Jorge Ribalta. «Ángeles nuevos. Escenas de la reforma de la plaza de la Garduña, Barcelona (2005-2018)». Palau de la Virreina, Barcelona.

En 1974 decidió instalarse en la Place Saint-Sulpice de París para anotar, en distintos momentos del día, lo que veía, lo que le llamaba la atención. Por algo, por cualquier cosa: las idas y venidas de la gente, los acontecimientos cotidianos de la calle, los animales, momentos de más o menos luz, el paso de las nubes por el cielo, automóviles en el tráfico de Saint-Sulpice, recurrentes autobuses («un 63 vacío, un 70 lleno»), el paso del tiempo, etc… Permaneció allí durante tres días seguidos y durante todo este tiempo se dedicó a hacer listados de los hechos insignificantes de la vida que acontecían frente a él, junto a él, delante de alguien tan anodino, cotidiano e invisible como todo lo que le rodeaba. La intención de Georges Perec (París, 1936 – Ivry-sur-Seine, 1982), con esta acción expandida en el tiempo, no era hacer algo. Era hacer nada. O casi nada. Porque lo que empezó siendo el cumplimiento de una normativa, una instrucción, algo que el mismo escritor se había auto impuesto, acabó derivando en «Tentativa de agotamiento de un lugar parisino«, un libro seminal en lo que a listar cosas se refiere, en especial, las que ocurren cuando parece que no ocurre nada.

No era la primera vez que Georges Perec se centraba en observar el tiempo, en querer detenerlo, aminorarlo, en desear que las cosas no sucedieran. Y un buen ejemplo de ello lo hallamos en su película «Un homme qui dort«. Sin embargo, lo de este libro es distinto puesto que lo que hace, en última instancia, es exprimir el tiempo al máximo para anotar la realidad, sus gestos anónimos, sus grandes momentos, sus detalles, observar lo micro, visibilizar lo invisible, ponerle rostro a lo imperceptible. Como podría hacer un fotógrafo. Es más, diría que el libro es como un álbum fotográfico o como un texto compuesto a base de fotografías. Una fotografía tras otra, realizadas con lenguaje verbal y compuestas a partir de una imposibilidad. La imposibilidad de no dotar de palabras lo que ve Perec, sentado en un banco, durante tres días, desde una plaza de París.

   

En el año 2005 decidió emprender un seguimiento fotográfico de la evolución de la plaza de La Garduña de Barcelona «atendiendo principalmente a aquellas modificaciones relacionadas con su morfología y sus usos públicos». A esta empresa le dedicó trece años de observación y el resultado son las cerca de seiscientas fotografías que, desde el pasado 20 de julio, se muestran en el Palau de la Virreina en la exposición titulada «Ángeles nuevos. Escenas de la reforma de la plaza de la Garduña, Barcelona (2005-2018)«. Se trata de otra de las series fotográficas de Jorge Ribalta realizadas en los últimos quince años en torno a la «representación de Barcelona en la era posterior al Fórum de las Culturas 2004, la postrera gran operación urbanística en nuestra ciudad».

Está claro, pues, que lo de Ribalta son fotografías. Pero también son relatos. Historias de la evolución de un espacio urbano (d)escritas durante largos periodos de tiempo con el ánimo de captar, como también hace Perec, la esencia de lo macro en la imperceptibilidad de lo mínimo, el adn de una ciudad en un papel arrugado al fondo de la plaza, en la sombra de un transeúnte sobre la pared de una calle, en el brazo de un obrero subiendo los andamios de un edificio, en el ala de una paloma justo antes de tocar tierra, en el trazo de un gesto cualquiera.

En base a lo que acabamos de decir, el relato de Jorge Ribalta que se puede ver en la Virreina es sólo uno de los volúmenes de una suerte de investigación que, más que eso, es un modo muy singular de trabajar, una forma de estar en el mundo centrada no tanto en agruparlo todo en torno a una sola y única imagen como en distribuir la médula de un proyecto complejo y vital en tantas imágenes como haga falta y, sobre todo, durante el tiempo que sea necesario. En este caso, tan sólo trece años.

 

Para mostrar las imágenes que componen el volumen elaborado por Ribalta, la exposición se divide en nueve apartados realizados, a su vez, durante el periodo de tiempo que se especifica. Vendría a ser como los capítulos del libro: Recién llegados, 2017-2018; Déjeuner sur l’herbe, 2016-2018; El monasterio de Santa María de Jerusalem y la Dama de la Garduña, 2016-2018; Vivienda social, 2014-2018; Escola Massana, 2015-2017; This is tomorrow calling, what have I lose?, 2015; Parking, 2005-2014; La calle de Cervelló, el otro lado, 2005-2018; Restos, 2005-2009. Se trata de una compartimentación de espacios y tiempos que, para dar debida cuenta de la evolución de la vida y paisanaje del entorno de esta plaza ubicada justo detrás del mercado de la Boquería -el gran parque temático, otrora mercado a secas- Ribalta ha decidido presentar a la manera de una «cronología a la inversa» y arrancar con el inicio del primer curso de la nueva Escola Massana y la llegada de los primeros habitantes a los bloques de edificios circundantes (entre 2017 y 2018) para terminar con las fotografías de la antigua plaza y la trasera del mercado de La Boquería, datadas de 2005. Unas fotos que, para quienes vieron con sus propios ojos lo que reproducen, es probable que les remita aquel olor tan putrefacto y vomitivo que amenizaba el tránsito hacia el parking, en el caso de que se fuera a recoger el coche.

Si el número de fotografías del proyecto podría, a priori, asustar al espectador, les recomiendo que no se amilanen por ello y vayan a ver la exposición ya que creo que se trata de una verdadera lección de montaje expositivo o cuanto menos de cómo instalar semejante volúmen de fotografías en un espacio de exposición. Y lo que me parece relevante, sin aburrir al visitante apenas llegado a la segunda sala. Para que esto no suceda y el espectador se vea impelido a seguir su visita, Ribalta aborda cada uno de los nueve capítulos sobre la base de tres elementos:

1.- Unos textos brillantes, de lectura sencilla y rápida, aportando información bien seleccionada sobre lo que se puede ver en cada sala. En algunos casos, esta información se complementa con objetos, documentos, maquetas, bolsas de plástico, ladrillos o hasta vestigios arqueológicos que permiten expandir el alcance de su análisis a niveles muy apartados de lo que se puede ver a primera vista.

2- Una agrupación de obras, en absoluto anodina, tan rica y variada en combinaciones, formas y contenidos como los temas sobre los que planea la exposición. Junto a grandes bloques de fotografías bien armados, se agradece ralentizar la lectura situándose frente a secuencias lineales, muy poéticas y compuestas de cinco o seis fotografías ocupando una sola pared.

3.- Unas historias, relatos, satélites, latidos que se sienten y/o desprenden, sobre todo, a nivel textual, de las imágenes y que, como la hediondez a la que me he referido hablando de las fotografías de la parte trasera de la Boquería, forman parte del background de cada uno de quienes experimentamos en carne propia la evolución de aquella plaza como bien muestra el artista. Es por ello que si no les apetece o no les da tiempo leer los textos impresos en la pared de cada sala, estaría bien que se llevaran el folleto (gratis) que dan a la entrada para leerlos posteriormente y completar la visión de la exposición en el frescor de sus hogares, junto aire acondicionado o en medio de una corriente de aire. Si es que llega.

 

Si todos los textos me parecen irreprochablemente medidos, equilibrados y aportando datos tanto de orden histórico como poético de gran valor e interés, me voy a permitir reproducir el fragmento de uno de ellos que me parece especialmente significativo:

«This is tomorrow» es una canción de Bryan Ferry de su álbum In your mind (1977), y fue también el título de la célebre exposición del Independent Group en la Whitechapel de Londres, en 1956. El utopismo tecnológico intrínseco al discurso vanguardista de modernización y progreso hoy forma parte del lenguaje dominante, como puede verse en los discursos de la política institucional. A su falsa promesa de felicidad se opone el «ángel nuevo» de Walter Benjamin, el ángel de la historia, cuya fatalidad es descrita de manera memorable: «Soplando desde el Paraíso, una tempestad se enreda en sus alas, y es tan fuerte que el ángel no puede cerrarlas. Esta tempestad lo empuja incontenible hacia el futuro, al cual vuelve la espalda mientras el cúmulo de ruinas ante él va creciendo hasta el cielo. Lo que llamamos progreso es justamente esta tempestad» (Sobre el concepto de historia, IX, c. 1940).»

 

Así como en el libro de Georges Perec el relato avanza como una cámara fotográfica que engulle la realidad, la exposición de Ribalta muestra una composición narrativa elaborada como una filigrana en base a pequeñas piezas -fotografías sueltas, vitrinas, grupos de fotografías, objetos, elementos complementarios, un paquete de galletas, una urna funeraria, etc.- capaz de sugerir una lectura visual que no se contenta con lo que muestra cada fotografía si no que se extiende en direcciones insospechadas e imprevisibles, como el bucle que se crea alrededor de la plaza metamorfoseando su apariencia.

Así como buena parte de la obra de Georges Perec podría ser considerada como el trabajo de un cronista en sintonía con Plinio, Herodoto, Tácito, Julio César, Marco Polo o cualquier explorador que hubiera descrito y nombrado los espacios por los que pasaba y todo lo que los poblaba, Jorge Ribalta podría ser considerado como el cronista de una realidad de orden mucho más tangible. Es decir, de una realidad que todavía puede ser corroborada por alguno de quienes actualmente miran y observan sus fotografías. En consecuencia, lejos de referirse a realidades ajenas, distantes en la geografía o alejadas de discursos que, a largo plazo, son los que dotan de coherencia la investigación de un artista, el observatorio al que nos enfrenta Jorge Ribalta (Barcelona, 1963) tiene tanto que ver con la fiebre de archivo como con el recuerdo que surge de una pura introspección.

Yo, que no suelo tener mucha paciencia viendo exposiciones abrumadoramente atosigantes y aburridas como la de Oriol Maspons, actualmente en el MNAC, o la de Henry Cartier-Bresson en Caixaforum Barcelona, que pude ver a principios del 2000 y que afectó tan negativamente mi cerebro que desde entonces me cuesta ver monográficas de fotógrafos con más de 100 fotografías en una sala, les puedo asegurar que el paseo por las seis centenas de fotografías de Ribalta consagradas al relato de la vida y milagros de la plaza de la Garduña barcelonesa ha actuado sobre mí como si fuera un antídoto. Un correctivo en toda regla.

Tanto que, desde que se inauguró la exposición, ya la he visto un par de ocasiones. Y en cada una de ellas, he reparado en cosas que jamás había visto. Es decir, en cosas imperceptibles.

En especial, las que ocurren cuando parece que no ocurre nada.

PD: Por el estrecho vínculo de Jorge Ribalta y Valentín Roma, comisario de la exposición, con Julián Rodriguez (1968-2019), editor, galerista y cazador de instantes (como fue definido en El País), fallecido recientemente, esta exposición está dedicada a su memoria.

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Paco Chanivet. «Interregno». Espai 13. Fundació Joan Miró, Barcelona

Aunque lo podía haber leído en la hoja de sala, le mandé un mail a Paco Chanivet para preguntarle el nombre de los autores que mencionó durante la charla que mantuvimos en la terraza de la Fundació Joan Miró una semana después de inaugurar su exposición en el Espai 13.

Y ésta fue su respuesta, más o menos:

«Thomas Ligotti, un autor de literatura de terror contemporáneo poco conocido con una faceta ensayista que alcanza su cenit en el libro «La conspiración contra la especie humana». En castellano está editado por Valdemar. Entre sus libros de relatos destacaría «Noctuario«. Por otra parte, creo que también hice mención a Eugene Thacker, filósofo nihilista y autor de una trilogía llamada «El horror en la filosofía» que empieza con el libro «En el polvo de este planeta«, en castellano está editado por una editorial esquiva llamada «Materia Oscura«. En estos libros el tipo lee a H.P. Lovecraft en clave filosófica, extrayendo de su literatura un sistema de pensamiento (Graham Harman también lo hace en «Weird Realism; Lovecraft and Philosophy«) y de la misma manera, lee a filósofos clásicos como autores de terror. Muy estimulante. De estos libros no hay versión digital, sin embargo, te adjunto «Pesimismo cósmico» un librito introductorio muy ligero que mezcla ensayo y poesía y que es tremendamente evocador. Por último, Mark Fisher y más concretamente su libro «Lo raro y lo espeluznante«, editado por Alpha Decay. Aquí Fisher hace una introducción a estos dos conceptos de una forma súper clara y luego deriva por diferentes hitos literarios, cinematográficos o musicales en busca de lo raro y lo espeluznante. Otros libros vinculados (al tema) son «Lo bello y lo siniestro» de Eugenio Trias, «Tras los límites de lo real» de David Roas o «Poderes del horror» de Julia Kristeva.

Después de decirme que podía continuar hasta el día siguiente, Paco me dijo que prefería dejarlo aquí para no aburrirme. Luego me pasó un enlace de youtube que contenía un álbum de The Caretaker. Se trataba del álbum que, según me dijo, le había acompañado mucho en sus lecturas así como en la producción de aquel proyecto para la Miró.

Y fue darle al play para sentir la necesidad de escribir. Casi al instante:

«Interregno» es el título de la exposición de Paco Chanivet concebida en el marco de «Un monstruo que dice la verdad«, el ciclo de exposiciones de la temporada 18-19 del Espai 13 comisariado por Pilar Cruz. Para articular este ciclo, Cruz parte de la obra de artistas que “cuestionan y fuerzan los límites entre las disciplinas para reflexionar sobre las dinámicas de poder que afectan al conocimiento”. Dice Cruz que es por esto que “el arte se presenta como un monstruo poderoso, capaz de señalar la debilidad de dichos límites; un monstruo que dice la verdad o que, por lo menos, apunta con el dedo a quien la dice”. En el vimeo que adjunto, la comisaria apunta que el título de su propuesta procede de una anécdota de Foucault. Dice que el filósofo galo afirma «que las disciplinas se van conformando en el tiempo en base a ensayo-error y todo lo que se produce siempre dentro de los limites disciplinares. Pero a veces hay circunstancias afortunadas y, fuera de las disciplinas, fuera de estos límites disciplinarios, hay lo que él llama un monstruo que, sin estar dentro de la verdad, dice la verdad. El título del ciclo, pues, está pensado para explicar cómo los artistas trabajan desde fuera de la verdad o buscando esos límites disciplinares. De hecho, el arte se permite muchas veces hacer saltos disciplinares, apropiarse de objetos y métodos de otras disciplinas, estar fuera de la verdad, estar fuera de las disciplinas, cruzarlas o cuestionar si el arte es en sí una disciplina».

De las exposiciones de este ciclo «monstruoso» concebido por Cruz y que más nos han acercado a las fauces de esa bestia que también menciona Foucault, diría que hay tres que me las han mostrado sin tener tiempo ni de respirar: las de Fito Conesa, Lara Fluxà y la de Paco Chanivet, la exposición que ahora nos ocupa.

Forjada a la manera de un «crisol de disciplinas integrando robótica, manipulación genética, farmacología y, de alguna manera, misticismo» -dice la comisaria- la instalación de Chanivet es un descenso a la profundidad de una conciencia que, de tanto bajar, permite ver hasta qué hay al otro lado de la tierra, es decir, por debajo de nuestros pies.

Bajando el primer tramo de escaleras que da acceso al espacio de exposición, lo primero que encuentra el visitante es un enorme felpudo, como-de-esos-de-entrar-en-casa, gravado con un símbolo que remite a un reino donde escasea la luz y cuyo silencio contiene el hálito de quienes han ido bajando hasta aquel lugar dejando el recuerdo de su experiencia adherido a las paredes. Porque más que una exposición, la propuesta de Chanivet es una experiencia atmosférica, un ambiente que partiendo de lecturas de género de ficción rara u horror cósmico -un horror materialista, existencial- fomenta la construcción de lugares abominables y experiencias tan extremas que casi siempre terminan en locura. Se trata de una categoría que el teórico cultural Mark Fischer identifica con lo que es «raro y espeluznante», una extraña yuxtaposición de elementos que no deberían estar, una combinatoria anormal de elementos familiares.

Dice Chanivet que su ambientación es un fracaso porque no se puede reproducir la sensación que despierta cuando lo humano se encuentra con los límites de su pensamiento, en especial, a la hora de abordar escalas cósmicas. Por eso la muestra del Espai 13, vendría a ser como el escenario de una experiencia única, irrepetible, inenarrable y tan necesaria de visitar si lo que se quiere es vivir lo que no se puede explicar.

Pasado el tramo de escaleras y ya en el espacio de exposición, el público se enfrenta a un espectáculo en tres actos.

El primer acto es un suelo abierto formado por toneladas de tierra árida procedentes de un derrumbe y cuyo efecto, en el espectador, podría remitir a una suerte de receptáculo que ha sido perforado para permitir que saliera a la superficie lo que luchaba por emerger desde las profundidades del ser. Se trata de un suelo por el que el espectador es invitado a transitar -como antes sobre el felpudo- para tomar consciencia del punto en el que se halla, es decir, en un punto intermedio, entre algo destruido y algo que está asomando, entre un terreno baldío y algo que respira sin hacer ruido, entre un piso devastado y un ente que empieza a moverse… frente a algo que se está formando, en suma, frente a algo que empieza a ser. Por bien que la vida no es posible en este páramo yermo de derrumbe y desolación, brotan unas flores entre piedras, rocas y arenilla que remiten a «organismos fractales, adaptados y supervivientes de algún tipo de desastre. Son flores hechas con patas de animales. Una plaga de organismos terribles brotando de una zona de exclusión donde las leyes de la biología se deforman para mostrar la «cara amable» de una tierra muerta, exhausta, terrorífica.

El segundo acto lo representa una nube encerrada y ahogada. Una nube confinada tras los límites de un cristal que impide el acceso al espacio que ocupa: el pasillo. Dice Chanivet que se trata de la nube del no saber, una nube que condensa las dosis justas de misterio para llegar a entender algo de lo que no se puede pensar ni definir. En el espacio donde respira esta nube también crecen flores como las que brotan del suelo que, desde el otro lado del cristal, también pisa el espectador. No se trata de un espejismo, tampoco de un reflejo, se trata de algo que está, que vemos pero que no podemos tocar. Como la nube que la cubre.

El tercer y último acto está protagonizado por la fuerza mecánica, una fuerza a ciegas. Se trata de una máquina imposible que gira lentamente y sin parar alrededor de sí misma y cuyo vínculo con los antiguos planetarios mecánicos no sólo es evidente si no que es lo que permite entender que las formas anatómicas y aberrantes que la coronan, son una metáfora perfecta de lo que Ligotti define como «glorias amorfas», formas que giran histéricamente como «títeres  brillantes danzando en la oscuridad». Son unas formas que al tiempo que provocan rechazo y aversión resultan cercanas y familiares en la medida en que remiten a órganos vitales o a funciones tan fundamentales para la especie humana como podría ser pensar, hablar y reproducirse. O, según se mire, velar por la perpetuación de nuestra especie una vez aceptada la fragmentación de nuestro cuerpo y después de ser conminados a precipitarnos, a tozos, por un abismo de paredes ininteligibles al final del cual no sabemos qué puede haber, no tenemos idea de qué puede acontecer. Y yo me pregunto: ¿de qué preocuparnos?, ¿acaso sabemos qué  nos puede ocurrir en los próximos cinco minutos?.

Hacía mucho tiempo que nada me causaba tanto desasosiego como entusiasmo a la vez y esta ambientación de Paco Chanivet lo ha conseguido como-quien-no-quiere-la-cosa. Empecé a notar algo parecido a raíz de su exposición en el Espai Cub de la Capella que, con un título tan sugerente como SSSSSSSilex, cuestionaba la subvida que llevamos en una era que, como la nuestra, se debate entre la alta definición y la baja empatía. Sin embargo, lo de ahora es distinto. Se trata de una propuesta valiente, realizada con ayuda de grandes amigos y profesionales, arriesgada, original y coherente con una manera de entender el arte más próxima a la toma de riesgos que a la simpatía de un mercado condescendiente. Porque, no nos engañemos, lo suyo no entra dentro de los estándares del mercadeo. Está en otra dimensión.

Junto a la contundencia de un discurso que a estas alturas ya le pertenece y singulariza hasta el punto de poder considerársele como un artista distinto, raro y genuino, el monstruo que este artista ha concebido exprofeso para el Espai 13 es un compendio de sensaciones donde lo primigenio, lo auténtico y lo seminal no se ve impelido a batallar con nadie que le impulse a obviar el recuerdo de las máquinas de tortura medievales, los carruseles de Bruce Nauman, las inquietantes nieblas de Ann Verónica Janssens,  las nubes del belga Berndnaut Smilde, los precisos mecanismos de relojería suiza, las paradas de mercados mexicanos o asiáticos, las ruinas de la burbuja inmobiliaria, los pedales de una bicicleta, las cámaras de vigilancia o hasta el silencio de los corderos. Un mundo de contrastes, placeres, contrariedades, fluidos, miradas,  bocas abiertas y flores alejadas tanto de Bach como de Heidi al servicio de un lavado de estómago tan necesario como sanador para entender que el arte, hoy, no es sólo lo bello, lo fácilmente digerible,  lo intelectualmente cool, lo conceptual o lo que gira en torno a cómo-mola-lo-que-haces sino también lo siniestro, lo amargo, lo difuso, lo poco condescendiente.

Vale, no me voy a extender más.

Si no han entendido nada de lo que les he explicado tienen tiempo hasta el próximo 8 de septiembre para ver la exposición de Paco Chanivet (Sevilla, 1984) a palo seco o con una bolsa de almendras bien amargas en el bolsillo o las manos. Es una experiencia que vale mucho la pena vivir. Mucho, mucho y mucho.  Me refiero a la exposición. Lo de las almendras amargas, dejémoslo a un lado. Por suerte, hay gente para todos los gustos.

 

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Oscar Holloway. «Captures: The Shooting Of The Future». Sala de exposiciones del Centre Cívic Can Felipa, Barcelona

A veces depende tan sólo de una palabra para que dejemos de existir o, por el contrario, vivamos para siempre. Depende del disparo del que se hable. Es decir, la palabra en cuestión. Porque estaréis de acuerdo conmigo: no es lo mismo el disparo de un arma de caza que el disparo de una cámara fotográfica.

En torno al disparo de una cámara fotográfica y el símil que se establece con el disparo de un arma de caza o de lo que sucede después del disparo de un arma de caza o de una cámara fotográfica o de lo que se dispara en la mente de quien piensa en ello para encontrar el modo de inducir a la reflexión a través de fantásticos documentos gráficos, fotográficos y textuales o sobre el modo de traspasar la complejidad de una investigación a una sala de exposición compuesta de varias habitaciones o de cómo invitar a ver pero también a escudriñar, leer o deleitarse con la fugacidad que queda atrapada entre las imágenes de un vídeo o de entender la pertinencia de los colores de unas paredes en función de su analogía con los de las portadillas de los libros antiguos, descatalogados e inservibles o en torno a la capacidad de revisar el pasado para dar cuerpo a un relato contemporáneo que despierte admiración pero también preguntas, intriga, estupor, goce y ganas de seguir aprendiendo a partes iguales… es, en torno a todo ello -pero también a mucho más- sobre lo que gira Captures: The Shooting of The Future, la exposición de Oscar Holloway pensada para la sala de exposiciones del Centre Cívic Can Felipa de Barcelona. Porque se trata de una exposición muy pensada. También para el espacio de exposición.

En una reseña publicada recientemente en el Mirador de les Arts, Cristina Masanés -su autora- empieza su relato afirmando dos cosas: que «la representación humana del mundo animal nació en paralelo a la caza» y «que los primeros animales pintados son del paleolítico cuando, en la oscuridad de una cueva, los humanos invocaban, con polvos minerales y tierras de colores, la presencia animal». Referirse a un pasado tan ancestral para iniciar la crónica de una exposición de arte contemporáneo, no sólo me parece conmovedor sino también muy representativo de lo atemporal que puede ser el arte. En realidad, de lo atemporal que es el arte. Se trata de un modo de anclar un discurso para poder, a partir de ahí, dar rienda suelta a la imaginación, a la llama del deseo de querer seguir aprendiendo, a viajar hacia lo desconocido a través del momento actual, a construir puentes colgantes -o no- entre un pasado muy lejano y un futuro que también lo es, etc.

Yo, de todo esto, no tenía ni idea. Lo único que sabía me lo había contado quien me animó a acercarme hasta Can Felipa el mismo día en que se presentaba la publicación de esta exposición. Haciendo gala de su generosidad, Alexandra me había dicho por whatsapp que Captures: The Shooting of The Future era, por lo visto, una exposición que estaba muy bien y que aquella misma tarde se acercaría hasta Poblenou para ver la exposición antes de que terminara. Me dijo, también, que no quería perdérsela por nada del mundo. No sé qué diantres disparó en mi cerebro pero el caso es que a raíz de las palabras de Alexandra, aquella misma tarde también me acerqué hasta Can Felipa para ver, con mis propios ojos, qué había hecho un artista del que nunca antes había oído hablar.

Y al entrar en la sala de exposición vi que la cosa se trataba de ver pero también de una forma muy peculiar de mirar en los libros. Algo que, en una segunda lectura, se fue centrando en torno a los orígenes de la visualidad del animal salvaje vinculado al nacimiento de la cámara fotográfica y el cine. Algo que, en una tercera lectura, derivó en torno a la correspondencia entre la captura visual y la captura física del animal. En algo que, hacia el final la exposición, derivó en lo que explico hacia el final de este texto.

Captures: The Shooting of the Future, es una concienzuda selección de libros, documentos y fotografías obtenidos de la investigación de Oscar Holloway en torno al camera hunting, un género fotográfico -dicen que fugaz- aparecido a finales del s.XIX que, experimentando con la tecnología, trataba de cazar imágenes de animales salvajes usando métodos de caza como trampas, cebos, escondites o artilugios camuflados. Tanto entonces como en la actualidad, las técnicas utilizadas en la fotografía animal difieren de la fotografía paisajística en la medida en que si para capturar el movimiento -de un animal o de lo que sea- se requieren altas velocidades de obturación, para conseguir un nivel de exposición adecuado se debe hacer lo que sea para que el animal no te vea. Con objetivos claros, de elevado angular y potente zoom -es decir, pura tecnología- en la actualidad o, en el s.XIX, a base de artilugios tan bonitos e imaginativos que hasta el animal corría el riesgo de quedar subyugado. Porque eran monumentos a la imaginación creados para no ser sorprendidos durante la atenta tarea del fotógrafo-cazador.

Junto a la atención que presta Holloway al género divulgativo del camera hunting, otro foco de interés de su larga investigación gira en torno a los estudios fotográficos de la locomoción animal. Entre ellos, los de Eadweard Muybridge (1830-1904). Se trata de unos estudios que, junto a los de Étienne Jules Marey (1830-1904) -otro gran investigador del tema- son harto importantes en la medida en que no sólo marcan el inicio de la carrera hacia la obtención y visualización de las imágenes en movimiento -o sea: el inicio del cinematógrafo- sino que, al indagar sobre lo que a simple vista no podemos ver, tratan de hacer algo más importante, en especial para el arte moderno y contemporáneo: hacer visible lo invisible. Si en la carrera para conseguir su propósito Marey perfecciona, en 1882, lo que se conocía como la «escopeta fotográfica» -artilugio inspirado en el «revolver fotográfico» de Pierre Jules Janssen (1824-1907) inventado en 1874 por este astrónomo que, además, es el descubridor del gas noble conocido como helio, el segundo elemento más ligero del mundo- Muybridge recurre al uso de varias cámaras fotográficas para obtener imágenes espaciadas en el tiempo y físicamente en el set. En 1873, tomando como punto de partida el galope de un caballo de carreras, Muybridge produce una serie de negativos que le permiten captar la silueta del animal con las cuatro patas por encima del suelo y tomadas todas en el mismo instante de tiempo. Tras este descubrimiento y con muchas dosis de tesón, Muybridge consigue captar, al cabo del tiempo, las fases sucesivas del movimiento de un caballo. Y para mostrar sus resultados encuentra en el zoótropo -«máquina estroboscópica creada en 1834 por William George Horner, compuesta por un tambor circular con unos cortes, a través de los cuales mira el espectador para que los dibujos dispuestos en tiras sobre el tambor al girar, den la sensación de movimiento», wikipedia dixit- el instrumento ideal que le llevará a crear, en 1879, el zoopraxiscopio, es decir, el artefacto que permitirá el desarrollo de los inicios del cine bastante antes que el cinematógrafo. Pero esto ya es otra historia…

La exposición concebida por Holloway invita a descubrir, a través de un recorrido tan bello como intrigante, los entresijos de una aventura tecnológica no exenta de grandes dosis de romanticismo en la medida en que, al igual que Muybridge y Marey con su deseo de hacer visible la invisibilidad, muestra los lugares de la naturaleza por donde transita y vive un animal salvaje, justo antes de ser sorprendido por detonaciones de magnesio. Una suerte de disparos que, a la manera de un flash, eran utilizados para dar luz durante el tiempo de exposición de una cámara, especialmente en la oscuridad. Y es que casi todas las fotografías de las que se vale Holloway en su exposición parecen tomadas de noche, en la oscuridad, es decir, cuando el animal reposa y no sospecha en absoluto de la presencia de un ser humano, su gran depredador.

Como si después de una detonación el animal hubiera huido despavorido, las escenas que Holloway decide mostrar al espectador se me antojan como imágenes de escenarios vacíos, de escenas inhabitadas en medio de la naturaleza, de esqueletos de escenarios en los que la función justo acaba de terminar. Y junto a estas imágenes de lugares vacíos de los que el artista ha extraído la figura de cada animal, Holloway también muestra algunas fotografías del aparataje que se usó para poder realizarlas. Es decir, de todo lo que pudo provocar que el animal desapareciera de la escena al no querer ser cazado ni por una cámara fotográfica ni por un arma de caza.

Junto a otros modos de dejar constancia del deseo de captar un animal en plena naturaleza, en absoluta libertad y, sin embargo, entre los límites de una fotografía, las páginas de un libro, la plancha de un grabado o el papel de un dibujo, en la exposición se pueden ver secuencias destinadas a la «caza» de un castor, gravados de escenarios naturales aludiendo a la presencia del animal tan solo en el título de cada obra, imágenes en las que el animal ha sido borrado a excepción de su reflejo en la superficie de un lago -unas obras muy pero que muy bellas-, distintos modelos de zoótropos fruto del interés de Holloway por otros modo de captar animales -en este caso, en movimiento- y una obra que, a mí personalmente, acabó de enamorarme si es que, al entrar en la exposición, todavía no me había dado cuenta: un video en dos proyecciones mostrando, en una de ellas, detonaciones de magnesio realizadas por el propio artista en su investigación con efectos de luz en la oscuridad de la noche y, en la segunda, fotografías relacionadas con el «imaginario de la caza obtenidas de internet y sincronizadas con las explosiones de cada una de las detonaciones», según cuenta Irene Solà en otro de sus textos-para-ser-leídos. Permitiendo al espectador ubicarse entre las dos proyecciones, el ejercicio magistral al que invita Holloway consiste en invitar a captar, en fracción de unos segundos, lo que la oscuridad de la noche prohíbe a la mirada, lo que permanece entre nosotros justo el tiempo en que no se puede ver. Y haciendo visible lo invisible por un período de tiempo que nunca es suficiente -como tampoco el azar ni tampoco el movimiento, como tampoco desaparecer- lo que Holloway nos podría estar diciendo es que a veces es suficiente con dejar que lo invisible more en el fondo de nuestras retinas.

Ignoro qué habrá querido decir Holloway con su bella propuesta pensada para la sala de exposiciones del Centre Cívic Can Felipa de Barcelona. Porque se trata de una exposición muy pensada. También para el espacio de exposición. Lo que sí sé, sin embargo, es que nunca estaré suficientemente agradecido a la persona que me conminó a visitarla el día que se presentaba la maravilla de publicación que el artista ha ideado ex profeso o que, desde entonces, no haya podido dejar de pensar en el viaje que hice al pasado para entender que, en el futuro, las cosas -todas las cosas- también van a tener que ser probadas.

Como Oscar Holloway (Barcelona, 1989) y sus fascinantes denotaciones.

En suma, un modo activo de estar en el mundo.

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