Martín Azúa. Manantial. Galería H2O, Barcelona

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Son muchas las iniciativas impulsadas desde edificios, monumentos, museos y galerías de arte que se han hecho eco del 47º Congreso de la Academia Internacional de la Cerámica en Barcelona. Una cita para el encuentro, estudio y debate con cerca de 300 académicos llegados de todo el mundo, de la que yo jamás había oído hablar y entre cuyos complementos, además de los citados, se cuentan visitas al patrimonio cerámico de Barcelona y Catalunya, rutas pre congreso por ciudades de Aragón y Valencia o un circuito post congreso a Madrid, Talavera de la Reina y Andalucía organizados por el alto interés de sus respectivas cerámicas.

Articulado en torno al tema de La Cerámica en la Arquitectura y el Espacio Público -entre otras razones por el papel de la cerámica durante el Modernismo, en la obra de artistas como Chillida, Miró o Lichtenstein o, en general, en la arquitectura o en la escultura- el Congreso ha programado una serie de actividades y exposiciones que, aunque ahora no vamos a detallar sí vamos a decir que a la vez que ha despertado una cierta curiosidad también ha deparado alguna que otra alegría. Como por ejemplo, la proyectada por la galería H2O, titulada Manantial y consistente en una muestra exquisita del siempre exquisito Martín Azúa.

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Dice Oscar Guayabero en un post publicado en facebook el mismo día de la inauguración que «las piezas son tan bonitas que casi ofenden». Unas palabras que, sumadas a mi devoción por la obra de Azúa, fueron más que suficientes como para que, a las 16:00 horas del día siguiente, me personara en la galería para ver en directo lo que ya sabía que me podía gustar.

Yo no soy ducho en diseño pero sí que siento una cierta debilidad por las texturas de los materiales. Las entiendo como una suerte de paisajes microscópicos, unidos entre sí y formando lo que a ojos de todos se identifica con una superficie. Por eso me gusta la flexibilidad del mimbre, la austeridad del esparto, la calidez de la arpillera, el espesor del quincho, el reflejo en un vidrio, los nudos del macramé, las telas mallorquinas, las cortinas de pescador, las alfombras de sisal o cáñamo, el coco tejido, la trama del yute, la elasticidad de los sombreros Panamá, la maleabilidad del barro, el cromatismo de la cerámica, etc. O lo que viene a ser lo mismo: las superficies manufacturadas. Es decir, trabajadas por unas manos. Algo perceptible en muchas de las piezas de Martín.

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Martín Azúa (Vitoria, 1965) es un diseñador vasco que vive en Barcelona desde 1994. Tal como informa en su página web, «es Licenciado en Bellas Artes por la Universidad de Barcelona en la especialidad de Diseño, Postgraduado en Arquitectura y Diseño de Montajes Efímeros por la Universidad Politécnica de Barcelona, Máster en Comunicación Social por la Universidad Pompeu Fabra, considera los métodos experimentales como parte fundamental del proceso de diseño, se siente particularmente interesado por la incorporación de los procesos naturales en la vida cotidiana y la utilización de recursos artesanales para salvaguardar la diversidad cultural y tecnológica y compagina su actividad profesional como diseñador de objetos y espacios con un trabajo más especulativo». Es decir, la perspectiva desde la que a mi me pilla. Porque si lo suyo es diseño, también lo veo como si fuera otras cosas.

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La primera vez que supe algo de Martín Azúa fue a raíz de su Casa Básica II, un volumen habitable creado a finales de los 90, de prestaciones básicas, plegable, hinchable, reversible, que hoy forma parte de la colección del MOMA y a través del cual se proponía dar a entender el hábitat de una forma esencial, razonable, ajena al consumo y próxima a lo que sería una casa que, de tan básica, te permitiera tenerlo todo sin apenas tener nada. Se trataba de un volumen dentro del cual el sentido de la vida dependía del alma de quien lo hinchara.

Tras esta casa dorada, liviana y fundamental volví a encontrarme con Martín en trabajos tan variados como Screen Chair, su adaptación de un botijo o Rebotijo, las formas onduladas y sugestivas de sus lavabos, grifos y contenedores Flow, su Bossa Catalana comercializada por CIRE, su Bread Basket o la unión de dos anillos de acero, su Casa Nido o cómo integrarse en el paisaje de un modo natural o, definitivamente, a través de su invitación a investigar los procesos naturales para recuperar la relación con el entorno natural, titulada como bautiza esta exposición y concebida para «reproducir un ecosistema mediante tierra, piedras y plantas capaces de devolver al agua su equilibrio natural».

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No sé si será por su permanente apología de lo básico, lo mínimo, lo elemental y lo esencial o por su proximidad a la naturaleza, lo natural, lo fundamental, lo manufacturado o lo sencillo pero cada vez que oigo algo en lo que está involucrado Martín Azúa dedico parte de mi tiempo a averiguar de qué va. Por ello no es de extrañar que, para ver de qué se trataba me dirigiera a H2O con mi cámara en la mochila.

Confieso, no sin vergüenza, que jamás había estado en la galería H2O, una casita modernista construida en la calle Verdi en 1910, reconstruida para estudio de arquitectura por Ana Planella y Joaquim Ruiz Millet y abierta en 1989 como galería de arte contemporáneo con una programación sensible a la arquitectura y el diseño. Como sala de exposición, el espacio de H2O se opone al cubo blanco porque, como también sucede en Halfhouse, sus espacios fueron concebidos como habitaciones de una casa. Sobre la base de estos espacios construídos a escala humana, habitable, cálida y reconfortante, las obras que se muestran son observadas de un modo especial. Es decir, de un modo distinto a lo que sería en un espacio neutro, sin esa barrera que a menudo distancia las obras.

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Interesado desde 1999 en explorar la relación entre la cerámica y la naturaleza aunque, más concretamente, entre la cerámica y los procesos y fenómenos naturales como la tierra, el agua y el fuego -recordemos Natural Finish, un proyecto de esta época consistente en abandonar jarrones de cerámica blanca en un rio para recoger las manchas que dejaban el musgo y los líquenes- la exposición que presenta Azúa bajo el título genérico de Manantial es un compendio de algunas de las piezas que viene realizando desde 2011 con el ceramista y alfarero Marc Vidal. Un tándem creativo que, entendido como la colaboración entre un diseñador y un artesano y basado en la idea de que un proyecto debe ser compartido, no tardó en mostrar sus frutos en una serie de decantadores con plantas concebidos para purificar el agua o en otra serie de pequeñas chimeneas concebidas como jarrones de fuego. Dos obras excelsas que no están en la exposición pero que sí son el preámbulo de lo que en ella se puede ver: jarrones y boles dialogando con piedras y troncos así como una serie de contenedores de luz susceptibles de modificar la percepción de un jarrón. Se trata de obras cuya utilidad nos invita a hacernos preguntas del tipo: ¿fueron concebidas para que se posaran los pájaros?, ¿fueron ideadas para que se adaptaran las piedras?, ¿fueron inventadas para que temblara la luz? o ¿fueron creadas para despertar nuestros sentidos?, etc.

Si entiende el diseñador que cada proyecto es diferente y que frente a la racionalidad de un diseño para empresas es necesario encontrar tiempo para investigar, dar rienda suelta a la intuición, realizar trabajos de carácter más especulativo y experimentar para innovar, uno de los aspectos que caracteriza la producción de Azúa es que, más que hacer objetos que aporten una emoción lo que hace son vehículos para la transmisión de emociones y valores. De ahí que en cada una de sus obras apele de algún modo a sensaciones, temperaturas, texturas, colores u olores, conecte con los aspectos simbólicos relacionados con la procedencia de los materiales de los que se vale, en suma, conciba sus obras como puentes entre personas, como vínculo entre sensibilidades.

Frente a obras como las de Azúa no es fácil preguntarse a qué campo pertenecen, de dónde proceden. Y es que si por el carácter utilitario de sus objetos no dudaría en afirmar que pertenecen al diseño, por la belleza con que los resuelve se podría decir que son obras de arte.

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Según el diseñador industrial alemán Dieter Rams (Wiesbaden, Alemania, 1932) los diez principios sobre los que se basaría un buen diseño -supongo que esto es muy discutible- son la innovación, la utilidad, la belleza, la comprensión, la discreción, la honestidad, su valor anacrónicamente duradero, tener controlado hasta el último detalle, ser diseño en su mínima expresión y ser respetuoso con el medio ambiente. Aunque ignoro si estos principios de Rams son aprobados por la inteligentzia del diseño, no dudo que, en su totalidad, sería imposible aplicarlos al arte.

Partiendo de la base de que el arte es subjetivo y el diseño objetivo diría que el arte y el diseño son disciplinas distintas que, pese a coincidir en algún punto -como, por ejemplo, en su voluntad multidisciplinar o en ese deseo oculto de retroalimentarse con un fin constructivo y de progreso- se hallan separadas por una línea suficientemente tan fina como para percibir que sus funciones, perspectivas e intenciones difieren hasta el punto de transcurrir por caminos distintos.

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Si es cierto o no lo que acabo de decir, frente a obras como las de Martín Azúa me suelo hacer preguntas como la que acabo de apuntar. Y es sólo al darme cuenta de que nunca llegaré a una conclusión cuando me doy por satisfecho con lo que acabo de ver, lo que me ha permitido aproximarme a la belleza, lo que me ha descubierto algo nuevo, lo que me ha conseguido acercarme a la naturaleza, conmover mis sentidos, en suma, brindarme la posibilidad de viajar por micro paisajes ordenados a ojos de todos como si fueran superficies.

Aunque eso si: con alma.

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Caminar sobre el hielo. Épica y disfuncionalidad en la práctica artística. Comisario: David Armengol. Bòlit, Girona / Arts Santa Mònica, Barcelona

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En cualquier ámbito profesional no es difícil saber quién es quién; basta con indagar convenientemente para dar con el nombre de quién se esconde detrás de cada empresa. Ahora bien, si este ámbito profesional se circunscribe a un contexto local es posible que, además, se conozca personalmente a quien la firma, es decir, de manera directa. Y es que en un pueblo se conoce casi todo el mundo.

También en un pueblo, a base de ver lo que hacen unos y otros, no es difícil vislumbrar cuáles son los intereses, debilidades, aciertos, gustos, fobias y obsesiones de quienes consiguen hacer cosas para que los demás las vean y, a ser posible, reaccionen. Por ello no es de extrañar que si es fácil saber por dónde van quienes hacen cosas, no lo es tanto saber de quienes no corren su misma suerte.

Si quien hace cosas en un pueblo consigue, además, apelar la sorpresa y despertar en el otro la necesidad de ver lo que ha hecho, se produce lo que, para mí, es absolutamente imprescindible para justificar su permanencia en un ámbito profesional como, por ejemplo, el artístico. Es decir, sorprender. Por la vía que sea. Como primer paso a decir algo.

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Tanto en la esfera internacional como local no todo el mundo sorprende ni despierta interés ni logra decir algo. Por ello, cuando alguien lo consigue, creo que es necesario y de justicia ir a ver lo que ha hecho. Así, en directo. En especial, si se está cerca. Para aprender de lo que cuenta, opinar en consecuencia… para saber por dónde va, en qué punto conecta con nosotros, dónde colisiona, cómo contribuye a construir algo. Para entender qué dice. O nada de todo esto.

Cuando supe que David Armengol comisariaba una exposición para el Bòlit de Girona -de junio a octubre de 2016- y Arts Santa Mónica de Barcelona -de enero a abril de 2017-, al tiempo que me alegré, pensé en hacer una visita al primer centro para ver en directo lo que, ya desde su título, me sorprendió y atrapó. Y es que por el poder evocador de sus palabras como por ese recuerdo hacia el libro de Alicia Kopf a su hermano o mi afición desde siempre por la música de Björk o el hecho de que Islandia haya estado tan de moda últimamente o la necesidad de un poco de frío frente a este calor tan de verano, sospeché que un título así podía esconder mucho más de lo que dicen sus cuatro palabras. Mucho más.

El título en cuestión:
Caminar sobre el hielo. Épica y disfuncionalidad en la práctica artística.

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Me contó Armengol lo que también explica en la hoja de sala: que el título de la exposición procedía de un pequeño ensayo de Werner Herzog publicado en 1978 donde contaba «la crónica de un viaje entre Múnich y París para visitar a su amiga y crítica de cine Lotte Eisner, que se encuentra muy enferma en el hospital. En lugar de viajar rápidamente a la capital francesa para reunirse con Eisner, Herzog inicia un viaje solitario y épico a pie que, según él, mantendrá a su amiga con vida mientras camina. Su aventura duró del 23 de noviembre al 14 de diciembre de 1974.» Pero según cuenta Armengol, » Eisner venció su enfermedad y no murió hasta 1983″.

A partir de una historia de tan extrema ternura entendida como preámbulo de lo que será una exposición así como de los proyectos que viene realizando Armengol para este pueblo donde muchos vivimos, a uno se le ocurren preguntas de todo tipo. Por ejemplo: ¿será una exposición sobre el paisaje?, ¿se tratará de una concentración de proezas?, ¿apelará a la poética de lo enunciado en el título?, ¿habrá alguna obra de Samuel Labadie, Fermín Jiménez Landa o Pere Llobera?, ¿cuántos ases esconderá en su manga?, ¿será una exposición narrativa?, es decir, ¿relatará alguna historia?, etc.

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Hilvanada a partir de lo que el relato de Herzog despierta en la mente del comisario -a saber, la ausencia de practicidad de una gesta capaz de dar paso a una doble lectura: «por un lado, la activación del paisaje a través de la performance y la experiencia directa; por el otro, un análisis sobre la disfuncionalidad en arte, un contexto capaz de destinar un gran esfuerzo y energía a empresas ajenas a las convenciones que configuran nuestro entorno»- la exposición reúne la obra de nueve artistas de diversas generaciones y procedencias escogidos por su capacidad de evocar «la fragilidad y la intensidad de moverse por un lugar inestable e incierto» así como por el hecho de «compartir la narración de la vivencia y la flexibilidad inestable de dedicarse al arte», es decir, el (mismo) gesto simbólico, poderoso y absurdo de Herzog.

Por bien que las argumentaciones en arte son sumamente útiles para buscar explicaciones en cualquier otro lugar, además del razonamiento que justifica toda empresa artística -una exposición, por ejemplo- creo que es necesario dejar vía libre a lecturas imprevisibles. De modo que si la argumentación del comisario sirve básicamente para delimitar el contexto de una exposición, son las obras de los artistas las que la dotan de identidad. De una especial identidad. Tanto a partir de sus propios contenidos como por el modo en que conviven con los que esgrime el comisario.

Si me preguntaran cuál de las dos lecturas que apunta Armengol -a saber: «la activación del paisaje a través de la performance y la experiencia directa» y «el análisis sobre la disfuncionalidad en arte»- me resulta más pertinente como aglutinadora de la obra de los nueve artistas diría que es su vínculo con el paisaje más que la disfuncionalidad en relación al arte. Y es que si se entiende por disfuncional aquello que no funciona como corresponde o que no cumple adecuadamente su fin, me pregunto quién sabe cuál es la finalidad del arte, quién sabe a qué se debe adecuar, quién puede determinar si se ajusta o no como se supone que debería hacer, en suma, qué es el arte si no un cúmulo de incertidumbres acerca de aquello que nos está sucediendo. Pero dejémoslo aquí; ahora no es tiempo para andarse por las ramas.

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Si me interesa el tema del paisaje es porque nace de la unión entre la naturaleza y la cultura. También por ser el lugar en el que se percibe que el paisaje es un paisaje y que este lugar no es otro que el propio observador. De modo que, a diferencia de la naturaleza, el paisaje se puede segmentar de tantas maneras como observadores lo experimenten. De modo que, a través de cada fragmento, nos podamos acercar a la amplitud de la naturaleza desde miradas microscópicas.

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Más como viajeros que como turistas encantados de corroborar lo que muestra una postal, entiendo las incursiones en la naturaleza de los artistas seleccionados por Armengol como una suerte de aventuras expuestas a lo que hallaron en sus respectivos trayectos. Y es desde este punto de vista que, partiendo de las obras de Àngels Ribé (Barcelona, 1943) como prólogo derivado del relato de Herzog, se empieza a escribir la historia de un itinerario marcada por la gesta de caminar sobre el hielo y sin rumbo, abierta a interpretaciones de un paisaje nunca visto -Les dues antenes del repetidor de Rocacorba (2016) de Irena Visa (Banyoles, 1985) – devolviéndole a la naturaleza lo que antaño le perteneció –Les Étates de la Matiere (2013) de Pauline Bastard (París, 1982)- remitiendo a conceptos propios de la experiencia en la naturaleza – Pistas, Suelo mojado, Esterillas (2016) de Mercedes Mangrané (Barcelona, 1988)- siguiendo a pies juntillas las enseñanzas de Alfred Wands, pintor de montañas –How to Paint Mountains (2016) de Rafel G. Bianchi (Olot, 1967)- realizando un viaje de huida hacia ningún lugar –El Mal de la Taiga (2016) de Fermín Jiménez Landa (Pamplona, 1979)- relatando la fragilidad de los refugios construidos de forma precaria en los bosques –Night in a Remote Cabin Lit by a Kerosene Lamp (2015) de Lúa Coderch (Iquitos, Perú, 1982)- reconociendo el entorno desde la experiencia de una escalada –453 pedres (2009) y Das Unheimliche (2013-2014) de Lluís Hortalà (Olot, 1959)- o a través de preguntas sin respuesta que simplemente, y a modo de epílogo, constatan la inutilidad potencial de la condición del artista –Què travessa viu els anys? (2015-2016) de Pere Llobera (Barcelona, 1970).

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Planteada como un recorrido -«en mis libros el eje suele ser el recorrido: un escritor que viaja y escribe su desplazamiento», dice Enrique Vila-Matas en Kassel no invita a la lógica– por los vericuetos de la incertidumbre, la sorpresa, la vuelta atrás, el absurdo, el recuerdo, la tenacidad, la supervivencia, el conocimiento directo y la especulación, esta andanza sobre el hielo muestra nueve posibilidades de aprehender la naturaleza, mantener con el arte una relación especial, permanecer fragmentado entre todos nosotros. Y aunque sólo sean nueve, son suficientes como para entender que detrás de un paisaje hay una mirada y que detrás de esta mirada hay un ser. Un ser que lo único que sabe es que algún día va a morir. Lo demás, todo lo demás, es un viaje que, como el de Herzog, transcurre entre paisajes, situaciones y pensamientos tan prácticos y disfuncionales como certeros, imprevisibles, imaginados pero siempre vívidos.

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