A siete años para el cambio del siglo XX al XXI pude ver en la Kuntshalle de Basilea la exposición The 21st century : into the future with Paracelsus = Das 21. Jahrhundert : mit Paracelsus in die Zukunft, una muestra comisariada por Thomas Kellein que me permitió ver por primera vez tanto la obra de artistas que nunca había visto como la de otros cuya existencia no tenía ni la más remota idea. Por bien que el tema que agrupaba sus trece artistas actuaba a modo de prospección a la par que como excusa para la elaboración de un discurso basado en lo intergeneracional, lo aparentemente aséptico, una suerte de agonía de la que nadie sabía cómo salir y esa especie de incomprensión que asalta frente a exposiciones cuya tesis no aciertas ni tan siquiera a sospechar, la experiencia vivida frente a obras tan variadas como las Marlene Dumas, Roni Horn, Walter Dahn o Saint Clair Cemin -por poner algunos ejemplos- me dejaron con la sensación de haber visto algo que tardaría en olvidar. Una sensación que, si bien se desprendía de lo visto en el conjunto de una buena exposición, también se debía en buena medida a la coexistencia en dicho contexto de dos obras sumamente distintas:
1.- A Thousand Years, una obra de Damien Hirst concebida en 1990 para representar el ciclo de la vida. Consistente en una enorme urna de cristal, una cabeza de vaca en descomposición, azúcar, agua, algodón, distintos tipos de moscas y una máquina freidora de insectos, esta obra de Damien Hirst es una de las que hizo en la década de los 90 en torno a la vida y, sobre todo, la muerte como tema principal.
2.- una amplia selección de la serie de los Dioramas del artista japonés Hiroshi Sugimoto (Tokio, 1948), un artista y fotógrafo de quien hasta entonces jamás había oído hablar y cuya obra, en aquel contexto, me pareció poco menos que un bálsamo. Tomadas en su mayoría en el Museo de Historia Natural de Nueva York, las fotografías de esta serie que Sugimoto realiza entre 1976 y 2012, muestra imágenes que, pareciendo reales, consiguen poner al espectador en la frontera entre lo animado y lo inanimado. Y es que, según dice le propio artista, no importa cuan falso es un tema ya que una vez fotografiado, parece real.
Tres años después de aquella exposición recuerdo haber visto en la galería Joan Prats de Barcelona otra exposición, esta vez sólo de Hiroshi Sugimoto, centrada exclusivamente en su serie de los Seascapes o paisajes marinos. Denotando, como en la serie de los Dioramas ,un gusto exquisito en el uso del blanco y negro y la posibilidad de realzar y socavar la ilusión de realidad o su tendencia a trabajar con objetos encontrados y situaciones dadas o el uso creativo de las posibilidades técnicas de la cámara o la convicción de que la cámara es una «máquina del tiempo» capaz de transportarnos a momentos lejanos del tiempo geológico y la historia humana, su serie de los mares es algo que se debe ver para entender lo que es la cámara para Hiroshi Sugimoto, es decir, el mejor aparato para representar el sentido del tiempo. Un tiempo que, en el conjunto de su obra, parece suspendido mientras nosotros lo contemplamos.
Iniciada en 1980 y concebida como una serie en la que, todavía hoy, el artista sigue trabajando, los Seascapes de Sugimoto son fotografías de paisajes primigenios tomadas por el artista en diversos lugares del mundo. Junto al efecto romántico y místico de imágenes extremadamente serenas que, partidas por el horizonte que separa el cielo del mar, se nos antojan tan minimalistas como las esculturas de Donald Judd o monótonas como las pinturas de On Kawara, otro aspecto sorprendente de esta serie puramente contemplativa es la objetividad documental de los títulos que identifican las obras. Algo sin duda relacionado con las raíces conceptuales del artista japonés.
Recuerdo que en aquella exposición las fotografías habían sido alineadas tomando como registro el horizonte del mar y que, si en algunas de ellas, la línea era nítida, clara y perfilada en otras no existía o a duras penas se intuía. Según manifiesta el artista cuando se le pregunta sobre esta serie, dice que lo que pretendía eran dos cosas: captar escenas reconocibles por un hombre primitivo e invitar a reflexionar acerca de lo que compartiríamos con aquella suerte de visiones primitivas. Es decir, representar un nexo de unión entre el tiempo que vivimos y el que vivieron nuestros ancestros.
Desde 1996 hasta hoy habían sido pocas las veces que había visto obras de Sugimoto. De modo que al saber que la Fundación Mapfre le dedicaba una exposición en su sede de Barcelona, me fui hasta la calle Diputación para verla con mis propios ojos. Y esto es algo de lo que vi, sentí, percibí, noté:
– Una selección de 41 obras de gran formato pertenecientes a cinco de sus series más conocidas. A saber: Seascapes (serie en proceso de paisajes marinos iniciada en 1980), Portraits (serie de fotografías de estudio de personalidades históricas modeladas en cera realizada entre 1994-1999), Theatres (serie en proceso de fotografías tomadas en cines históricos y autocines iniciada en 1976), Dioramas (serie realizada entre 1976-2012) y Lightning Fields (serie en proceso de campos de relámpagos iniciada en 2006).
– Un virtuosismo absoluto en el uso del blanco y negro hasta el punto de que uno no sabe si lo que ve es real o visiones de una gran y absoluta belleza.
– Un montaje que, de tan impecable, haría que el más mínimo error -por ejemplo: una mancha en la pared, un papel en el suelo, la risa furtiva de un visitante, el sonido de unos tacones, la llegada de un whastapp, etc.- tirara por la borda la exquisitez de la propuesta.
– Una iluminación tan elegante y distinguida como refinada, exquisita, rotunda y cálida.
– Un extraordinario y fino control del recorrido por las salas de lo que, en su día, fue la planta noble de la Casa Garriga Nogués, construída eclécticamente por Enric Sagnier entre 1899-1901.
– Un extraordinario y mesurado control de los grados de intensidad con que se invita a contemplar cada una de las obras.
– El deleite como algo ajeno al paso del tiempo, las prisas o los sobresaltos.
– La belleza campando a sus anchas entre los brazos de la serenidad y las caricias de lo placentero (¡toma cursilería!)
– El derecho a existir tanto de la exquisitez como de la perfección y la excelencia.
Frente a semejante sobredosis de azúcar, belleza infinita, contemplación conceptual o paseo de amor y gloria por tonalidades de grises como nunca se hubiera sospechado, no es extraño que uno se pregunte qué ha visto en realidad. Si una gran y extraordinaria exposición de un artista americano/japonés que, con raíces conceptuales o no, se podría considerar como uno de los grandes estetas de nuestra escena artística internacional o el límite hasta el cual puede llegar un artista obsesionado en capturar el tiempo, rechazar la tecnología digital, abogar por los métodos tradicionales, controlar hasta el micro detalle la calidad de sus copias, dar con el marco perfecto para la observación de su obra, contrariar a quien busque problematizaciones o situar al espectador en el plano de lo eterno. Aunque sea temporalmente.
Por bien que el exceso de belleza y perfección impide ver en la obra de Sugimoto cualquier tema que propicie la confusión, abogue por lo conflictivo, se vincule a un problema, genere incomodidad, se asome a algún tipo de crítica o clame por cierta reivindicación, no cabe duda de que este artista japonés es, tal como decía un amigo a la salida de esta exposición, un mago -y de los buenos- de la desaparición de los problemas en el mundo.
De forma que, aunque sólo sea para comprobarlo, vale la pena ir a ver Black Box. Y mucho. No se arrepentirán.