callaba o si yo me daba por vencido a la que pasaran unos minutos. Una especie de lucha entre ella y yo -no había nadie más en la sala- para ver quién era el más fuerte: o ella soportando la tortura a la que se sometía en tres versiones o yo soportando el declive hasta la extenuación de un cuerpo que, aunque fuera a través de un video, me estaba hablando de nuestra fragilidad, de la limitación de nuestra mente o, en general, de lo acotada que es nuestra vida entre el nacimiento y la muerte.

Inspirándose en la filosofía oriental y, en especial, en los rituales y ceremonias destinadas a apuntar a un nivel superior de la conciencia con el ánimo de encontrar el equilibrio armónico entre la mente y el cuerpo, cada uno de estos tres videos realizados en un mismo año vendrían a ser como la continuación de la exploración que, desde su adscripción al body art en los 70’s, Abramovic inicia dos años antes con una serie de acciones conocidas como Rythm. Una serie de obras consistentes en el sometimiento de su propio cuerpo al dolor físico, el sufrimiento y la automutilación así como al tanteo de la resistencia moral del espectador tras invitarle a sentir la profundidad de su mundo a través de las experiencias -verdaderas, personales e intransferibles- de su cuerpo femenino «entregado» a él.

Cuando Marina Abramovic llevó a cabo estas acciones en el Studenski Kulturni Center de Belgrado –Freeing the voice, durante tres horas- o en el Künstlerhaus Bethanien de Berlín –Freeing the body, durante ocho horas- o en la Galerie Dacin de Tübingen –Freeing the memory, durante una hora y media- es probable que en la sala hubiera mucha gente observando. De modo que no me puedo imaginar lo que debería ser contemplar, en grupo y probablemente en silencio, cómo una mujer se desmontaba ante los multiojos corales de un público afectado.

Yo, personalmente, cuando vi estos tres videos estaba sólo en la sala. En cada una de las tres salas donde se muestra cada video. De modo que, salvo conmigo mismo, no compartí nada con nadie. Y por esa suerte de reclusión interior o vete-tú-a-saber-porqué en ningún momento me acordé de la artista, es decir, de Marina Abramovic. Y es que, a diferencia de su despliegue en el Moma de Nueva York en 2010 o del efecto de aquel video viral que destiló su «inesperado» encuentro con su ex Ulay 23 años después de su separación, lo que me decían aquellas obras de su juventud era que un trabajo en y sobre el cuerpo no es ninguna tontería. Y que toda vez que no es cualquiera quien consigue que no se vea así, tampoco es cualquiera quien, tras la corporeización de su propia persona, nos puede remitir de manera tan clara, verdadera, limpia e inapelable a temas tan universales y humanos como la muerte, el dolor, el tiempo, los límites entre conciencia e inconsciencia, los patrones de comportamiento de la mente humana…

…es decir, aquello, en lo que entre muchas cosas, también reside la imperfección de nuestra condición humana.

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