Karin Sander. Kitchen pieces. Galería Helga de Alvear, Madrid

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Permítanme que empiece por lo que intentaré explicar a partir del segundo párrafo, es decir, porqué la exposición de Karin Sander (Bensberg, Alemania, 1957) en la Galería Helga de Alvear de Madrid fue, para mí, una gran exposición. Es decir, de esas que llegan directo al alma pero también al pensamiento.

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Según decía Eva Menasse en el texto que contextualizaba la exposición, Karin Sander es una artista conceptual alemana cuya «genialidad estriba en tener ideas muy sencillas que conducen a resultados singulares». ¿Y saben qué les digo?, pues que creo que tiene razón. Entre otras cosas, porque desde sus pequeñas reproducciones de personas en 3-D, realizadas cuando lo de imprimir en tres dimensiones era tan alucinante como un laptop frente a una de esas computadoras-de-habitación-entera, Karin Sander me pareció una artista que, a través del lenguaje de la escultura que se escribe desde los parámetros de lo real (???) poseía el don de cuestionarnos y cuestionar nuestro modo de ver las cosas tanto dentro como fuera de un espacio de exposición. Reducidos a un ejército de liliputienses reposando sobre peanas de madera blanca, encerrados en urnas de metacrilato y formando hileras como las de los cementerios, los pequeños personajes de Karin Sander -procedentes, principalmente, de su círculo más íntimos de amistades- al tiempo que remitían a las personas de las que partían, «vivían» liberadas de sus problemas existenciales. Es decir, cual muñecos sin alma.

El concepto de repetición en arte, quizás el fenómeno más consustancial al arte moderno y al que Warhol se abonó a consciencia para emanciparse de las pasiones desenfrenadas que, durante los años 50, promovieron hasta la muerte los integrantes del expresionismo abstracto, es un concepto que, al tiempo que permite apartar la metáfora de la producción artística abre las puertas del arte conceptual. Un arte que, si en palabras de Sol LeWitt, «promulga que el objeto artístico es lo de menos porque su ejecución es mecánica. Lo que cuenta es la idea», para Dan Graham no era otra cosa que puro bullshit.

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Repitiendo como estrategia neutralizadora de una pasión que, principalmente a través de la pintura, solía percibirse detrás de una obra, los componentes del minimalismo apostaron por la tridimensionalidad para romper cualquier afinidad con la Escuela de Nueva York y las propuestas que Greenberg trataba de imponer. Centrados en el uso de materiales tan diversos como sus modos de entender la literalidad, los artistas del minimalismo, además de reaccionar contra la pasión y la verbalización de la intimidad, abrieron las puertas de lo que, tras prescindir de la pasión, significó la muerte del objeto y el renacimiento de la idea como obra en sí misma. Algo que, por otra parte, ya venía coleando desde las propuestas de Duchamp y Artaud o de los movimientos de vanguardia en su intento por desmantelar las zonas de confort siempre tan peligrosas para la creatividad, así en general.

Son muchos los artistas que, desde las bases que se escribieron durante la década de los 50, comparten afinidad con el mundo de las ideas, valoran el proceso por encima del objeto, se rinden a la serialidad, profesan la literalidad y son felices con la posibilidad de apropiarse de cualquier elemento procedente de la realidad.

Hablar del trabajo de Karin Sander puede ser tan sencillo como complejo. Y es que si es posible resumir su obra describiendo directamente lo que nos muestra -a saber: un huevo pulido, un reflejo en la pared, un suelo elevado, una sucesión de escaparates, pequeños retratos en 3 D, unos postaleros, papeles acumulados cayendo del techo, etc.- también induce a cuestionar cualquier obviedad con el fin de descubrir qué esconde como el modo en que nos afecta lo que, tal vez, ni hayamos advertido.

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Como también decía Eva Menasse en su texto para la exposición, «del arte de Karin Sander se podría decir: ¿Y esto…?».

Pues bien, intentaremos explicar qué fue esto para mí:

Esto fue la exposición de Karin Sander titulada Kitchen pieces. Se trataba de otra versión de una propuesta realizada con anterioridad en las Galerías Barbara Gross de Munich y Esther Schipper de Berlin en 2012.

– La exposición estaba formada por una selección de frutas y verduras dispuestas por el perímetro del espacio de exposición, colgadas a la misma altura y a igual distancia entre ellas. Aunque pareciera que las piezas gravitaban frente a la pared, se sostenían por un clavo que quedaba tapado por el volumen de cada pieza. Tanto la disposición de los vegetales como el modo en que se sostenían eran fruto de una ejecución absoluta y perfectamente milimetrada. Como no podría ser de otro modo en alguien tan perfeccionista como Karin Sander.

– El título de la exposición nos decía que eran piezas que se podían encontrar en una cocina. De modo que, en lugar de remitirnos al origen de los vegetales -o sea, al campo y, en consecuencia, a un discurso de corte ecologista y/o natural bucólico sostenible- establecía el origen de su discurso en el punto de llegada, en la cocina, es decir, en un espacio doméstico. Un lugar cargado de valores ideológicos durante el siglo XX vinculados al papel de la mujer, a la política y a la construcción del ideal de familia. El lugar al que llegan las piezas después de haber sido adquiridas y donde van a permanecer hasta que sean consumidas.

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– Para adquirir las piezas, en especial en una ciudad, lo normal es que se vaya al mercado. El lugar donde nos abastecemos y cuya oferta es tan amplia que debemos elegir. – «¿Y qué elegimos?» -parece que pregunta de Karin Sander-. Pues lo que tiene mejor aspecto. Entonces, ¿creemos que un mejor aspecto es sinónimo de más sano y que a más sano más beneficioso para nuestra salud?. ¿Nos lo hemos preguntado alguna vez?

– Una vez clavadas en la pared, algunas de las piezas de verdura sufrieron sus consecuencias. Y empezaron a llorar. O lo que es lo mismo: empezaron a perder su jugo y, en consecuencia, a manchar la pared. Como si hubieran sido heridas. Exactamente lo que sucedió. Toda vez que operaban como rastros del tiempo, se nos antojaba que estas manchas podrían ser leídas como muestras de debilidad.

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– Aunque la idea era que el friso vegetal mantuviera su esplendor, vigor y belleza, lo cierto es que el tiempo siempre causa estragos. Y deja huella. Por ello, cuando una pieza dejaba de responder a su cometido, era substituida por otra nueva. Así, vilmente. Parece que en una cocina sucede lo mismo que fuera de ella: se premia la belleza por encima de la decrepitud. O lo que es lo mismo: en el reino de lo sano, lo bello, lo exuberante y lo vigoroso no hay lugar para la vejez, la arruga, el cansancio y la muerte. Sólo se permite alguna que otra lágrima. Alguna que otra mancha. No más.

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– Si según decía Menasse, el friso se asociaba a «todos los frisos y cenefas que le han precedido en la historia del arte, los de la Antigüedad, los eclesiásticos, los modernistas», el que Sander mostró en la galería estaba formado por un catálogo irrepetible de piezas vegetales. Unas piezas que, por el modo en que estaban dispuestas, podían ser vistas como una sucesión de puntos. Es más, recuerdo que al entrar en la galería mis ojos no vieron más que una línea de puntos. Recorriendo la pared. Y que fue a medida que fui avanzando que empecé a entender qué sucedía allí. Fue entonces cuando los puntos empezaron a cobrar vida. Y fue entonces cuando los puntos mostraron formas hasta entonces invisibles. Luego el tiempo se paró. Y hasta que no abandoné la galería no dejé de darle vueltas a la belleza que iban mostrando, al recuerdo del sabor que tenían, al tacto de su textura, a la variedad de su cromatismo, a qué harían en una cocina, a soñar combinaciones siguiendo una receta, en suma, mirando lo que veía con ojos distintos. Quizás con otros ojos.

Otra de las cosas que también permite el arte.

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