Magdalena Abakanowicz. Galería Marlborough, Barcelona

 

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Inmerso en uno de esos proyectos que uno sabe por qué empiezan pero nunca cómo, cuándo ni debido a qué terminará -o sea, el típico trabajo-de-investigación de toda la vida- me desplacé en coche hasta Sant Cugat del Vallès para ver una exposición de pintura en el Centre d’Art Maristany. Al aproximarme a mi destino aparqué el coche en una calle arbolada y cuando apenas llevaba unos metros andando reparé en un edificio que me llamó especialmente la atención. Me detuve a mirarlo. Era el Museo del Tapiz Contemporáneo, un lugar remoto del que sólo tenía noticias, un museo cuyo prestigio alguien me señaló alguna vez y un espacio al que nunca me hubiera acercado dado que a mí el tapiz, por muy contemporáneo que sea, no sólo no me llama la atención sino que tiene que suceder algo para que lo mire aunque sea de soslayo. Desde algo tan profundo como que un experto me permita apreciarlo a algo tan baladí como aparcar cerca de un museo consagrado a esta práctica artesana. Es decir, exactamente lo que sucedió. Por eso entré en aquel museo dispuesto a ver qué albergaba. Sin esperar gran cosa, todo hay que aclarar.

Mi primera impresión fue que el Museo del Tapiz Contemporáneo era un museo típico de pueblo. Un museo digno, de apariencia vetusta -me dijeron que dentro de nada se trasladarían a otro lugar- y necesitado de una mano, de dos y hasta de tres. Un museo no demasiado visible, ubicado en lo que fuera una casa familiar y articulado, por un lado, en torno a la vida del empresario Tomàs Aymat (Tarragona 1891 – Sant Cugat del Vallès 1944 ), dueño del edificio y gran apasionado del tapiz en general y, por el otro, a la aparición en escena de Josep Grau-Garriga (Sant Cugat del Vallès 1929 – Angers, F, 2011) y la creación de l’Escola Catalana del Tapís en esta localidad del Vallès Occidental. Una escuela que, entre cosas, no tardaría en caracterizarse por lo siguiente:

– la utilización de colores mucho más limitada que la que era propia del tapiz tradicional, lo que permitía una ejecución más rápida y, en consecuencia, más barata (aquí el gen catalán)
– la incorporación de materiales ajenos a la tradición textil y no textil como el yute, el cáñamo, el plástico o el metal
– la mezcla de materiales y técnicas innovadoras similar a la que se produjo en otros países, especialmente de Europa del Este
– sus raíces de corte vanguardista y el uso de cartones pintados por artistas de la talla de Miró, Tàpies, Tharrats, Subirachs, Guinovart, Jordi Galí, Ràfols Casamada, etc.

De entre todos los que más se aplicaron en el estudio y evolución del tapiz de acuerdo a los parámetros que se fomentaban desde las aulas de esta Escuela, destacaba especialmente Aurelia Muñoz, una artista de tejidos, especialmente, de origen vegetal, escultora internacional, sobre todo a partir de 1970 y gran defensora de quien, como ella, reivindicara el tejido y la artesanía como otra forma de expresión cultural.

Pues bien, observando la colección de aquel museo sin que nada me detuviera apenas más de lo necesario, de repente me quedé paralizado frente a una obra que poseía algo especial. Se trataba de una obra fechada entre 1966-1968, titulada Abakan, definida técnicamente como un tapiz de investigación y donada al museo por los herederos de Aurelia Muñoz. Vaya por dónde. Era una obra austera, sencilla, parca en colores, de tonos marrones virando a morados, meticulosamente manufacturada y protagonizada por un corte vertical de reminiscencias fontanianas que, por el hecho de estar rodeado de cuerda, nudos y de cuerdas desanudadas, se me antojó que podía ser la representación de un sexo en su total esplendor. Concretamente de una vagina. Algo así como un detalle tridimensional de aquel sexo pintado por Courbet en su celebérrimo Origen del mundo en 1866. Por decir algo.

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Frente a obras que no me remitían más que a la pericia en el uso de materiales, a la osadía de ciertas combinaciones, a la vistosidad o no de sus colores, al espacio que ocupaban sus volúmenes, al peso que tendrían todos sus nudos o al trabajo que escondían sus extrañas formas, había algo en aquel Abakan que, para mí, traspasaba el punto hasta que me llevaban sus compañeras de sala. Quizás algo tan sencillo como que se trataba de una obra de Magdalena Abakanowicz (Falenty, Polonia, 1930), destacada artista de la escuela polaca del tapiz, amigartista de Aurelia Muñoz y creadora de una obra tan grande y enigmática como torturada, subjetiva e íntima. Exactamente, lo que transmitía aquel Abakan. Si, de Abakanowicz, de ahí su título.

Si nunca pensé que algún día visitara aquel museo tampoco imaginé que en su interior hallaría la obra de quien sin haber sido nunca un referente para mí, me había interesado por el modo en que, a través de su austeridad, sinceridad y compromiso, me remitía a aquella Polonia de la que también me hablaba Kantor o Balka, a las secuelas de una sociedad invadida y oprimida, a algunos de los postulados del arte povera, a ciertos grupos escultóricos de Juan Muñoz de los 90’s, a la entereza de una convicción forjada a prueba de bombas, al modo de entender la obra como prolongación del cuerpo, el alma y la experiencia, en suma, a su capacidad de no dejarme impasible cuando, por azar o voluntariamente, me hallara frente a la obra de una artista tan única como era Abakanowicz.

Con el recuerdo de aquella experiencia almacenada en algún lugar de mi reciente memoria, hace unos días quedé en Barcelona para comer con unos amigos. La cita era en un restaurante de la calle Enrique Granados. Puesto que llegué antes de lo previsto me fui a pasear para matar el tiempo y cuando apenas llevaba unos metros andando reparé en un edificio que me llamó especialmente la atención. Me detuve a mirarlo. Era la Galería Marlborough, una galería de la que tenía noticias, un lugar para el arte hasta el que nunca me había acercado y uno de esos espacios que creo que, de vez en cuando, hay que visitar porque nunca se sabe qué puede albergar. Y es que si en él se puede encontrar la obra de artistas a veces difíciles de clasificar también se pueden apreciar magníficas exposiciones como la que vi aquel día. Si, una exposición de -¡hellas!- Magdalena Abakanowicz.

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Formada por un grupo de unas quince obras realizadas entre 1981-2009, reunidas ex profeso para la ocasión y apuntando hacia las líneas esenciales sobre las que se fundamenta la obra de esta artista, la exposición es el reflejo de una experiencia que, lejos de regodearse en lo autobiográfico, se centra en la exploración del ser humano a través de los materiales con que Abakanowicz resuelve su obra. De modo que, pasando del yeso al bronce a través del gouache, la tinta china, el carboncillo, la madera, el hierro, la arpillera, la resina o el algodón, lo que me permiten ver estas obras era hasta qué punto la idiosincrasia de un material se puede convertir en el relato de una vida. De cualquiera de nuestras vidas.

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De gran impacto visual desde un punto de vista formal, la obra de esta artista es una suerte de diario vital de quien considera que es mediante la fibra cómo se construyen los tejidos. Es decir, desde las plantas hasta nuestros nervios pasando por nuestro código genético, nosotros mismos, los canales de nuestras venas y hasta incluso nuestros músculos. En resumen, todos los organismos vivos. De ahí que entienda la manipulación de la fibra como un deseo de aferrarse al misterio así como el acto a partir del cual confeccionar una obra en la cual poder reflejarnos. O no.

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Si el interés de las fibras con que investiga Abakanowicz no sólo radica en que las trabaja con sus propias manos sino también en la medida en que son registros de su alma, aquello a lo que me remite lo que yo entiendo como una segunda piel –es decir, su obra- es al vacío desde el que esta artista conmina a mirar lo que no parece arte. Otro modo de afirmar que su misión consiste en forzar puertas para revelar lo inesperado.

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Frente a la selección de obras de esta exposición formada por huecos, vacíos y ecos pero también por fibras impregnadas de una elocuente y silenciosa corporalidad, recordé aquel Abakan de Abakanowicz que había visto días antes en aquel museo de Sant Cugat. Y es que si en aquella obra de los años sesenta las manos de la artista estaban presentes en cada nudo, en estas obras también son sus manos las que siguen moldeando la esencia del ser. De aquel ser que se sigue escribiendo sobre la base de contradicciones irresolubles. Es decir, como todos nos escribimos. Como trozos y pedazos mutilados, soldados, cosidos, pegados, dibujados, arrancados, rellenados y, sin embargo, vivos.

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Al salir de la exposición me dirigí lentamente hacia el restaurante donde me había citado. Estaba un poco tocado. Pensaba en las sorpresas que te da la vida, en el significado de la expresión tirar del hilo, en la magia de las carambolas y en el deseo de seguir andando con los ojos bien abiertos.

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Por ello nunca olvidaré aquel lugar dónde aparqué el coche ni aquel paseo que me regalé hace unos días de un mes de Noviembre.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

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