Ana Laura Aláez. «Todos los conciertos, todas las noches, todo vacío». CA2M, Centro de arte dos de mayo, Móstoles

 

Siempre es un riesgo hacer un viaje exprés para asistir a la inauguración de la exposición de un artista que, además, es amigo tuyo. Un artista al que, además, puede que quieras mucho. En circunstancias como esta puede suceder cualquier cosa: que la exposición te guste tanto que no sepas qué decir; que la exposición no te guste nada y que te encuentres en la misma situación; que te «interese» más o menos pero que no te levante demasiado el entusiasmo; que la exposición sea un más-de-lo-mismo pero en otro espacio y con otro comisario; que la obra que se muestra no te lleve hacia ninguna parte; que su producción más reciente te deje más bien impasible o que te arrepientas de haber viajado en modo exprés para asistir a la inauguración de la exposición de un artista que, además, es amigo tuyo. Un artista al que, además, puede que quieras mucho.

Cuando hace un par de semanas adquirí un billete de ida y vuelta a Madrid para asistir a la inauguración de la exposición de Ana Laura Aláez en el CA2M de Móstoles, no tenía demasiadas noticias acerca de la muestra que iba a ver. No suelo hacer este tipo de cosas. Me refiero a lo de viajar en modo exprés. Pero en el caso de Ana Laura, tenía razones más que sentidas. Sabía que la exposición la había comisariado Bea Espejo, que la empezaron a trabajar hacía poco más de un año y medio, que no se trataría de una muestra retrospectiva, que abarcaría un largo período de su práctica artística, que tampoco mostraría solamente obra nueva y que lo que iba a encontrar me podía gustar mucho o, por el contrario, no gustarme nada.

Sabía que no sabía lo que hay que saber para no hacer un viaje exprés. Quiero decir, un viaje de este tipo. Un viaje a ciegas.

Por eso fui.

 

Llegué a la sala de exposición una hora antes de que se inaugurara porque quería ver la exposición y no la gente que iba a verla. Y lo primero que me llamó la atención fue que, al margen de un instantáneo y, para mí, inevitable impacto emocional, nada de lo que vi, me llamó especialmente la atención. Y me sentí tremendamente reconfortado. Era como si el tiempo se hubiera detenido. Y con él, la naturaleza del alma de una artista como la había percibido hacía casi tres décadas. Tan viva y fresca como el primer día. Si, era como si el tiempo no hubiera transcurrido. Y sin embargo, estaba allí. Todo. Concentrado, en esencia, en un gran frasco. Reclamando una escucha atenta desde cada uno de sus recovecos.

La exposición, no de grandes dimensiones y planteada al margen de cualquier grandilocuencia, refleja una suerte de vaciado sentimental dividido en cuatro secciones que giran, a nivel expositivo, alrededor de la obra de la que surge el título: Todos los conciertos, todas las noches, todo vacío (2009). Una obra que, a la manera de una fuerza centrípeta, avienta la pugna que se libra entre la inflexibilidad de una estructura de metal aplastando, en el suelo y sin piedad, camisetas negras de grupos musicales. Uniendo en una misma obra la voz severa de la razón junto al desgarro de las melodías que dan sentido a ciertas noches, se entiende por qué, junto a las mismas, se muestran otras dos obras de muy diversa índole: un video documental del uso de la instalación Dance and Disco (2019) durante su funcionamiento en el Espacio 1 del Reina Sofía, en el año 2000, y Shaving, una fotografía de gran ternura mostrando a la propia artista, depilándose, poco antes de salir por la noche. Se trata de tres obras tan distintas entre sí como unidas por su adscripción al registro de la intimidad, el punto del que parte todo.

 

Es decir, el corazón que habla de los afectos, desafectos, amores y amarguras que visten la intimidad de quien, como la artista, se va desnudando, lentamente, delante de nuestros propios ojos.

Me comentó Bea Espejo durante mi visita a la exposición que las obras, todas las obras, más que cerrar nada son aperturas hacia campos inexplorados. Comprendiendo un periodo de tiempo que va desde 1992 hasta el año 2019 -si, 27 años- y agrupando no tanto sus obras más icónicas como las que representan un punto de inflexión en una carrera que, como la de cualquiera de nosotros, se construye a base de aciertos, fracasos y contradicciones, algunas de las obras que se pueden ver en esta exposición no son las originales si no rehechas para la ocasión. Se trata de un ejercicio de una enorme honestidad en la medida en que, al tiempo que revisa la ficción autobiográfica que se deriva de cada una de sus veintiuna obras, también manifiesta la voluntad de hablar de lo que, al margen del concepto de aura, significaron en su día y de anunciar, sin apenas hacer ruido, lo que pueden ser las que tienen que venir. En este sentido cabe decir que lo único que somete esta exposición a la tiranía de los tiempos es la fecha que aparece en las fichas técnicas de cada obra. Sus DNI. De no ser por ello todas las obras serían de rabiosa actualidad.

Por ello conviven, tan bien, como si el tiempo no hubiera transcurrido.

Una vez pasada la selección de obras que, bajo el título genérico de Excitación y vacío -según figura en el catálogo de la exposición, que luego abordaremos- bombean el corazón de la muestra hablando de esa «parte oscura que (siempre) hay detrás de todo entusiasmo», la exposición estalla con Objetos y extensiones abyectos, una serie de obras en las que el uso de materiales tan distintos como el látex –Cortina (1994-2015) y Pantalón preservativo (1992-2019)-, la fibra natural –El conflicto es otro (2018)-, el algodón –Bolso (1992)- el bronce –Culito (1996-2008) y Corona (1995)- o el aluminio pulido y el hierro- Trayectoria (Like Gold and Faceted 1, 2, 3 y 4), (2014)- sirven para evocar la fragilidad del ser humano en un contexto de crucial importancia tanto para la vida y obra de la artista como, en general, para aquel mundo que, en los 90, discutía de tú a tú con una muerte asociada al SIDA. Asociada a un virus con amor.

Como pompas de jabón o como notas a pie de página o como apuntes de un relato inconcluso o como ángulos del rostro de una artista que mira hacia afuera tanto como se sumerge en la profundidad del silencio, las obras de este apartado ilustran la impostura en que incurre la artista al atreverse a explorar diversas maneras de autorrepresentación en base a la actitud vital que -según dice la propia Aláez- siempre ha marcado su práctica artística. Una práctica y una vida que, enfrentándose desde siempre, a cualquier tipo de lenguaje coactivo, le conmina a hacer de su indumentaria un eficaz estandarte, una bandera frente al riesgo de terminar como una «mujer fallida».

Pero si hay una sección en Todos los conciertos, todas … que llega al alma sin mediación, es la que se titula Violencia y vulnerabilidad, una pequeña pero enorme selección de obras -sólo tres: las xilografías Lazos de sangre (2014), las esculturas Cabeza-Espiral-Agujero-Puño-Esperma-Nudo (2008) y el vídeo Butterflies (2004)- de cuya comunión emanan los fluidos que permite a la exposición respirar al ritmo de una voz suave, la voz de la artista entonando una canción. La melodía que un día, hará unos años, le dedicó a la artista quien, en el video, permanece al otro lado. Mirándole a los ojos.

Concebida a la manera de un pequeño gabinete con espacio suficiente como para que las obras se vayan contaminando, la violencia y vulnerabilidad de esta serie podría ser la que, a través de la combinación de opuestos, provoca que el cuero se rompa, la voz se interrumpa y el líquido fluya entre fondos de color. Se trata de un pasaje de gran potencia y sensibilidad que, haciendo de la penetración y la caricia la razón de su existir, remite, una vez más, al universo de una artista cuya voz es de cristal y cuya alma se viste de cuero.

El bloque que concentra el mayor número de obras y que, bajo el título de Mito, sexualidad de mujer, ideología de camuflaje, se distribuye entre una pequeña sala de paso y el imponente atrio del CA2M, reúne un par de fotografías –Fotomatón N.Y. (1 y 2) (1992)- y siete esculturas –Sade era una mujer (1993-2013), Origen (2018), Perritos (1994), Tigras y felinas (1995), Indefinido 1, 2 y 3 (2018-2019), Boceto de Mujeres sobre zapatos de plataforma (2019) y Dancefloor (2019)- en las que se pone de manifiesto los dos polos sobre los que se fundamenta, desde los inicios de su práctica como escultora, la obra de Ana Laura Aláez. Como dice la propia artista, estos dos polos son: «Uno, el modo de la presencia de la mujer en el arte. Y dos, la puesta en cuestión de los elementos plásticos que tradicionalmente han definido la escultura como un arte vinculado a nociones consideradas básicamente masculinas, como la fuerza, la dureza, la prevalencia de lo físico, un sujeto seguro de sí mismo».

 

Frente a ello, y haciendo uso del lenguaje simbólico con que la artista se rebela a la tiranía de un contexto que, como el vasco de los 90, casi le niega el derecho a existir por su condición de clase, género y lugar, Aláez se lanza al vacío y, tras tres saltos mortales con tirabuzón y doble pirueta, toca tierra de nuevo con obras tan contundentes y evocadoras como Tigras y felinas -la única obra de la exposición procedente de una colección particular- Boceto de Mujeres sobre zapatos de plataforma, Indefinido 1,2 y 3 o Dancefloor. Tres obras colgantes y una de pared pensadas para remitir a la presencia de una ausencia – o, como se dice en el catálogo, al «placer de ser vista haciéndose imperceptible»- «a la acción por la que se redirige una representación de género no resignada» y a la mutación de un suelo en pared -o de un suelo horizontal en escultura vertical- repleto de vacíos circulares remitiendo «también a una malla que parece gritar: salta y aparecerá la red».

De saltos al vacío, redes emocionales , excavaciones en el alma y fundidos en rosa, negro y blanco se nutre buena parte de una exposición cuyo broche de oro, o extensión, se halla en el catálogo que se ha editado, poco menos que una joya. Se trata de un volumen que, además del precioso texto que la comisaria dedica a la artista, incluye colaboraciones texto-estelares de plumas tan brillantes como la del filósofo Paul B. Preciado -magnífico su ensayo sobre las prótesis en la obra de Aláez- la filóloga inglesa, profesora de instituto, activista antifranquista y feminista queer María José Belbel -aproximándose al modo de pensar de la artista a través de sus textos- el artista Angel Bados -con su interesantísima lectura sobre, para, por, entre y alrededor de la escultura- y la joven pensadora Sonia Fernández-Pan -con su reflexión posgeneracional en torno a un tema que domina a la perfección desde que apareció en este mundo: la cultura de club y la música tecno. Unos ensayos, reflexiones y aproximaciones que, habiendo sido escritos a la medida del cuerpo y pensamiento de la artista, no son sino la respuesta a la intensidad de los textos con que ella prologa cada sección. Unos textos que, hablando de su propia obra, acerca de su vida, sobre su modo de entender la escultura, contra las imposiciones que se rebeló, alrededor de sus reflexiones, más allá de lo que diga la gente, con su voz de cristal o desde el interior de su corazón, escribe Ana Laura Aláez desde la punta de un trampolín.

El lugar desde el que salta al vacío.

Sin saber si aparecerá una red.

 

(PD: esta exposición está coproducida por Azkuna Zentroa)

Estándar

Un comentario en “Ana Laura Aláez. «Todos los conciertos, todas las noches, todo vacío». CA2M, Centro de arte dos de mayo, Móstoles

Deja un comentario

Este sitio utiliza Akismet para reducir el spam. Conoce cómo se procesan los datos de tus comentarios.