Luigi Ghirri e Paolo Icaro. Le pietre del cielo. Fondazione Querini Stampalia, Venecia

 

Un buen amigo me dijo un día que Luigi Ghirri (Scandiano, Reggio Emilia, 1943 – Roncocesi, Reggio Emilia,1992) era uno de sus amores y que ver sus fotos le embargaba tanto como le dolía. También me dijo que sus fotos le acusaban de no tener ojos para apreciar la belleza. Ante esta afirmación especialmente turbadora para mi me limité a decirle que sí, que puede que tuviera razón, pero que creía que más que acusarle de no ser capaz de ver la belleza lo que hacían las fotografías de Ghirri era mostrarla sin ambages así como ofrecer algunas claves para aprender a escudriñar su entorno -también el nuestro- de una manera un poco distinta. Quizás más pausadamente, sin tanta prisa, fijándose en lo que no se ve cuando parece que lo has visto todo…. es decir, de una forma serena, calmada, sin reloj, en el tono de color más justo y un murmullo como de aire acariciando los oídos.

Hace poco recalé en Venecia tan solo por unas horas. Tras un viaje por el norte de Italia visitando villas palladianas, viendo brumas diurnas, transitando entre yesos de Canova, paseando por ciudades preciosas y hasta comiendo algún que otro merengue, me desplacé hasta la serenísima para tomar un vuelo de regreso a Barcelona. Antes de llegar allí me había informado acerca de las exposiciones que podía ver y puesto que no iba a disponer de mucho tiempo opté por dejar en el cajón-de-las-próximas-ocasiones la exposición de Pierre Huygue en la Fundación Louis Vuitton para poder centrarme en tan solo una: Le pietre del cielo. Luigi Ghirri e Paolo Icaro, en la Fondazione Querini Stampalia.

Y hasta el Campo de Santa Maria Formosa que me fui nada más llegar a Piazzale Roma. Y por la ruta del Cannaregio, la más larga.

   

   

Ubicada en el área diseñada por el gran arquitecto veneciano Carlo Scarpa (Venecia, 1906 – Sendai, Japón, 1978) en el palacio/sede de esta fundación en Venecia -magnífica es también su intervención en el museo de Canova en Possagno– la muestra de Ghirri es la segunda de una serie concebida por Chiara Bertola en base al diálogo que se puede establecer entre la obra de Ghirri (en depósito en esta Fundación desde 2015 y perteneciente a la colección de Roberto Lombardi) y la de creadores de ámbitos muy diversos que, a juicio de sus comisarios, pudiera ser capaz de hablar de tú a tú con el enigma de la mirada de este fotógrafo reggioemiliano. Si en la primera entrega -que por desgracia no pude ver- el diálogo lo establecieron con la obra del arquitecto húngaro Yona Friedman -me dijo la librera de la Fundación que Paesaggi d’aria. Luigi Ghirri e Yona Friedman había sido una verdadera maravilla- el diálogo que habían ideado para esta segunda era con la obra de Paolo Icaro (Torino, 1936), un artista del que jamás había oído hablar pero que había formado parte del elenco de artistas seleccionados por Harald Szeemann para la exposición, tan referencial para todos, When Attitudes become form realizada en Berna en 1969.

Aunque había estado otras veces en la Fundación Querini Stampalia jamás había reparado en la mano de Carlo Scarpa. Esta vez, sin embargo, sin saber muy bien por qué, en lo primero que me fijé fue en la acción de este arquitecto diseñando, materializando y dotando de nueva vida el interior de unos espacios que, francamente, no sólo son verdaderas maravillas sino que hasta los más adecuadísimos para acoger justamente lo que iba a ver.

   

La exposición de Luigi Ghirri y Paolo Icaro se abría con dos obras del escultor italiano realizadas en hierro oxidado en 2017 y 1972, una de las cuales se titulaba especie de espacio (¡vaya por dónde!). Se trataba de dos obras para nada invasivas y cuya formas temblorosas dialogaban a la perfección con la secuencialidad de líneas y materiales con que Carlo Scarpa había moldeado el espacio. Situada en la misma línea de visión pero al fondo de un pasillo medio descubierto habitado por una suerte de estanque-canal y el sonido del agua que, regularmente, salía de una fuente casi escondida, otra obra de Icaro, realizada en yeso en 1980, invitaba a cruzar el umbral para dirigirse hacia ella. Y era justo al pasar el límite de esta abertura cuando se empezaba a vislumbrar la obra de Luigi Ghirri. De forma que, después de tomar consciencia del espacio donde nos hallábamos escuchando el sonido del agua dialogando con su eco, imbuyéndonos de la luz natural que penetraba junto a los reflejos del agua y apreciando los materiales con que Icaro y Scarpa habían realizado su obra, fuimos invitados a penetrar el espacio donde respiraba el universo de Ghirri.

 

Movido por el deseo de ver la obra de quien, como Ghirri, no es muy habitual poder hacerlo por nuestros lares, me dirigí hacia la sala principal para no demorar más mi espera. Y una vez allí lo primero que me sorprendió fue la poca cantidad de obra que había de Ghirri así como el modo en que la producción de Icaro dialogaba a la perfección con Carlo Scarpa y la luz y el contraste entre la combinación de materiales. Era como si allí no hubiera nada. Quizás un pequeño rumor, una conversación en voz baja.

 

Con una sensación parecida a la que se tiene cuando frente a un momento de apetito notable te sirven un plato en el que parece que no hay suficiente, empecé a devorar la primera fotografía como si en mi futuro no existiera un mañana. Y fue al llegar a la tercera cuando me di cuenta que, de habérmelo comido todo de una sola tacada, me hubiera extinguido ipso facto debido a la intensidad de cada bocado. Como un receta exquisitamente bien preparada, la obra de Luigi Ghirri no es para experimentar en gran cantidad si no para disfrutar en pequeñas dosis. De ahí que cada vez que en el pasado había visto obra suya siempre había tenido la extraña sensación de que quizás no era suficiente, que el formato no se ajustaba al poder silencioso de sus imágenes, que me quedara sin saber qué sucedía exactamente, en suma, que me sumiera de inmediato en un estado parecido al de stand by. Estaba claro que había algo en la obra de este artista que a la vez que me incomodaba profundamente me llamaba poderosamente la atención. Un sentimiento que, situándose entre el placer y dolor al que se refería mi amigo al hablarme de Ghirri, no sólo tomaba fuerza a medida que avanzaba en la exposición sino que me confirmaba que en la obra de este artista se materializaba, como si fuera pintado, una porción de esa realidad en la que pocas veces reparamos a menos que, como ya hiciera Michelangelo Antonioni, se disponga del tiempo que se requiere para escrudiñar la densidad de la bruma que se tiene enfrente, la textura de la luz del letrero luminoso de un bar de carretera, el paisaje que se vislumbra a través de la ventana de una casa, el momento en que un camino se detiene y se bifurca en dos, los cristales de frío y hielo reposando en tonos azules sobre las ramas de un árbol, un paisaje en gran angular como si nunca hubiéramos visto otro, el tronco de una trepadora sobre un muro en invierno, una escena cotidiana vista en un fresco pompeyano… en suma, un haikú tras otro haikú tras otro haikú tras otro haikú hasta llegar a la esencia del color en pocas imágenes y ni una sola palabra.

   

Y es que en la obra de Luigi Ghirri no hace falta absolutamente ninguna.

Terminé de ver la exposición como en estado de gracia. Aunque lo estaba viendo con mis propios ojos me costaba creer que semejante concentración de belleza pudiera dialogar tan naturalmente con las líneas, formas y materias con que Scarpa esculpe el espacio, los yesos, hierros y gestos del, hasta entonces, desconocido Paolo Ícaro y el conjuro invocado por el comisariado de Bertola y Sergio en favor del momento que me regalaron preparando aquel banquete. Si la acción de un comisario a menudo se ve contraria o enfrentada a la voluntad de un artista -o bien a su obra- a veces no sólo no es así sino que puede dar lugar a experiencias sublimes si consigue conformar un relato constructivo entre la obra de un artista, el deseo de aprender y la transcripción en palabras justas de lo que entre todos han llegado a vivir al margen de cualquier falacia. La exposición de Luigi Ghirri y Paolo Icaro concebida por Chiara Bertola y Giuliano Sergio bien podría ser un ejemplo de lo que acabo de decir. Y es que si nada está por encima de nada, todo puede ser experimentar tanto de modo aislado como en función de lo que sus particularidades aportan al proyecto.

 

Después de todo lo que acabo de decir me gustaría añadir tan solo una cosa y es que al salir de la exposición tenía la sensación de haber visto cuatro. A saber:

1.- la ideada por Carlo Scarpa moldeando el mejor lugar para observar la vida como lo que es, es decir, una experiencia sensorial

2.- la reivindicada por Paolo Icaro desde el silencio del anonimato donde, hasta ahora, para mí habitaba su obra

3.- la tramada por Chiara Bertola y Giuliano Sergio tan versados en el alma de unas obras como en el valor del tiempo, la fragilidad de la mesura o la necesidad de sacar a la luz semejante exquisitez para regocijo de los sentidos y, sobre todo

4.- la propuesta de quien como Luigi Ghirri no sólo aumentó mi entusiasmo por las obras que se conciben desde los parámetros de la sensibilidad sino que me ofreció lo que imagino que podría ser una fantástica sesión de sexo tántrico, es decir, una suerte de placer latente, interminable, rozando lo sublime, impeliendo a conectar con uno mismo, viviendo en presente lo que se siente y piensa, buscando momentos de relajación dentro del ruido de este mundo en que vivimos…

También abrazando la vida con pocas imágenes y ni una sola palabra

 

Sobre Luigi Ghirri
http://www.archivioluigighirri.it/biografia-fotografia-paesaggio/
http://www.matthewmarks.com/new-york/artists/luigi-ghirri/
http://www.cadadiaunfotografo.com/2013/06/luigi-ghirri.html
http://elhype.com/la-fotografia-poetica-luigi-ghirri/
http://biografiadefotografos.blogspot.com.es/2014/11/luigi-ghirri_10.html
http://www.maxxi.art/en/events/luigi-ghirri-pensare-per-immagini/

Sobre Paolo Icaro
http://www.p420.it/it/artisti/icaro-paolo
http://www.galleriailponte.com/en/paolo-icaro-su-misura-en/
http://www.galleriaminini.it/artists/paolo-icaro/

Sobre Carlo Scarpa
http://www.carloscarpa.es/

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Francesc Torres. La caja entrópica. El museo de los objetos perdidos. MNAC, Barcelona

De un tiempo a esta parte -creo que desde 1989- vengo observando que así como hay quien se siente especialmente interpelado por la pintura figurativa contemporánea, la escultura construida-a-base-de-deshechos-y-demás, las manualidades conceptuales, la artisticidad de la materia, lo volátil, el movimiento del cuerpo con sus órganos u obras artísticas de corte reivindicativo, político, transgénero, transgeneracional, poliédrico, social, económico, migratorio, feminista o todo ello junto y sin solución de continuidad, a mí, lo que cada vez me interesa más son las obras que, además, conducen hacia las puertas traseras del arte de todos los tiempos desde parámetros inhabituales, poco ortodoxos, transversales, atemporales, a-históricos, experimentales o, resumiendo, ajenos a cualquier norma, normatividad, linealidad o sobrentendidos. Así de simple y sencillo. Y es que creo que es desde los márgenes de lo establecido -es decir, fuera de toda zona de confort- que se halla lo que nos espolea a tomar consciencia de nosotros mismos y a reconsiderar, a partir de esta otra manera de conocer y conocernos, todo aquello que nos rodea desde una mirada diferente y, en consecuencia, más conflictiva y, por lo tanto, enriquecedora.

En resumen, mi tesis vendría a ser esta y si no la desarrollo un poco más es porqué en lugar de ponerme a escribir sobre cualquier cosa me decidí por «La caja entrópica. El museo de los objetos perdidos» de Francesc Torres, la obra/exposición que todavía se puede ver en el MNAC de Barcelona hasta el próximo 14 de enero y que después de haber visto tres veces -si, cuando me gusta algo, me gusta mucho- no puedo más que decir que, junto a la de Paula Rego en el palau de La Virreina de Barcelona, es una de las exposiciones que más me interesó el año que terminó -¡menos mal!- y cuya estela se mantiene viva por la inteligencia y rotundidad de la propuesta concebida por este artista.

Puesto que sobre y acerca de esta exposición ya han escrito y hablado colegas de profesión (más info al final de este texto) y de todo tipo, me voy a limitar a apuntar algunas de las razones por las que esta caja entrópica de Francesc Torres no es para mí una exposición cualquiera sino un admirable ejemplo de la polimirada de un artista que bien sabe lo qué hace, porqué lo hace, para quién lo hace y que disfruta hasta decir basta hilvanando la historia que quiere contar a partir de la de otros. En este caso, a partir de la que se oculta entre lo que oculta un museo.

Vamos a por ello:

a) Rescatando de los almacenes del MNAC obras que se ocultan a la mirada del espectador, lo que hace Torres con su caja entrópica es otorgar segundas vidas a cadáveres asesinados por la historia y cuyo aspecto no es nada grato para la edulcorada forma en que se nos invita a explicar(nos) el mundo. De modo que acceder a una selección de objetos y obras que se «pierden» por las estanterías de los depósitos de un museo, toda vez que ofrece la posibilidad de entender las razones por las que, en la historia, hay tantos puntos ciegos como peldaños arrancados, revela el deseo de mostrar la cara amable de la vida y no lo que escapa de la razón o lo que forma parte de la barbarie, el ninguneo, el desprecio, lo cruel o aquello que no conviene porque en el fondo «a-nadie-interesa».

b) Hilvanar a partir de objetos tapados una forma de entender la historia que se articula no sólo a través de logros, gestas, conquistas y epopeyas sino también de fracasos, pérdidas, tragedias y hecatombes, permite entender que lo que vemos no es más que la puerta trasera de la realidad frente a la que a menudo nos sitúa el arte. En especial, el que cuestiona, increpa, azuza e invita a reflexionar. De ahí que lo que haya hecho Torres con su caja entrópica, no sólo sea una exposición sino una obra que, en la línea de su tendencia a inventar países como hacía de pequeño, reflexiona en torno a la colisión entre cultura e historia -o «la violencia del museo para retirar obras y la violencia de la historia sobre estas obras», según Pepe Serra, director del MNAC- evidencia el trasfondo político que está presente en cualquier discusión sobre el patrimonio o pone en tela de juicio la ortodoxia formal y conceptual de una exposición abogando por la apología de un aparente desorden, los saltos en la historia, los guiones narrativos entre la selección de autor y la explicación del museógrafo o la posibilidad de entender que si algo se oculta en las reservas de un museo no sólo se debe a una falta de espacio sino porque se escapa demasiado del discurso que impera. En este sentido es remarcable la exploración de narrativas transversales que a partir de la colección del museo y el deseo de desempolvar sus fondos para aportar nuevas ideas que enriquezcan y generen debates como-dios-manda, nos ha permitido conversar con brillantes antecedentes como la exposición concebida en su día por Perejaume echando mano de estas mismas reservas aunque con una mirada enfocada hacia otro punto.

c) Mostrando obras a medio restaurar, sin tocar ni retocar, envueltas en plástico, sobre peanas, en vitrinas, encima de estanterías, a ras de suelo, del derecho o del revés, perfectamente limpias o hasta con restos de la suciedad del tiempo, lo que Torres consigue neutralizar es la idea de un mundo en el que nada es oro aunque así parezca que reluce.

d) Concebida sobre la base de apartados temáticos que a la manera de capítulos de un libro podría extenderse ad infinitum para no privarnos de sus sorprendentes asociaciones ni evocar lecturas tan diferentes como las que generan nuestras mentes a la que alguien las deja libres, la caja entrópica de Francesc Torres también vendría ser como una suerte de manual a través del que el artista ofrece claves de todo tipo para llegar a un público de lo más diverso. En este sentido cabría señalar tanto la calidad de los textos con que introduce cada capítulo como la claridad de sus pistas para no perderse en sus combinaciones, la brevedad y concreción de sus palabras frente a la complejidad que contienen así como el orden que nos proponen frente a lo que, de entrada, parecen accidentes. Uno tras otro.

e) Adjetivando su caja con un término de física perteneciente o relativo a la entropía -palabra que, a su vez, procede del griego ἐντροπία y que significa vuelta en varios sentidos figurados- lo que plantea Torres es justamente esto, es decir, una vuelta al «Caos en la Casa del Orden» tras el traspié imaginario que representa que aconteció al bajar (¿el artista?) por una escalera con una caja llena de objetos preciosos. Una caja que, al desparramarse, dio lugar a lo que vemos, a lo que el artista invita a ver. A saber, una disposición de objetos rescatados del Museo que al tiempo que evidencian su función preservadora -«aunque lo preservado sea el resultado de la destrucción en todas sus múltiples manifestaciones», dice Torres en el folleto de mano- permiten entender la historia no sólo al margen de toda cronología sino durante el tiempo que evoca el artista entre una brillante introducción y un epílogo colosal, es decir, entre el bloque que construye con un San Francisco de Asís de Zurbarán + un Austin Martin destrozado + una talla de un Cristo sin cruz + una estantería con relicarios barrocos tapados + los restos de una pintura de una Virgen y el collage constructivo/destructivo compuesto a base de capiteles y gárgolas de la colección del museo + una secuencia editada de Seven Chances (1925) de Buster Keaton + la falsificación de una obra suya de los 80 realizada con naipes de barajas españolas en alusión a la azarosa fragilidad de nuestra cultura tan amada a la par que maltratada.

En vista de lo que he dicho hasta aquí y la de ríos de tinta que sigue generando esta caja entrópica de Francesc Torres que, si el azar no le va a la contra, diría que casi seguro que pilla premio en alguna de las fiestas que organiza el sector artístico de nuestra querida y maltratada comunidad autónoma, no me cabe más que decir que vayan a verla sin pensárselo ni dos veces. O sea, ya mismo.

Ya saben, el tiempo corre que vuela

   tic-tac-tic-tac-tic-tac

 

Más información:

Textos: Victoria Combalía, Anna Maria Guasch, Xavier Cervantes, Juanjo Santos, Montse Frisach, Mercè Ibarz, Imma Sanchís

y un largo etcétera….

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