En Bilbao con Jeff Koons, Jean-Michel Basquiat, June Crespo, María Luisa Fernández y en Santander con Sol LeWitt

En julio, después de inaugurar la exposición Especies de espacios en el Macba, me tomé unos días de vacaciones, más que nada para descongestionar. Fueron cuatro días entre Bilbao y Santander, una semana en Albanyà -un pequeño pueblo entre el Alt Empordà y la Alta Garrotxa- tres días en Barcelona arreglando unos asuntos y cinco días en Venecia, una ciudad de ensueño. No creí que durante estos días iba a ser capaz de visitar muchas exposiciones. Pero así fue. Y aunque lo hice de forma relajada, sin prisas, parando de vez en cuando, bañándome en el mar, en el rio, entre un café y un cortado, después de comer pasta, saborear un helado, en suma, disfrutando del paso del tiempo, en total vi unas cinco exposiciones además de las que se pueden visitar en el marco de una bienal. Es decir, todas las que el cuerpo te permite.

Y esto es lo que recuerdo:

De Bilbao:

Jeff Koons y Jean-Michel Basquiat en el Guggenheim.

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Del primero podría decir que fue un momento especial por cuanto me permitió volver a disfrutar de sus tótems de aspiradoras realizados durante la década de los 80. Preservados en urnas de metacrilato sobre ristras de fluorescentes mostrando su frialdad sin la más mínima compasión, esta suerte de obras-con-electrodomésticos reutilizados sin usar suelen ser interpretados como sucedáneos -o relecturas- de algunos de los principios del minimalismo. En el marco de esta macro exposición -la más completa del reciente periplo expositivo de Koons por el mundo- formada por una selección de obras realizadas a lo largo de sus 40 años de carrera y que, de haber sido otra, probablemente hubiera sido más interesante, tanto esta serie de aspiradoras como sus primeros juguetes hinchables comprados en NYC a finales de los 70 o los balones de baloncesto suspendidos en agua en perfecto equilibrio o su estrecha relación con la publicidad y el marketing con una serie de anuncios relacionados con el baloncesto y protagonizados por jugadores o aficionados anónimos, se me aparecieron en el Guggenheim como el preámbulo de una producción cada vez más alejada tanto de mis intereses en el arte como en la obra de este artista que, según cuenta, dejó Chicago por Nueva York en 1977 guiado, entre otras cosas, por la canción Wild horses de Patty Smith.

Ya ven que las cosas a veces son más sencillas de lo que parece.

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Del segundo podría decir que lo que me permitió esta muestra -titulada Ahora es el momento– fue concluir que de todo lo que vi y que jamás hubiera podido ver de este artista tan mitificado en una sola exposición, con lo que más conecté fue con todos y cada uno de los dibujos realizados por Basquiat sobre cualquier tipo de soporte y a base de líneas tan temblorosas como certeras en sus discursos de fondo. No sé si será por esa suerte de desenfreno creativo que tuvo Basquiat desde niño o por esa especie de hiperactividad que, según se dice, «le permitía pintar al tiempo que charlaba, escuchaba música o veía la televisión con sus invitados», pero a mí, la confluencia de tantas ideas sugeridas a través de «símbolos, imágenes y textos», pero también de texturas, colores, formatos, superficies, conexiones, desconexiones, sin narrativas definidas o planteadas para «invitar al espectador a reflexionar de manera crítica sobre el mundo circundante», me dejó tan confundido que no me permitió pasar del primer peldaño de la reflexión.

Esto es algo que a veces me pasa cuando veo que se mete tanto producto en una misma cazuela.

Frente a quienes consideran que las exposiciones son frías por naturaleza, lo que pude ver en el Guggenheim fue una suerte de microclima determinado por dos propuestas tan opuestas entre sí como unidas por el impacto mediático de una obra realizada por alguien a quien se detesta y por alguien a quien se mitifica posiblemente por las mismas razones.

Confieso que me gustó mucho poder ver ambas exposiciones porque, entre otras cosas, aprendí algo.

 

June Crespo en Carreras Mújica. Por cierto: ¡menudo espacio!, impresionante.

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Consistente en una serie de extremidades fragmentadas, agrupadas y vestidas con ropajes arrancados para formar, junto a sus pilas de revistas con fragmentos de cemento y planchas de hierro, lo que para mi se me antojó como una suerte de paisaje-después-de-la-batalla donde nada es gratuito sino al servicio de una emoción contenida magistralmente tras la dureza del hormigón, la frialdad del metal, la calidez epidérmica de una tela o la distancia entre unas obras pensada para conectar o expulsar al espectador a su paso entre ellas, la exposición de June Crespo titulada Cosa y tú me situó frente a una producción quizás pensada sobre la base de un diálogo ininterrumpido. Una suerte de conversación interminable entre la fotografía y la escultura, entre la escultura y el movimiento, entre la imagen y la opacidad, entre la forma y el contenido, en suma, entre algo que no esconde lo que es sino todo lo contrario y más cuando de lo que se trata es de compartir. Entre otras cosas, espacio. Por pequeño que sea.

Siempre me ha fascinado ese apego que tenemos hacia lo que nutre nuestra cultura y el modo en que moldea nuestros modos de entender el mundo. Que una forma de entender la escultura sea algo tan propio en el País Vasco como lo pueda ser en Catalunya una cierta mirada sobre la materia, es algo tan innegable como que la obra de June Crespo no sólo bebe de un léxico común sino que nutre y amplía su complejidad con aportaciones tan personales como honestas, radicales y sinceras.

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Con la obra de June Crespo me pasa algo parecido a lo que me sucede con la obra de aquellos artistas a los que nunca acabo de entender pero que me siguen interesando y mucho. Quizás lo más interesante sea que no tenga nada que entender salvo el porqué de mi necesidad de seguir atento a sus derivas.

 

María Luisa Fernández en la Alhóndiga.

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Una magnífica exposición titulada je, je… luna, comisariada por Beatriz Herráez y consistente en una selección de dibujos, esculturas e instalaciones realizadas por Fernández entre 1979 y 1997, año en que, según la hoja de sala, empieza un largo periodo de inactividad artística en la vida de esta artista burgalesa. La exposición se inicia con obras pertenecientes a la «empresa artística» CVA (comité de vigilancia artística) creada por Fernández en 1979 junto a Juan Luis Moraza para reflexionar «en torno a los mecanismos de presentación y recepción de las obras, la institución o el sistema del arte contemporáneo». Tras esta introducción que, a modo de recuperación histórica, se desplegaba en las vitrinas de una primera sala reforzando ese aspecto de investigación archivística que tan bien resulta para la presentación de ciertos trabajos artísticos, se pasaba a las grandes salas del inmenso espacio de la Alhóndiga frente a la mirada de las imponentes series escultóricas que, de forma individual, llevó a cabo María Luisa Fernández combinando, con austeridad y maestría, aportaciones sumamente personales con lenguajes propios del «post conceptual, el minimalismo o elementos procedentes de los cruces entre los constructivismos y la tradición de la escultura en el País Vasco, lugar de formación de la artista».

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Debo decir que yo, de María Luisa Fernández, no conocía ni el nombre. De modo que a la que me vi frente a la contundencia de una obra que, sin mediar una sola palabra, me trasladaba a una época remota, primitiva y sin más habla que una forma, entendí que si el arte es lo que es quizá se debe a su capacidad de sorprender, permitir el acceso a lo primigenio desde vías insospechadas, sugerir lo que apenas tiene nombre, remitir a estados peculiares, despertar narrativas, dotar de sentido el discurso de nuestra vida. En suma, por la capacidad que tiene de señalar ahí donde más duele y sin poner ni una tirita.

 

Sol LeWitt en la Fundación Botín de Santander.

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Con un título tan claro como el que podía surgir de lo que había sobre las paredes del interior -es decir: Sol LeWitt. 17 Wall Drawings. 1970-2015– esta exposición fue, para mí, como una suerte de regalo. La ocasión de ver, por primera vez, tantos murales de este artista en un mismo espacio. Quizás su obra que más me interesa.

Formada por una selección de dieciséis murales inéditos en España más uno realizado en Madrid en 1989, la mayoría de los murales de esta exposición casi nunca fueron reproducidos de nuevo desde hace más de veinte años. Creo que son pocas las veces en que se pueda entender con tanta claridad esa máxima de LeWitt según la cual «la idea es la máquina generadora del arte».

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Si el modo en que se resuelve cada mural es ya, de por sí, una especie de delirio al servicio de un rigor tan libre y aleatorio como encerrado entre los muros de una cárcel de incomunicación, la lectura atenta de sus cartelas o la contextualización de las instrucciones escritas por el artista y comentadas posteriormente, es una suerte de viaje iniciático hacia el mundo de sus ideas.

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Entender que la idea en la obra de LeWitt, vendría a ser como la partitura del artista -o compositor- y que el mural que nosotros acabamos viendo, el concierto interpretado por unos músicos -o asistentes de artista- bajo la batuta de un director -o comisario- sería una manera de entender esta propuesta de la Botín como un concierto en toda regla revelador del quehacer de un artista para quien la idea estaba siempre por encima de la ejecución de una obra.

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Tener acceso a la información que, a través de las redes sociales, se filtra a partir de los comentarios de quienes -artistas o asistentes o músicos- siguieron las instrucciones de LeWitt para hacer posible ese magnífico grupo de murales, es otra forma de entender que el arte es algo que surge y se manifiesta cuando hay algo que decir. Sea a través de la voz de quien sea.

De regreso a Barcelona y antes de embarcar con destino a Venecia, me fui cinco días a la montaña para ver si desconectaba de verdad. Y durante estos días vi la lluvia de estrellas de San Lorenzo y me bañé en el rio hasta que el cuerpo me dijo basta.

Del recuerdo de mi viaje a Venecia hablaré en otra ocasión.

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