Ángela de la Cruz, Escombros. La Panera, Lleida

 

 

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Ángela de la Cruz es una artista gallega nacida en A Coruña en 1965 que reside en Londres desde 1987, año en que se instala allí atraída por su música y ambiente after punk.

Ángela de la Cruz, además, es una artista que en 2006 sufrió un derrame cerebral a los dos meses de quedar embarazada de su hija Angelita Lola, que tras este accidente pasó dos años en coma postrada en la cama de un hospital y que, después de una dura rehabilitación, hoy va en silla ruedas y habla y se mueve con manifiesta dificultad.

Ángela de la Cruz, además, es una artista licenciada en Filosofía y Letras por la Universidad de Santiago de Compostela, formada en el Chelsea College of Art, el Goldsmiths College, el Slade School of Art, nominada al Turner Prize en 2010 y convencida de que el humor es un signo de inteligencia y supervivencia.

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Pero Ángela de la Cruz es, también, una artista que, en la permanente exploración de un lenguaje que parte del léxico de la pintura, consigue estar presente en la totalidad de su producción trabajando unas obras cuyo tamaño podría relacionarse con su altura tanto de pie como en silla de ruedas, mostrando la cara más divertida de una obra multiforme y monocroma, evidenciando las abolladuras de una superficie como si fueran las taras del cuerpo que habita, preservando su intimidad enrollando lienzos o empaquetándolos o desafiando toda suerte de límites explotando su obra tras los bordes de marcos sobredimensionados y enormes. En suma, arrugándose, abollándose, estirándose, amputando y destrozando los límites de la bidimensionalidad pictórica con el fin de encontrar ese camino que, de tan propio, particular e incontestable, ha hecho de ella una de las artistas españolas más conocidas internacionalmente. Aunque en este país todavía cueste ver lo que hace. Según responde la propia artista a una pregunta periodística en relación a este vacío, dice Ángela de la Cruz: «España tiene más problemas que el arte».

Así, sin acritud.

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El otro día fui a Lleida con un amigo para ver exposiciones. Aunque no solo las vimos en Lleida: también las que pudimos en nuestro trayecto de ida vuelta entre Barcelona y la ciudad del Segre. Si bien nuestro destino era la exposición de Ángela de la Cruz en la Panera, antes de llegar a nuestro destino pasamos por Montserrat, donde vimos, en su museo, grandes obras de pintores catalanes, deliciosos impresionistas, uno de los Caravaggio que hay en nuestro país -«sólo hay cinco», me dijo el otro día Jaime Conde-Salazar- y la exposición de fotografías del siempre descarnado Roger Ballen. También pudimos ver la correspondencia artística entre Ximena Pérez Grobet y Jorge Yázpik en el Museu Paperer de Capellades -un lugar adonde ir a la que se pueda- y, ya en Lleida, la exposición de Chiharu Shiota en la Fundación Sorigué.

Si al ver la intervención de esta artista japonesa en el pabellón de Japón de la bienal de este año, ya me pareció que su espectacularidad distaba mucho de lo poco que (me) sugería a nivel conceptual, lo que ha hecho ex profeso para la Fundación Sorigué tiene a su favor que, quizás por las características del espacio donde se instala, esa falta conceptual -o pobreza o escasez o limitación o lo que sea pero que a mí no llega- se ve paliada por una serie de obras más variada capaz de mostrar algo más de ella al margen de esa malla en cuya maraña atrapa lo que quiere. De forma que, si en el pabellón de Japón en Venecia, la maraña de lana roja le sirvió para enredar llaves de puertas, candados o ventanas con las que se cierra o abre el acceso hacia la intimidad o la vida social, la intervención de Shiota en la Sorigué consiste en atrapar entre metros y metros de lana negra piedras procedentes de la gravera de sus propietarios reproduciendo lo que, en el imaginario, podría haber sido la explosión del big bang.

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Planteada a la manera de una gruta a la que se accede bajando unas escaleras después de pasar por una obra construida a base de ventanas con sus cristales y marcos desvencijados -¡maravillosa obra!, by the way- o de telas cosidas emulando esa trama en la que cualquiera de nosotros se podría quedar atrapado, lo más enternecedor de esta obra -cuya realización, cabe decir, fue posible gracias a la colaboración de un pequeño ejército de voluntarios- se halla allí donde todo empieza o donde todo acaba. Como sucede en los murales de Sol LeWitt. Es decir, allí donde la trama empieza a despegarse del muro para acabar ocupando el espacio como si se tratara de una escultura. O como si el volumen de la pieza escultórica partiera de uno de los cuadros que se ven en la exposición.

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Y es que a veces la pintura no es lo que parece. Y la escultura tampoco. Como cualquier cosa.

Con ese pensamiento que, a modo de premonición, se me apareció en la Sorigué poco antes de visitar La Panera, entré en las salas de este centro -capitaneado hasta hace poco por Gloria Picazo- dispuesto a ver una buena exposición de Ángela de la Cruz, es decir, el objetivo de nuestro viaje. Y debo confesar que, tras pasar el dintel de acceso al espacio, no perdí el habla ni caí al suelo de puro milagro. ¡Jamás había visto nada parecido en la Panera!. Es decir, una exposición en su espacio semivacío, sin muros, desnudo, con todas sus columnas al descubierto, una luz fría, cenital y esa sensación de escalofrío que todavía me invade cada vez que pienso en lo que aguarda al espectador al otro lado de la puerta. A saber: una más que estremecedora exposición de una gran artista a la que respeto profundamente.

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Titulada Escombros, coproducida entre La Panera y la Fundación Luis Seoane de A Coruña -donde se presentó entre febrero y mayo de 2015- y comisariada por Carolina Grau, esta muestra de Ángela de la Cruz es una especie de recorrido por la esencia de esta artista a través de una quincena de obras realizadas entre 2009 y 2014, muchas de ellas nunca vistas en España. Tomando el título de una de las obras también presente en la exposición (Debris, 2012) y que ha sido planteada sobre la base del impacto que causa en la artista la gran cantidad de basura y escombros que se acumula en los océanos, el interés de esta muestra tan manual se centra en el modo en que las piezas se ubican en el espacio favoreciendo que, tras el lento y largo tránsito entre una y la otra, se intuya una suerte de paseo por los recovecos de una persona en cuya obra se adivina el rastro de su ser. Todo el rastro.

Sin fisuras.

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Al margen de la obra que da pie a la exposición y cuya combinación de sillas y hormigón rompe la suerte de misterio sacro que planea por la sala desde el momento en que se atraviesa su puerta, el resto de obras nos sirven para entender que la forma en que se resuelve la obra de De la Cruz se bate entre el plano y el volumen sin dejar de hablar de la pintura. En cualquiera de sus versiones. De modo que, tanto a través de sus planchas de aluminio monocromas, abolladas y volumétricas como de su serie de paquetes envolviendo no-se-sabe-qué -aquí un recuerdo muy especial para los subjetos de Idroj Sanicne de los 90’s- o del ensamblaje de muebles viejos sostenidos por muebles nuevos, las obras de De la Cruz parecen haber sido destrozadas, abusadas, maltratadas y rotas para mostrar la lucha que mantiene la artista para hacer que la pintura salga del plano como el dolor y el habla lo hacen de su cuerpo.

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A veces sobran las palabras cuando se trata de hablar no sólo de amor. Porque también hay veces en que las obras te dejan sin palabras cuando de lo que se trata es querer abrazarlas.

Sin hablar de ellas.

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56ª Bienal de Venecia 2015. Segunda parte: Christodoulos Panayiotou, Mario Merz, Martyal Raysse, Ettore Spaletti y Slip of the tongue de Dahn Vo en la Punta della Dogana

 

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A Paco (1945-2004) y Xita (1937-2006)
mi pareja y mi madre.

 

Por suerte, en Venecia, además de la Bienal, hay muchas otras cosas para ver, hacer, beber, mirar, escuchar, comprar, deleitarse, quedarse mudo, seguir subiendo y bajando escaleras, preguntarse por qué cansa tanto caminar y un largo etcétera que, de tan largo, ahora mismo no viene a cuento. De modo que, una vez resuelto el tema Giardini & Arsenale de la Bienal, uno se lanza a la ciudad de los canales dispuesto a pelearse con las hordas de turistas, oler a pizza en cada rincón, meterse un café o dos para seguir haciendo, mirar un mapa hasta que pierde el color, tener cuidado de no caerse al agua… o visitar cuántas más exposiciones pueda ya que es consciente de que lo de salir de casa, cada vez está más difícil. Debo confesar que, de tantas exposiciones que vi, casi me olvido hasta de comer. En cinco días.

Puesto que estaba en modo Bienal, empecé visitando algunos de estos pabellones cuya nación, al no tener espacio permanente en los Giardini, se ve impelida a alquilar espacios -o sea: palacios, palacetes, estancias palaciegas, lugares singulares, hotelitos, naves industriales, salas desvencijadas, talleres, etc- para mostrar lo que les place de su país ya que saben que, durante unos meses, Venecia se convertirá en el epicentro del arte contemporáneo mundial. Y ya se sabe que, en ciertos lugares, si no se está, difícilmente se existe. Lo malo es que, puestos a existir, a casi nadie le importe el precio a pagar. De ahí que la calidad de las propuestas artístico-contemporáneas que se pueden ver en Venecia durante la bienal, sea tan irregular como el servicio de cercanías de Adif, otrora conocida como la Renfe.

Si entre los pabellones-satélite que casi nunca suelen ser interesantes y los que no se encuentran ni-que-te-maten, los que uno acaba visitando siempre son menos de los que desearía, lo cierto es que, de vez en cuando, aparece una sorpresa. Y una de esas sorpresas fue, para mí, la que me llegó desde el pabellón de Chipre. Aunque no fuera como para tirar cohetes.

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Representado en exclusiva por el artista Christodoulos Panayiotou (Limassol, Chipre, 1978), la suya era una propuesta que, sobre la base de la arquitectura del Palazzo Malipiero, cuestionaba la memoria, la memorialización y la fragmentación histórica en una especie de propuesta abierta destinada a preguntarse acerca de nuestra permanente relación con lo fluctuante que es la acción de escribir la historia. Y esto, que parece tan incomprensible, venía a explicarse de maravilla a través de mosaicos que parecían históricos camuflados por el suelo del edificio, intrigantes cuadros de superficies doradas emulando espejos absorbentes, una fuente, varias obras más y siete pares de zapatos cosidos a mano y realizados con la piel de los bolsos de los manteros de Venecia. Una suerte de jeroglífico visual capaz de cuestionar el ready-made en las prácticas artísticas contemporáneas, nuestra relación con los objetos o la consideración de la arqueología como el instrumento que ha forjado la base de la narración de nuestra historia occidental. Y por si esto fuera poco, estaba bien resuelto desde el punto de vista formal, espacial y evocador.

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Aunque me hubiera encantado ir al pabellón de Armenia -León de oro al mejor pabellón nacional- comisariado por Adelina von Fürstenberg en la isla de San Lazzaro degli Armeni, no conseguí llegar ni al vaporetto que me hubiera depositado en este lugar. Se trata de una isla-monasterio flotando sobre la laguna y donde en 1993, trabajando para Adelina en la exposición Trésors de voyages, tuve la suerte de conocer a Mathew Barney sin perder la compostura. Aunque sí la voz. Deben tener en cuenta que la primera vez que lo había visto, había sido en el Fridericianum de Kassel durante la Documenta 9 escalando en pelotas el hueco de la escalera con ayuda de unos arneses. Nada más. O sea: ¡un es-cán-da-lo!

A la que uno se harta de dar vueltas por las calles, pasar cien veces por el mismo sitio, no hallar lo que busca, ver más bodrios de los que querría, encontrar cerrados los pabellones de ciudad o constatar que el tiempo pasa y cada vez quedan menos días para seguir nutriéndose de arte, llega el momento de dirigir los pasos hacia espacios entendidos como valores seguros. Me estoy refiriendo a esos espacios de exposición que, como el Palazzo Grassi, el museo Correr, el Palacio Fortuny, el Palazzo Cini, le Gallerie dell’Accademia, la Fondazione Bevilacqua La Massa, la Punta della Dogana, etc… es difícil que, durante la Bienal, no tiren la casa por la ventana con exposiciones de ese tipo al que a uno le quitan el hipo. O casi. Y eso es lo que hice. Aunque no visitara todos estos espacios.

Ya que estaba cerca del hotel donde me alojaba, inicié mi ruta alternativa visitando la Città Irreale de Mario Merz (Milano, Italia, 1925 – Torino, 2003) en la Gallerie dell’accademia, es decir, allí donde se entra cada vez que se pasa por delante con el carnet de prensa en la mano. La exposición de una de las almas del Arte Povera italiano consistía en una poética reflexión en torno a uno de los temas más recurrentes a lo largo y ancho de la producción de Merz, es decir, el espacio. Tanto en su aspecto metafísico y surreal como en su capacidad de equilibrar la naturaleza y la cultura, la tradición y la innovación, lo natural y lo artificial. Concebido a la manera de un itinerario que, partiendo de los objetos y materiales cotidianos ensamblados con neón, concluía con la idea de hábitat implícita en sus iglús y su extensión en la dimensión del espacio colectivo, la exposición, además, exploraba la relación del espacio con la arquitectura y la ciudad en una perspectiva cosmológica y natural, biológica y generativa.

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Realizadas entre 1966 y 1992, algunas de las catorce obras de la exposición se podría decir que mantenían una estrecha relación con obras de maestros de la pintura veneciana -como Tiziano, Giorgione o Tintoretto- representados en las salas de la Accademia en una suerte de diálogo ideal, formal y/o teórico hilvanado sobre la base de la concepción de la naturaleza, la luz, el movimiento, el espacio arquitectónico o los lugares del hombre. Si el conjunto de la exposición era una especie de delirio donde el sentimiento de soledad se veía reforzado por la práctica ausencia de público en sus salas, una de las obras que me resultó más estremecedora fue 74 gradini riappaiono in una crescita di geometria concentrica de 1992, una secuencia de iglús formada por bloques de piedra y barras de hierro, ubicada en el patio exterior dell’Accademia invitando a penetrar en el interior de unos espacios abiertos a los cuatro vientos, a la luna, al sol, a la lluvia, a la naturaleza. Un sueño.

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Tras esta dosis de espiritualidad material al servicio de una obra relacionada con la parte más instintiva y visceral del ser, equilibré mi sensación con una visita a la exposición de Martial Raysse, genio del pop francés y artista del que el Palazzo Grassi / François Pinault Foundation mostraba la exposición 2015-1958 / 1958-2015: prendre l’histoire à rebours. Pese a lo rebuscado de un título que lo único que viene a decir es que la obra de esta exposición revela el interés del artista por ir adelante y hacia atrás en lo que acabaría siendo la singularidad de su lenguaje, esta exposición de Raysse fue, para mí, la ocasión de ver una fantástica exposición en su sentido más ortodoxo, clásico y amplio así como de comprender que las coordenadas que fundamentan la base de la obra de un buen artista aparecen y reaparecen a lo largo de su trayectoria. Y que es justamente por esa razón -en su caso por el uso del color, la práctica de la escultura, el sentido del humor, su sentido poético, la dimensión crítica de la sociedad de consumo, la construcción de los grandes mitos, etc.- por lo que la carrera de un artista se consensua en calificar de coherente, tenaz, honesta e incontestable. Así de claro.

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Con una tendencia a la creación de retratos básicamente de gente de su entorno más inmediato, la obra de Martial Raysse se nutre principalmente de la pintura clásica, sobre todo del Renacimiento. Y junto a alguno de los aspectos mencionados con anterioridad, es justamente a través de este filtro con el que sale a relucir la voluntad de Raysse en dar a conocer la belleza de un mundo con el que hay que involucrarse en beneficio propio, de los demás y, por ende, de la comunidad. Lo vuelvo a repetir: una gran exposición.

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Otra de esas rarezas que no se pueden ver muy a menudo es la que me aguardaba en el Palazzo Cini. No sólo por el palacio y los tesoritos que alberga -incluida su escalera de caracol borrominiana- sino también y sobre todo por la exposición de Ettore Spaletti (Cappelle sul Tavo, Italia, 1940) con obras realizadas entre 1974 y 2015.

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Considerado, quizás, como uno de los artistas más sofisticados, refinados y estetas de la Italia de la segunda mitad del s.XX y, en consecuencia, de los que pueden dar un poco de grima porque el universo donde viven no sólo no acabas de comprender sino que tampoco sabes si quieres saber más, Spaletti no fue nunca un santo de mi devoción. Sin embargo, su muestra veneciana me permitió observar en la distancia que, lo que no conseguí ni vislumbrar durante mi proximidad circunstancial a lo largo de los años noventa, no era más que la osadía de un desconocimiento -el mío- frente a la obra de otra de las almas del arte povera y del minimalismo italiano centrado en la exploración del poder espiritual de los materiales. Caracterizado por la práctica de una obra geométrica y monocroma a partir de la técnica del impasto sobre superficies tan variadas como la madera, la tela o el mármol, la obra de Spaletti explora a través de estructuras clásicas las cualidades formales de la pintura y la luminosidad y sublimación de la pintura tridimensional. Lo dicho, una obra de una tal sofisticación formal, conceptual y refinada que no siempre se está preparado para apreciar en su plenitud. Aunque yo lo gozara hasta decir basta.

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Si después de la Bienal & co y esta inmersión por los recovecos de la historia del arte contemporáneo italiano o uno de los clásicos de la misma historia pero en Francia, creí que lo único que podía esperar de Venecia era una buena dosis de fegatto a la veneziana con polenta. Pero estaba muy equivocado. Y eso lo entendí cuando como-quien-no-quiere-la-cosa me di de bruces con la Punta della Dogana, según se viene por detrás, es decir, por el canal de la Giudecca.

Perteneciente como el Palazzo Grassi a François Pinault, otro de los grandes magnates del lujo mundial, la Punta della Dogana es un impresionante espacio de exposición donde se hacen exposiciones impresionantes con obras impresionantes de una colección impresionante. Lo cual no quiere decir que sea buena, la mejor o la más. Simplemente otra. Pues bien, en este lugar tan impresionante creo que vi lo que, además del pabellón de Austria en los Giardini, me llevó a comprender que no había tirado el dinero decidiendo pasar cinco días en Venecia viendo arte y nutriéndome el cerebro. Y es que Slip of the tongue, la exposición que albergaba y que estaba comisariada por Dahn Vo (Bà Ria, Vietnam, 1975), creo que ha sido una de las mejores exposiciones que he visto en mucho tiempo.

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Pese a que este año, a Dahn Vo, te lo encontrabas hasta en la sopa, lo cierto es que es un artista que dice algo. Al menos a mí. Y lo que me dice es, probablemente, lo mismo que a muchos aunque no a todos interese. A saber: que la historia no es una sola sino tantas como modos de contarla, que para hablar hay que saber qué decir y para qué, que las analogías pueden ser algo más que meras coincidencias, chistes, ocurrencias o fruslerías, que todos los diálogos son probables siempre y cuando se hagan cómo y dónde debe ser, que la iconoclasia también es sana, que si las identidades son múltiples las obras se pueden hacer a partir de trozos o pedazos, que la obra habla del artista tanto como de ti, de mi o de quien esté frente a ella…. Que las exposiciones, a veces, también pueden ser obras de arte. Y que esta exposición, comisariada por Dahn Vo en la Punta della Dogana, es, para mí, una obra maestra.

Formada por cerca de 180 obras ordenadas en base a unos diálogos a los que el público podía intervenir intentando comprender el idioma que hablaban y pese a que, sólo a nivel fonético, ya funcionaban de maravilla, la exposición titulada Slip of the tongue como una de las obras de Nairy Baghramian de la exposición, se me antojaba como un paseo hacia la interioridad de un personaje/artista de la mano de obras de amigos suyos, obras referenciales, obras escogidas para encontrarse entre ellas, obras de artistas que le obsesionan, obras de maestros del pasado o piezas curiosas de la colección del artista. Si con todos estos ingredientes una opción hubiera sido triturarlo todo en la thermomix hasta obtener una crema de calidad excelsa, lo que hizo Dahn Vo fue racionar y racionalizar su uso, hacer con ellos distintos grupos por afinidad y preparar un banquete de infinitas sensaciones de modo que fuera el espectador quien escogiera los platos que se ajustaran a su dieta. Debo confesar que lo que acabo de decir, si fuera cierto en lugar de metáfora, del empacho que hubiera cogido hubiera terminado mi estancia en Venecia en el ospedale de San Camilo.

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Entrar en las impresionantes salas de la Punta della Dogana y ver colgada en la pared de la derecha una de esas piezas raras de David Hammons junto a uno de los preciosos Drapped male nude de Peter Hujar, fue la mejor invitación a iniciar un recorrido de brillantes asociaciones que, de tan inesperadas, extrañas, evocadoras, inteligentes, finas y sofisticadas permitía perdonar tanto la sobredosis de obras artistas de interés más que dudoso -por ejemplo Nairy Baghramian- como apreciar en su plenitud la obra de artistas que, como Charles Ray, Sturtevant, Alina Szapocznikow, Sadamasa Motonaga, etc. o no conocía o no me interesaban demasiado. Aunque fuera a partir de las obras que los diálogos de Dahn Vo adquirían el sentido que me quitaron, lo cierto es que, al margen de la especificidad de todas ellas, las obras que estaban allí retrataban las entrañas de un artista que, como Dahn Vo, nació en Vietnam, se crió en Dinamarca, vive entre Berlín y México y su vida transcurre dando vueltas por el mundo dejando, allí donde va, el rastro de una mente ducha y privilegiada a la hora de seleccionar aquello de lo que se nutre y comparte. Y es que si una cosa es ensamblar más o menos con pericia, sabiduría, delicadeza, cierta gracia o inteligencia una, dos o tres obras de arte, otra muy distinta es decidir el material del que te vas a valer para llegar a explicar la complejidad de unas palabras.

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Si la fórmula de los diálogos saltaba a los sentidos a la que uno se enfrentaba a la conversación entre Hujar y Hammons, a la calidad de esta conversación se podía acceder a través del conocimiento de cada uno o la lectura de la guía/catálogo que te daban al entrar. Un documento que guardo como oro en paño por lo agradecido que le estoy. Tanto por guiarme a través de las salas como por la lectura de las razones por las que Vo seleccionó las obras. Pocas veces había usado tanto los papeles que te dan a la entrada de una sala. Pero es que en esta ocasión me permitió descubrir verdaderas maravillas.

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Aunque ahora no voy a explicar todas las asociaciones a las que asistí, sí que lo voy a hacer de una de ellas: la que unió a Roni Horn con Félix González-Torres. Todavía lloro.

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Conocidos son los retratos de Félix González-Torres que, de acuerdo a sus indicaciones, pueden ser distintos en función del lugar donde se muestran como del contexto o lo que dicen en sí mismos. Se trata de retratos configurados a partir de palabras y fechas relacionados con la persona «retratada». Pero esas palabras y fechas, por bien que parten de un modelo -el original, el primero, la primera lista hecha por Félix González-Torres- puede ir variando en función de lo que considere el retratado. Es decir: que el retratado es libre de añadir o eliminar las fechas o palabras que quiera. De modo que lo que se podría haber entendido como un retrato anclado en un tiempo, se convierte en el retrato viviente de su propietario. Eso si: mientras vive.

Roni Horn realizó tres Gold fields entre 1980 y 1994. Se trata de una joya de papel arrugado de 122 x 152 cm de oro puro en un 99,999% y 13 kg de peso. Se puede colocar directamente en el suelo sin necesidad de peana. O sea, a pelo, descarnada, sola, silenciosa, desnuda. Como un retrato. Roni Horn conoció el oro en la tienda de empeños de su padre a través de joyas, monedas y la desgracia de la gente que las tuvo que dejar allí. Y esa dignidad perdida es la que llevaría a Roni Horn a querer devolver su esencia al oro asociándolo al sol y dándole, si cabe, todavía más luz.

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En 1990, Félix González-Torres -amigo de Roni Horn- y su pareja Ross Laycock -al borde de la muerte a causa del sida- vieron esta obra expuesta en el Moca de Los Angeles. Y fue tal la impresión que le causó a González-Torres que escribió un texto magnífico poco antes del fallecimiento de Ross. Tras la muerte de Ross, Félix González-Torres y Roni Horn se conocieron y entre ambos creció una profunda amistad. Félix le contó a Roni la impresión que les había causado Gold Field y que, debida a la asociación de esta pieza dorada con su amado amante, concibió la pila de caramelos dorados que realizó en 1993 –«Untitled» (Placebo-Landscape- For Roni)- y que cada vez que la veo se me cae el alma al suelo.

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Por si fueran pocas las asociaciones, resulta que el retrato de Félix González-Torres impreso sobre las vigas que coronan la sala en cuyo suelo se halla Gold Field de Roni Horn, es el que el artista concibió para Julie Ault, amiga común de Roni y Félix y, a la sazón, también presente en la exposición. De forma que lo que se halla entre el suelo y el techo de una sala prácticamente vacía es la emoción de una desaparición de cuyo rastro nos queda constancia a través de la evocación de una amistad, el amor y el sentimiento.

Yo, de todo esto, no tenía ni idea. Y sin saberlo, me emocioné al ver las obras. Noté que había algo, sentí que algo pasaba. De modo que ya se pueden imaginar ustedes que, en cuanto supe lo que sucedía a través del catálogo/guía del que antes he hablado, lo que pensaba y pienso de esta asociación y la exposición en general es que es como una especie de muñeca rusa a la que siempre se puede acudir para entender que el arte no es sólo lo que se ve sino también lo que se deja decir. Y lo que se deja decir es lo que queremos que diga siempre que lo abracemos con la mente abierta, dispuesta a absorber los imprevistos, entender como propio lo que despierta en nosotros. A amar la vida. Aunque sea a través de la muerte.

A mí me pasó.

Y desde la muerte de dos seres a los que amé con locura, amo mucho más la vida.

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56ª Bienal de Venecia 2015. Primera parte: Arsenale & I Giardini.

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Llegué a Venecia con muchas ganas de volver a comer en el Bea Vita, una Osteria cerca de ferrovia, en el Guetto o barrio judío. Se trata de un restaurante muy popular, ubicado al borde del canal de la Misericordia, en el barrio del Cannaregio. Un enclave de Venecia más irreal que la propia ciudad. Allí donde no hay casa nada, tampoco casi nadie. Allí donde lo que hay, es una maravilla.

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A nadie le extrañará, pues, que lo primero que hiciera tras depositar mi equipaje en la habitación del hotel donde me alojaría por cinco noches, fuera dirigirme al Bea Vita para saciar mi ansiedad. Y debo confesar que aunque pinché -era tarde y no escogí lo que hubiera querido porque a aquellas horas ya se había terminado- me dije que regresaría a aquel lugar antes de abandonar esta ciudad de ensueño imperecedero. O sea, Venecia, conocida también como la ciudad de los canales.

Pero no fui a Venecia para comer en este restaurante sino por la misma razón por la que suelo ir cada dos años: la Bienal. Un acontecimiento artístico tan anclado en el pasado que se puede permitir el lujo de ver pasar sobre su coronilla cualquier intento por desbancar lo que caracteriza a este tipo de citas artísticas internacionales. A saber: que más que cambiar nada que no se sepa o no se pueda averiguar, siguen con su tarea de certificar defunciones, sacar a la luz nombres desconocidos, efímeros, blufs o genios, dejarte impasible, obviar lo interesante, noquearte a la que te despistas, maravillarte, emocionarte o, como mínimo, concentrar en pocos días y muchas horas lo que yo, por ejemplo, jamás podré ver a menos que venga un mecenas y me comisaríe mi vida profesional. Algo que, a estas alturas, creo que es improbable que me pueda pasar.

Segundo intento:

Llegué a Venecia con la información suficiente como para no esperar casi nada de la Bienal. Casi siempre sucede lo mismo con la información que circula tras la apertura de sus puertas: parabienes, glosas, entusiasmos y máximos elogios por parte de las amistades -en su sentido más amplio- de los comisarios de los pabellones nacionales o de los compatriotas o de los colegas o de alguien de quien nunca has oído hablar pero que resulta que es tan importante e influyente que-no-se-entiende-como-es-posible-que-todavía-no-le-conozcas; mensajes destructores por parte de los resentidos, olvidados, los-que-deberían-haber-estado-en-lugar-de y que ahora se comen los muñones frente a lo que jamás hubieran hecho; indiferencia por parte de quienes no conocen a nadie pero que han ido a la Bienal porque han oído hablar de ella y creen que algo bueno debe tener; sentimientos encontrados en torno a la propuesta del Pabellón Italia, núcleo duro de la Bienal, hilvanado por el comisario general y que a veces salva el rostro del evento con la propuesta del Arsenale (o ni por esas); análisis de fondo para poner las cosas en su sitio pero, como todavía no has estado, te cuesta imaginar a qué se refieren; comentarios de todo tipo acerca de los efectos colaterales, exposiciones by-the-way o ese conocido vamos a aprovechar que va a venir mucha gente para montar nuestro chiringuito y a ver qué pasa; opiniones serias de gente muy experta que, de tan seria y experta, a veces no acabas de comprender; impresiones admirables desde el punto de vista artístico y profesional; lecturas sorprendentes a partir de las propuestas de cada pabellón nacional, su relación entre ellos, los puntos que tienen en común, allí donde la aciertan, allí dónde la pringan; esas comparaciones siempre odiosas; aquello en lo que casi todo el mundo está de acuerdo y que ¡pobre de ti! que te atrevas a cuestionar -o sea: un artista/revelación, un pabellón impecable, una exposición sorprendente o algo para poder llevarse a casa y seguir recordando aquel momento especial en que vimos algo con nuestros ojos- etc…

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En suma: una tal cantidad de palabras que, de ser gotas, hubieran inundado Venecia mucho antes de lo previsto.

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Tercer intento:

Llegué a Venecia sin haber retenido muchas palabras de lo que había leído sobre la Bienal. De modo que empecé a visitarla por la zona donde había menos cola. En mi caso, por el Arsenale.

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No recuerdo haber visto nunca una propuesta tan poco interesante en este recinto formado por la Corderie, la Artiglierie el Isolotto, el Gaggiandre, el Tese y el Giardino delle Vergini (¡qué nombre tan bonito!). Lo cual no quiere decir que no hubiera nada. Había mucho. Y ya se sabe: donde hay mucho, siempre se acaba pillando algo. Obviando el lugar donde se hallaba o la relación con las obras que la rodeaban, alguna de las obras que me interesaron, sorprendieron o me llevaron a invertir algo más de tiempo fueron las de Taryn Simon -con Paperwork and the Will of Capital: An Account of Flora As Witness, 2015. Pese al modo en que la artista estruja la idea me interesó su aproximación a la firma de tratados trascendentales desde el ojo de las plantas de los centros florales que decoran las mesas donde se realizan- Chantal Ackerman -con Now, 2015, una video instalación concebida para evocar el estado de emergencia que amenaza la vida a través de imágenes de regiones desérticas de Oriente Medio- la galería de retratos surgida de la combinación entre las propuestas de Kutlug Ataman y Chris Marker, el modo de mostrar desde el Pabellón de Chile la producción de Lotty Rosenfeld -una especie de robot aéreo tan fascinante como el contraste entre su precisión y la desnudez de las imágenes- la recreación de Étant donnés de Marcel Duchamp de la mano de Vanessa Beecroft y su interpretación de la escultura clásica, la estremecedora instalación sonora del Instituto Italo-Latino Americano, comisariada por Alfons Hug, dando voz a la población indígena de América Latina, la extrema delicadeza de la propuesta de Sarah Zhe en el último jardín del Giardino delle Vergini, la imponente instalación de sacos de Ibrahim Mahama en el pasillo de salida del Arsenale o the sympthome score de Dora García a partir de la partitura dibujada del seminario XXIII de Lacan interpretada ininterrumpidamente durante siete meses por un grupo de performers en lo que podría ser esa suerte de sesiones en torno a un único tema, objetivo o concepto y que siempre implica la participación activa de un grupo de gente o miembros de una curiosa comunidad.

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En cuanto al Pabellón Italia o Pabellón Central, es decir, allí donde se despliega en estado puro la tesis del director de la Bienal, en esta edición el crítico de arte nigeriano Okwui Enwezor, también diría que me aburrió y bastante. A excepción de la rarísima combinación entre las obras de Iza Genzken y Walker Evans, la reconstrucción del Dead Tree (1969) de Robert Smithson (quizás por una asociación inmediata con una de las mejores propuestas de Black Tulip en Barcelona con esa quema de un árbol en la chimenea de Halfhouse) junto a las obras neo aborígenes de Daniel Boyd, la tela azul flotante o Blue Sail (1964-65) de Hans Haacke con su tela de chiffon, ventilador oscilante, plomadas e hilo o la siempre escalofriante Marlene Dumas, lo cierto es que poca cosa se me imprimió en el cerebro.

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Si mis intereses artísticos se pudieran medir por el modo en qué se imprimen en mi memoria, verán ustedes que lo que retuve no es especialmente gran cosa.

A la salida del Pabellón Italia, visité los pabellones nacionales que se encuentran en los Giardini. Y me detuve en el Pabellón de Uruguay, con la peculiar Miopía Global de Marco Maggi en lápiz y papel; en el pabellón de los Países nórdicos con la propuesta sonora de Camille Norment; en el Pabellón de Dinamarca con la extraña obra de Danh Vo desplegándose a sus anchas por unas salas pintadas de color sangre y con la propuesta que, sin duda, me pareció la más interesante: el Pabellón de Austria de la mano de Heimo Zobernig.

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Ya sé que no soy nada original.

Para mi tendencia a derretirme frente a las obras que no se ven o en las que se tiene que imaginar casi todo partiendo de lo que dice quien la ha concebido, el pabellón construido por Zobernig para hablar, entre otras cosas, de la confluencia de dos momentos tan separados en el tiempo como unidos en el instante en que el espectador atraviesa su puerta y se sumerge en uno de esos vacíos que es mejor dejar como están que rellenar a base de insensateces, fue uno de esos momentos en los que uno se alegra de haberse gastado el dinero para ir a una ciudad y pernoctar en ella durante cinco días. Inutilizado para describir mi sensación al atravesar el dintel de una construcción que me situó en el interior de un espacio donde lo único que había era aire, luz natural, un suelo gris y un techo negro desprendiéndose de no-se-sabe-dónde y de modo amenazador, lo único que acierto a decir es que ejercicios de tan sofisticada depuración sólo están al alcance de pocos artistas y menos bolsillos. Me habían contado que la fortuna que había costado la intervención de Zobernig no justificaba para nada lo que se había hecho con él. Sin embargo yo, lejos de estar de acuerdo con esta máxima tan zafia, diría que si para hablar desde el arte a veces no hacen falta ni la mitad de las palabras, bienvenidos sean los mecenas que financian cosas así. Sin levantar la voz, lo que me dijo la obra de Zobernig es que estamos donde realmente queremos y que si a veces necesitamos dotar de sentido nuestra existencia no hay más que buscarla. Moviéndose. Dispuestos a no encontrar sino lo que sería otra necesidad. Y preparados para regresar si en este camino no hallamos lo que buscamos.

Ya me perdonarán ustedes semejante elegía a la vacuidad. Pero es que hablar demasiado siempre ha sido fácil para mí. O no.

Yo, con esto, ya tenía bastante. Pero antes de salir de I Giardini y comerme el bocadillo que llevaba en mi bolsa, visité a Sarah Lucas en el Pabellón amarillo de Inglaterra, los árboles móviles del pabellón de Francia concebidos por Céleste Boursier-Mougenot, el pabellón de Bélgica, el precioso pabellón de Finlandia que cada vez me gusta más pese a lo espantoso que es casi todo lo que presentan, el de Rumanía cerca del de Egipto del que todavía me acuerdo en su edición anterior, el Pabellón de Rusia, el de Israel…. todos, toditos, todos.

Y debo decir que lo único que me interesó es lo que he comentado en los párrafos anteriores.

(continuará…)

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