Marienbad eléctrico, Enrique Vila-Matas

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Salvo para ir al baño o tomarme un tentempié, me zampé casi de una sentada el último libro de Enrique Vila-Matas: un relato emotivo-relacional trazado entre las vidas del escritor y su amiga-artista Dominique Gonzalez Foerster entre las páginas de un volumen que, a decir verdad, no creo que se pueda decir que se trata de una novela. Como tampoco de un ensayo. Bueno, quizá de un ensayo si, aunque lo que ensaye no sea un ensayo si no un modo muy imaginativo de compartir con el lector la ingente, valiosa y sustanciosa información que circula por las mentes del novelista y la artista en esos momentos en los que, aunque parezca que no pasa nada, resulta que pasa absolutamente todo, como bien diría nuestro amigo Georges Perec. Es decir, todo lo que algún día quizá se convierta en proyecto -quizá en una obra de arte, quizá en una novela- pero que, en el momento del que estamos hablando, apenas se sabe ni siquiera de qué va. De forma que se trata de un momento tan especial que, si hay quien lo vive con angustia y verdadero terror, hay quien es capaz de extraerle su jugo para beberse la idea de que no hay nada como moverse. Para seguir moviéndose. Aunque no se sepa hacia dónde ni tampoco hasta cuándo.

Dice Gonzalez-Foerster, en la contraportada del libro de Seix Barral Biblioteca Breve que ahora mismo tengo en mis manos, que (en este libro) «todas sus frases son fuertes. Como en un film. Es un libro increíble sobre la creación artística y la confianza en el encuentro, en la literatura, en las coincidencias, en el juego, en los indicios o pistas, en los silencios». ¡Pues sí, Dominique, me lo acabas de sacar de la lengua!. ¡Es justamente lo que estaba pensando!.

Debo confesar que, a pesar de haber acariciado este libro poco antes de Sant Jordi sobre una de esas mesas de librería repletas de ejemplares de un mismo autor, el libro que, finalmente, terminó en mi bolsa fue Suicidios ejemplares, también de Vila-Matas. Parece que este día no estaba yo para mucho arte aunque sí, en cambio, para el arte de la vida. O para el arte de desaparecer. Exactamente, lo que hice durante una semana.

Cuando al cabo de unas semanas y de la mano de un muy querido amigo consiguió llegar a mis manos el libro que ahora nos trae hasta aquí, no creí que se tratara de una coincidencia si no del rayo divino de una espada conocida. Quizá de Sant Jordi. No en vano fue este día cuando todo empezó. Es decir, cuando la gente se regala rosas, cuando la gente se regala libros.

Y estaba yo pensando en esto cuando, sin esperar que sucediera nada, arranqué sin dilación la lectura del libro. Eran las 10 de la mañana y el libro Marienbad eléctrico.

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Sabía que, tras Kassel no invita a la lógica, Vila-Matas no se dio por vencido en su inmersión al terreno del arte sin neopreno ni oxígeno. Pero si en aquella obra de hace un par de años el escritor, «fascinado por la posibilidad de penetrar en el corazón del arte contemporáneo», relataba su experiencia de convertirse en instalación artística sentado, durante una semana, en un restaurante chino de un suburbio de Kassel, en calidad de «escritor residente» y dispuesto al encuentro con lo insólito, el deseo de ser otro, la fusión de la vida y la literatura y las ganas de penetrar en la dimensión insondable» con ironía, a través de esta «nueva forma de escribir novelas» -como dice Edmundo Paz Soldán en relación a Marienbad eléctrico, también desde la contraportada del libro que nos ocupa- se olvida de toda forma para atrapar, desde el contenido, a quien, según Vila-Matas, mueve los hilos por ahí. Ese alguien que, como dice, es la guía que le guía. Como a otros, el de cada uno.

Así como un restaurante es el anclaje de Kassel no invita a la lógica es una cafetería, no tan mítica como Les Deux Magots, la que subsiste amarrada a la trama de Marienbad eléctrico. Se trata del Café Bonaparte, una cafetería de Saint-Germain-des-près que, quizá para justificar su nombre, alberga en su interior un pequeño busto de Napoleón y en una de cuyas mesas se dieron cita Vila-Matas y Gonzalez Foerster para poder conversar y ver qué pasaba. Y es que, según dice Vila-Matas que, a su vez, decía Marguerite Duras, «también eso puede ser un arte».

Con el pretexto de que todo transcurre alrededor de una mesa y, posiblemente, más de un café, el libro no tarda en entrar en materia cuando, como quien no quiere la cosa, nos habla del Hotel One de Kabul, creado y regentado por Alighiero e Boetti en la periferia de esta ciudad Afgana en 1971. Un proyecto recuperado por Mario García Torres unos años después para fabular libremente y sin complejos sobre el potencial de la comunidad creada por el artista italiano cuya vida fue, para muchos, una suerte de estimulante guía. Organizado en torno a una sola habitación y abierto entre 1971 y 1979, este hotel de Kabul, del que apenas existen unas fotografías, podría estar en el origen del Splendide Hotel, la exposición que realizó Dominique Gonzalez Foerster en el Palacio de Cristal del Retiro de Madrid. Un exposición de la que escribí motivado por la simplicidad con que la artista había resuelto la vacuidad de aquel espacio de cristal así como por su deseo de narrar historias de forma distinta a la que se escribe una novela. Es decir, como hace Vila-Matas a través de este paseo por la senda de una amistad tan comprometida como libre.

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Aunque el libro no acaba en un hotel ni tampoco transcurre en una cafetería, es tirando de las coincidencias, momentos de silencio, puras y simples suposiciones, investigaciones del escritor y fragmentos que explotan de la mente de la artista que, a la manera de un Dr.Watson a la sombra de Sherlock Holmes, se teje la historia de este Marienbad eléctrico.

Tras su visión del Splendide Hotel con su cuarto solitario situado en el centro del Palacio y las conexiones que establece el autor con el Hotel One de Kabul, el Lutetia del bulevard Raspail de París y el hotel de Cascais donde Wim Wenders rodó en 1982 El estado de las cosas, uno se libra a una sucesión de acontecimientos donde no sólo caben los que hilvana el autor sino también los que el lector es capaz de recordar. De ahí que, refiriéndose a una habitación y a su vínculo estrecho con el universo de la literatura, no pudiera dejar de pensar en dos magníficas obras de Dora García: la Habitación cerrada (2002) y la Puerta verde/ The Green Door (2013), dos obras que, al tiempo que impiden el paso a la curiosidad del espectador, son susceptibles de despertar en su mente recuerdos relacionados con su/nuestra necesidad de disponer de un lugar privado, una habitación propia. De ese espacio que, según Vila-Matas, «ha sido mi lugar preferido para encontrar mi vida dentro de los textos que leía» o ese lugar imposible de abrir, íntimo, asociado a la misma idea del arte, símbolo de la imaginación, contenedor de todas las historias, de todas las aventuras, de todos los misterios.

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Pero no sólo al Splendide Hotel se refiere Vila-Matas en su relación con Dominique Gonzalez Foerster. Entre otras muchas cosas, también se refiere a lo siguiente:

– a la coincidencia de su encuentro en la recepción del hotel de Granada donde ambos se alojarían, invitados por Hans Ulrich Obrist, en ocasión de Everstill, la exposición que organizó en 2007 en la casa de Lorca en la Huerta de San Vicente
– del teatrillo de marionetas que había debajo de una cama y que, aunque no lo dice, era obra de Bestué-Vives
– de la exposición Nocturama que Dominique realizó en 2008 en el MUSAC de León como continuación de la exposición realizada meses antes en el ARC, Musée d’Art Moderne de la Ville de Paris, titulada Expodrome y concebida no tanto como una retrospectiva sino como una exposición de exposiciones o una serie de ambientaciones gigantescas que el espectador debía atravesar
– de Park, a plan for Escape, proyecto tropicalizante realizado en 2002 para la Documenta 11 de Kassel y preámbulo de lo que luego sería TH.2058, el proyecto que concebiría para la sala de Turbinas de la Tate Modern
– del «invernadero de mariposas donde se proyectaba El año pasado en Marienbad, película basada en la primera novela de Bioy Casares (La invención de Morel), por Alain Resnais con guión -el más genialmente incomprensible de toda la historia del cine- de Robbe-Grillet», como escribe el propio Vila-Matas en la página 87 de su libro
– del título del libro
– del recuerdo que tiene el escritor del modo en el que la escritura de su novela Dublinesca se fue a mezclar con los preparativos de TH.2058 de Gonzalez Foerster en la sala de Turbinas de la Tate
– de Especies de espacios de Georges Perec, en dos ocasiones
– del Danubio de Claudio Magris a raíz del talento de Dominique Gonzalez Foerster para convertir en fósiles los museos en los que interviene
– de La sopa caliente, micrograma de Robert Walser, escrito en 1926 y del que Vila-Matas tiene noticias a través de Dora García
– de Por qué me gusta Barthes, de Alain Robbe-Grillet con su detallada descripción de una admiración, «un cierto tipo de relación amorosa, de contacto afectuoso» entre dos escritores
– de Masa y poder de Canetti, aunque sea de soslayo
– de 1887 -el año en que nació Marcel Duchamp y se inauguró el Splendide Hotel de Lugano- y de 2666 -«año bien difícil de desligar de la novela de Roberto Bolaño»-
– de once notas al final del libro precisando lo que Vila-Matas y Gonzalez Foerster pudieron pensar acerca de algunos de los pasajes que se describen en el libro
– y de muchas cosas más, de muchas otras cosas más

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Si de los encuentros entre Vila-Matas y Gonzalez Foerster ha salido este volumen que, salvo para ir al baño o tomarme un tentempié, me leí de una sentada entre las 10:00 de una mañana y las 18:00 del mismo día, no puedo imaginar lo que daría de sí si ambos artistas siguieran tirando del hilo, persiguiendo aquella guía que mueve los hilos por ahí, constatando que lo que piensan ya había sido escrito en la mente del otro, viendo que entre sus obras existen partes que son compartidas, sabiendo que por mucho que se conozcan nunca dejarán de sorprenderse. En suma, entendiendo que una relación de amistad se debe nutrir para que nunca desfallezca.

Por eso, a mí, también me gusta tener amigos.

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