An Immaterial Retrospective of the Venice Biennale. Pabellón de Rumanía. Venecia

 

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Para dar por terminado mi periplo veneciano, algunas palabras sobre el Pabellón que más me interesó: el de Rumanía.

No es que lo hubiera dado todo por perdido, pero cuando llegué a la zona en la que se levanta este Pabellón, si bien ya me habían llamado la atención algunas propuestas de otros pabellones -Austria con el corto animado de Mathias Poledna, España con una bien resuelta intervención de Lara Almarcegui, Francia ocupando el Pabellón Alemán -¿para qué?- con una pieza espectacular, epatante y efectista de Anri Sala, el Pabellón Central de los Giardini con una selección de artistas y obras sin grandes sorpresas porque lo de calidad era indiscutible y lo malo, muy malo, Dinamarca con Jesper Just y una impresionante proyección de cinco canales rodada en la réplica de París levantada en un suburbio de Hangzhou, China, Líbano con la propuesta de Akram Zaatari sobre el rumor acerca de un piloto de la fuerza aérea israelí que se negó a bombardear una escuela en el sur del Líbano, por haber sido estudiante allí o Georgia con la magnífica «Kamikaze Loggia» de Gio Sumbadze inspirada en la arquitectura informal en Tbilisi, etc…- no había visto nada que me hubiera permitido salir de la improductiva impresión que tenía. A saber, que pasear por los Giardini y el Arsenale al ritmo que lo estaba haciendo -es decir, pabellón tras pabellón tras pabellón y una obra tras obra tras obra tras obra…, lo que se hace habitualmente- era como estar viendo en versión 3-D una satinada selección de revistas internacionales especializadas en arte contemporáneo sin plantearme ni tan siquiera si me importaba o me daba igual, si me gustaba o no, si entendía algo o esperaba hacerlo. Es más: como no tenía otra opción, era eso lo que me tocaba hacer. Y yo cumplía con mi plan previsto.

Hasta que llegué al Pabellón de Rumanía aconsejado desde Barcelona por una amiga que, sin decirme porqué, me dijo que no me lo tenía que perder. “De ninguna manera”, me dijo.

Al entrar en el Pabellón de este país, en lugar de ver alguna obra colgada en las paredes o esculturas distribuidas por el espacio o un interior modificado a base de cortinas y/o muros o de tener que adivinar a oscuras alguna instalación de video, lo que vi fue un pequeño grupo de gente arremolinada alrededor de otro grupo que, mirando aparentemente sin entender nada, observaban atónitos lo que estaba sucediendo. Reconozco que, frente a esta primera impresión, me lo tuve que pensar dos veces para no salir de aquel lugar dando por visto lo que ignoraba que era. Pero entonces sucedió lo que me impidió salir de allí: el desarremolinamiento de uno de los grupos y la reubicación de sus miembros en algún punto del espacio, moviéndose de manera desenfadada aunque respondiendo, en realidad, a una suerte de coreografía secreta. Algo que supe bastante después. Porque en aquel momento no lo acababa de entender. Y fue entonces cuando uno de los miembros y desde el rincón en el que se había reubicado, hierático, de pie, serio, sin mirar a nadie y hablando como si fuera un autómata, empezó a describir en voz alta y en un inglés con fuerte acento extranjero, lo que parecía que sucedió o se había visto en algún momento de la historia de la Bienal de Venecia. Recuerdo que en el momento en que llegué lo que se estaba describiendo era una instalación de Gino de Dominicis realizada por este artista italiano para la 38 edición de la Bienal de Venecia en 1978. Y lo que sucedió a continuación es que, al terminar su descripción, el narrador junto a los otros miembros del grupo de dispuso a recrear con la sola ayuda de sus cuerpos lo que acabábamos de escuchar. Es decir, lo que acababa de describir.

Seducido por la simplicidad de aquella propuesta, el ritmo pausado de una acción dignísima y más que aceptable, el honesto y atractivo visual de un planteamiento revisionista con una crítica reposada sobre la selección de los sets que se iban recreando, la variedad de obras, momentos y situaciones sobre las que se inspiraban las coreografías, la perfecta sincronía de los cuerpos durante la ejecución de la figura que representaban, la manera de llenar el vacío, el eco y la luz de aquel espacio desnudo desde cualquiera de sus esquinas, los saltos en la historia para evitar la tentación de leerlo todo bajo el prisma de una visión cronológica de este acontecimiento bianual, etc… Muchas y muy variadas fueron las razones que me impedían salir aquel lugar. De modo que el tiempo que pasé, soy incapaz de recordarlo.

Con la noción del tiempo absolutamente distorsionada y el deseo de permanecer contemplando las evoluciones de aquel grupo de bailarines, entregados sin sosiego y durante todos los días y horas en que la bienal permanece abierta al público, conseguí salir del Pabellón de Rumanía dirigiéndome a su recepción en busca de algo que me contara lo que había visto. Y lo único que encontré fue un catálogo manoseado –por cierto: imposible de encontrar por estar agotado desde hace mucho tiempo- en el que se explicaba la razón de aquel proyecto tan sugerente. A saber: la historia de la Bienal de Venecia desde 1895 hasta nuestros días no tanto desde el punto de vista de los premios, galardones, figuras, figurones y demás aspectos del glamour artístico internacional sino desde la coexistencia de esta realidad tan característica de un acontecimiento como esta bienal con otra tan real como marginal aunque habitada por artistas anónimos, no occidentales, mujeres artistas, artistas olvidados, bronces, óleos sobre tela, aluminio, humo, esculturas majestuosas, detalles de obras, pantallas de video, estatuas insustanciales, propuestas de arte conceptual, dibujos, instalaciones, performances, situaciones o actos políticos de distinta índole, etc… Así de simple, ecléctico y variado. Y todo ello con el material procedente de unos cuerpos perfectamente entrenados, cuidadísimas expresiones faciales, rotaciones de músculos casi imposibles y con la sensación de estar siempre dispuestos a ser contemplados como, si en el fondo, se tratara de “objetos artísticos” en constante exposición. Exactamente lo que eran. Aunque estuvieran en movimiento.

An Immaterial Retrospective of the Venice Biennale, título del proyecto de Alexandra Pirici y Manuel Pelmus, propuesto para el Pabellón de Rumanía por Raluca Voinea, su comisaria, es sin lugar a dudas –como mínimo, para mi- de ese tipo de propuestas al que a uno le ayudan a comprender que, por difícil que sea encontrar, siempre existe una razón para seguir indagando el arte en busca de algo que nos ayude a alimentar el pensamiento, activar nuestras neuronas, distorsionar la implacable linealidad de nuestro tiempo, pasar un buen rato, olvidarnos de los prejuicios, aprender a pensar, atrevernos a reír, etc… En suma, a seguir entendiendo la vida.

A ser posible, desde la más absoluta simplicidad. Por compleja que sea. Como el caso que nos ha ocupado.

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Tàpies. Lo Sguardo dell’artista. Palazzo Fortuny. Venecia

 

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Sin haber visto la que se inauguró en el Museo Guggenheim de Bilbao pero con una buena dosis de Tàpies a mis espaldas tras la exposición que organizó Valentín Roma en la Fundación que lleva su nombre -el del artista, se entiende- y la bicéfala -MNAC y Fundació Tàpies- que Vicente Todolí ha «regalado» a la ciudad de Barcelona para-que-quien-lo-necesite-pueda-aprender-a-hacer-exposiciones-como-quien-no-quiere-la-cosa, no puedo más que decir que, después de haber visto la que se acopla a los extraordinarios espacios del Palacio Fortuny de Venecia, lo que responde al título Tàpies. Lo Sguardo dell’artista, más que una exposición, es de ese tipo de experiencias que si hay quien no dudaría en calificar inmediatamente de edulcorada, cursi, decorativa, pastelazo y demás adjetivos de este calibre, también hay quien, como yo, sin ser en absoluto adicto a este tipo de repostería artística, no tardó demasiado tiempo en caer rendido frente al trabajo de marquetería que se intuye que se tuvo que hacer para llegar a poder combinar con tanta delicadeza, respecto hacia todas las obras y una más que efectiva sensibilidad, la cuidadosa selección de obras que se distribuyen por las cuatro plantas de ese Palacio Veneciano. Una selección de obras pertenecientes a la colección de la familia del artista junto a obras de la colección particular de Tàpies formada por esculturas tribales y orientales antiguas, auténticas joyas de grandes artistas del s. XX como Miró, Picasso -una verdadera maravilla- Mark Rothko –para quitar el hipo-, Jackson Pollock -una obra del 51 de esas que casi nunca se pueden ver- Giacometti -qué decir!-, Robert Motherwell, Jannis Kounellis, Franz Kline, Arnulf Rainer, etc. o libros de artista con litografías realizadas por el artista catalán en colaboración con escritores y poetas. Todo ello amenizado con música de compositores por los que el artista sentía una verdadera devoción -Schöenberg, Berg, Shelsi, Cage o Antón Webern- y la obra de artistas vivos próximos a él o interesados, como Tàpies, por lo misterioso y lo inexplicable como es el caso de Perejaume, Caro, Llena, Lawrence Carroll, Sadaharu Horio, Tsuyoshi Maekawa, James Turrell -siempre fantástico-, Jana Sterback, etc. Esta última, quizás la aportación más discutible. Me refiero al pack de artistas vivos.

Sea como fuere, si tuviéramos que decir de qué se trata esta propuesta, podríamos decir que es un testimonio en toda regla de la personalidad y sensibilidad de un artista tan conocido como hermético a través de una selección de obras en las que la dualidad, la presencia de la cruz y/o la crucifixión -como muy acertadamente me hicieron ver y entender a posteriori- o esa simbología absolutamente característica de una producción tan unidireccional, matérica, hermética y, algunas veces, hasta tediosa, en lugar de remitirnos a la muerte o al más allá -es decir, donde siempre me solían remitir-, nos invita a transitar sin que nos demos cuenta por el interior y el exterior de un espacio generosamente dúctil, modificable, vivo, reposado y perfectamente capaz de dialogar, sin imposiciones y con absoluta tranquilidad, con todo aquello que lo rodea porque junto a ello es de donde surgió. Aquello con lo que vivió en la más absoluta intimidad. Allí donde casi nadie acostumbra a tener acceso.

Jamás imaginé que, de un viaje medio improvisado a la ciudad de los canales, podría regresar tan satisfecho por haberme decidido ir a ver una exposición de Antoni Tàpies. Un artista del que parecía que todo ya se había dicho y del que, sin embargo, Daniela Ferretti, Natasha Hébert, Toni Tàpies y Axel Vervoordt nos han hecho comprender que todavía hay cuerda para rato. No hay más que mirarlo con otros ojos, huir de la tentación de querer comérselo con patatas, dedicarle la atención que merece al margen de fáciles ordenamientos cronológicos, contar con el beneplácito de la familia, disponer de suficiente espacio –sea un cubo blanco o un palacio veneciano- y hacer una buena selección de obras con el fin de plantear una aproximación al universo de este artista desacomplejada, libre, abierta y porosa.

Lo cual no es fácil. Como tampoco la obra de Antoni Tàpies.

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When Attitudes Become Form: Bern 1969/Venice 2013. Fondazione Prada. Venecia

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Siempre consideré y sigo considerando que fue una exposición rompedora –y por consiguiente iniciadora de algo- original -y por consiguiente concebida al margen de modelos existentes- arriesgada -y por consiguiente susceptible de provocar reacciones airadas tanto a favor como en contra- vital -y por consiguiente portadora de un entusiasta aliento de vida- reveladora -y por consiguiente indicadora de una manera distinta de entender y vivir el arte- y paradigmática de un tipo de exposición surgida de la mente de un creador visionario, ambicioso, atento, libre, utópico, imaginativo, inconformista y, por encima de todo, único. Por una exposición que, habiendo nacido del error cometido por Harald Szeemann al equivocarse de puerta y entrar por la del estudio de un artista al que no sólo cazó en plena faena creativo/convulsa sino que fue la energía que le transmitió aquella visión lo que le llevaría, un tiempo después, a apostar por agrupar en un espacio de exposición ortodoxo un tipo de obra caracterizada por mostrarse en estado primigenio o en proceso y entorno al cual giraría la muestra que presentaría en la Kunsthalle de Berna en 1969, siempre había considerado como el fiel reflejo de un pensamiento harto extendido hacia finales de los años 70 y consistente en la consideración de que el arte era igual a la vida, que la obra era una idea y que la exposición no era más que un organismo vivo sometido a las leyes de aquella misma vida, a la consolidación de las ideas que de ella emanaban y a la concentración de la energía que se requería para poder transmitir desde las paredes ajenas a las de sus estudios lo que viven los artistas en el interior de los suyos entendidos, a su vez, como el germen de sus pensamientos. El contexto, núcleo o punto del que brota el impulso creador de un artista o simplemente, su idea de arte. A hacerme esta idea de lo que entiendo que debió ser en 1969 la exposición Live in Your Head: When Attitudes Become Form. Works-Concepts-Processes-Situations-Information, me ha llevado la ingente documentación que existe al respecto, tanto audiovisual como escrita, las declaraciones de algunos de los artistas que participaron en ella, los testimonios de quienes tuvieron la fortuna de poder verla en persona y la teoría que desde entonces ha generado una propuesta en la que, entre otras virtudes, se consiguió fundir por primera vez el concepto del proceso con el de producción, el de construcción con el de instalación y el de hacer algo con el de su uso.

Pues bien, lo que vi recientemente en la Fundación Prada de Venecia titulado When Attitudes Become Form: Bern 1969/Venice 2013 comisariado por Germano Celant en diálogo con Thomas Demand y Rem Koolhas, más que una propuesta vital, reveladora, clarificante y entusiasta fue como una suerte de certificado de defunción. Un proyecto, para mi, absolutamente innecesario por la incapacidad de reflejar ni tan siquiera por asomo el espíritu trasgresor de una serie de obras concebidas al albur de una euforia colectiva, regeneradora, rompedora, vivificante y representativa de algo que ya fue, que ya pasó, de lo que quedó constancia donde debía y de lo que sólo las obras que no se pueden ver físicamente en la exposición -por una cuestión de deterioro, desaparición o avaricia fetichista de quien las posee- todavía nos pueden hablar desde la voz del silencio más absoluto y el recuerdo vivo de lo que fueron.

Si uno de los motivos para ir a Venecia, además de la Bienal, era visitar esta exposición que, entendida como un ready-made, ofrecía la posibilidad de revivir lo que debió ser su proceso de realización así como de analizar y experimentar literalmente lo que, tanto para los artistas como para los demás protagonistas y acompañantes que participaron en ella, significaría la dimensión discursiva de este proyecto pese al ejercicio de teletransportación al que ha tenido que someterse para acabar aterrizando en un espacio que no le corresponde, en un momento que tampoco y surgiendo de las dudas que asaltaron a Miuccia Prada frente al deseo de plantearse la posibilidad de reproducir, cual parque temático, una exposición de semejante importancia tanto para las generaciones venideras como para el mundo del arte en general, lo que vi se me antojó más como un cementerio de elefantes respetuosos y brillantes que como la posibilidad de percibir unos años después y en un contexto muy distinto -es decir, en otro tiempo y otro lugar- las relaciones que se pudieron dar entre unas obras decididamente vivas, unos discursos dinámicos e imaginativos y unas actitudes sumamente radicales en su fragilidad, limitación e irreproductibilidad.

Por bien que, entre los preceptos del comisario y sus contertulios, parece que la imposibilidad de reproducir esta gesta de Harald Szeemann no sólo estaba clara desde el principio de su propuesta veneciana sino que, según se nos dice en hojas informativas y demás, en ningún momento se pretendió emular, lo que no se acaba de entender es que, habiendo recopilado semejante número de obras originales de la exposición del 69 -o cuando menos copias para la exposición- se hubieran dedicado a modificar el espacio de Ca’ Corner della Regina -sede de la Fundación Prada en Venecia- sobre la base de los planos de la Kunsthalle de Berna y produciendo, en consecuencia, la suerte de artificialidad que respira todo el asunto. Una propuesta que, enriquecida con la imposibilidad de acercarse demasiado a las piezas que la configuran, a tener que experimentarlas y/o analizarlas bajo la atenta mirada de un adiestradísimo ejército de cancerberos/azafatas y a la tristeza que produce comprobar que, entre tanta apología de la defunción, lo que disfrute de más vida sea la pieza de audio de Joseph Beuys (Ja Ja Ja Ja Ja Nee Nee Nee Nee Nee, 1968) gravada en cinta magnetofónica y reproducible desde un aparato al que, por mucho que se mire, no se le mueven ni las pestañas de quien lo mira, hace de esta exposición una suerte de experiencia perceptible únicamente desde detrás de un cristal.

Pese a lo que acabo de decir, sin embargo, me gustaría añadir algunas cosas: que encontré de sumo interés el material que se muestra en las vitrinas de la planta baja y en el que se agrupa una selecta documentación procedente del archivo personal de Szeemann formado por cartas, cuadernos  manuscritos, propuestas de carteles, etc…; que considero muy apropiados los dos documentales que, sobre la exposición de Berna, se pueden visionar en la sala de proyecciones de la planta baja; y que me siento absolutamente afortunado de haber tenido la ocasión de haber visto esta exposición y, sobretodo, algo tan extraño, difícil y único como la reproducción de una propuesta indiscutiblemente mítica desde el punto de vista conceptual aunque absolutamente innecesaria en esta suerte de resurrección objetual y extemporánea. Al menos para mi.

Que los dioses del arte me acojan en su seno!

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Christopher Knowles. Galería Nogueras Blanchard. Barcelona

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Se supone que a la que dejas de ser apreciado por representar un segmento del sistema del arte vinculado a cuestiones de edad o sexo para, consecuentemente, empezar a serlo por el valor, enjundia o interés de lo que dices y/o escribes sobre la base de unos conocimientos que ya has tenido la posibilidad de demostrar, no te puedes permitir desconocer la obra de según qué artista ni tampoco teoría de pensador de renombre. Tampoco está bien visto que lo manifiestes en público. En consecuencia, a la que alcanzas un cierto nivel o prestigio profesional, no sólo se da por supuesto que lo tienes que conocer casi todo sino que, de no ser así, debe parecer que sí lo sabes. Porque, como mínimo, tienes la obligación de estar informado.

Pues bien, o yo no he alcanzado este nivel de profesionalidad o soy un irresponsable o soy kamikaze. El caso es que, pese a ser considerado como “una de las figuras claves de la vanguardia neoyorquina de finales de los setenta en parte debido a su frecuente colaboración con las producciones teatrales de Robert Wilson”, a mi, personalmente, el nombre de Christopher Knowles no me sonaba absolutamente de nada. Y no porque no hubiera tenido la posibilidad de haberlo visto en Barcelona. Por lo visto, esta exposición es la cuarta vez que, en nuestra ciudad, se ha visto alguna obra de este artista. Pues yo, ni por esas.

Con semejante nivel de ignorancia a mis espaldas, mi tendencia a no querer saber demasiado de una exposición o una película antes de verla -a menos que deba escribir sobre ello en una revista especializada, no en un blog- y el deseo de visitar la exposición de Knowles programada en el marco del ciclo The Story Behind comisariado por Direlia Lazo en la Galería Nogueras Blanchard de Barcelona –y que gira entorno al hecho de “narrar, contar, explicar todo el universo interpretativo que rodea aquello que presenciamos y que se ha convertido en un elemento más de las obras”- el pasado jueves 17 de octubre me desplacé hasta esta galería para ver lo que no sabía. Y lo que vi me subyugó de inmediato. Porque fue algo que, sin esperar, me llamó especialmente la atención por varias razones:

–  por la simplicidad de un montaje limpio, mínimo, ordenado y eficaz

–  por el tamaño y extraordinaria calidad de unos “dibujos” tipográficos conocidos como Typings y que, según pude saber, fueron realizados por el artista hacia finales de los años setenta y publicados, algunos de ellos, en periódicos, revistas y catálogos

– porque la técnica utilizada es una máquina de escribir eléctrica

– por el punto de milimétrica y rigurosa obsesión que destilan estas obras

– por la perfecta combinación entre las obras en las que se lee algo de texto -palabras sueltas, frases cortas, etc…- y las que se limitan a señalar, en tres colores distintos, formas reconocibles como flechas, cruces, rayas, etc…

– por el viaje al que te invitan a la que empiezas a leer y a ver que, pese a no entender nada, es imposible dejar de hacerlo

–  y, ya para rematar, por el efecto hipnótico de unas piezas de audio en las que el propio Knowles, con su voz extraña –según parece, ya desde muy pequeño, fue diagnosticado con un trastorno de espectro autista- no se cansa de repetir lo mismo una y otra vez, con leves modulaciones de voz, algún que otro cambio imperceptible y lo mismo incansablemente sin que se entienda lo que nos quiere decir. Porque lo que hace parece que es soltar lastre.

Parecerá extraño que, con semejante pobreza de lecturas, me hubiera pasado en la galería no sólo un buen rato el día de la inauguración sino que también una buena hora el día siguiente de inaugurar. Porque regresé al día siguiente.

Y fue entonces, cuando al disponer de todo el tiempo del mundo en absoluto silencio, entendí que las frases de los typings eran fragmentos de la vida de Knowles, que lo que se escucha en las piezas de audio eran sesiones infatigables de sus terapias y que el conjunto de esa pequeña joya de exposición era una incursión en toda regla hacia el interior de un mundo de un único habitante convertido a los diecinueve años en figura relevante de la vanguardia neoyorquina y, sin embargo, un ser absolutamente aislado. Viviendo al albur de lo que se dice y supone de él. Exactamente como nos pasa a nosotros.

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WHITE PAGES de Ignasi Aballí. Presentación a cargo de Moritz Küng. Galería Estrany De la mota. Barcelona

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¿Es posible referirse a algo en lo que esté involucrado Ignasi Aballí sin caer en la tentación de enumerar, referirse al silencio, el vacío o la nada, apelar al color blanco y a su opuesto, el negro, a la claridad y la oscuridad, a la presencia y la ausencia, invocar lo vacuo, lo lleno y lo denso, establecer paralelismos entre su obra y la de otros artistas quizás con la esperanza de que, entre todos, le consigan dar un poco de consistencia al aire o esperar, simplemente, a que el artista se explique y diga algo?

Pues bien, yo creo que no. Sin embargo, entre seguir este patrón en el orden que se quiera e inventarse lo que ayer hizo Moritz Küng a modo de presentación, en la galería Estrany De la mota de Barcelona, de White Pages, el penúltimo libro de Ignasi Aballí, fue un prodigio de imaginación concentrada en una ponencia de no más de 60 minutos de corte entre científico y pasional, a partir de algo que une, y mucho, tanto al artista con el ponente como con Àlex Gifreu, el diseñador y editor –CRU– de la criatura. Nos referimos a los libros. Que no a cualquier libro.

Planteada a la manera de una presentación ortodoxa –es decir, ponente-sentado-detrás-de-una-mesa-con-lámpara-al-lado-ordenador-con-power-point-y-público-sentado-enfrente- la presentación de Moritz Küng se pareció más a una disertación performativa que a la típica suelta de chapa que, con mayor o menor fortuna, solemos perpetrar algunos a la que se nos requiere para hablar en público. Porque partiendo de diez conceptos surgidos instantáneamente del conocimiento que pueda tener cualquiera de la obra de Ignasi Aballí – a saber y, tal como nos los nombró Küng: void, nothing, nothing +, absent, empty (one), empty (too), vacant, invisible, black out, silent- lo que nos propuso Moritz fue un viaje de fin de semana a su extensa, cuidada y estimulante biblioteca en busca de algunos de aquellos libros, libros de artista, catálogos, ediciones especiales, etc… con los que se pudiera establecer algún tipo de puente con la obra de Aballí y, más concretamente, con la que gira entorno al color blanco, la que protagoniza el libro que nos ocupa, que ayer se presentó y que, a decir verdad, es una auténtica maravilla.

Se trató, en resumen, de una rigurosa y muy currada selección de publicaciones de Mathieu Copland, Herman de Vries, Iñaki Bonillas, Cerith Wyn Evans, Stéphane Mallarmé, Marcel Broodthaers, James Langdon, Richard Venlet, Mariana Castillo Debal, Willem Oorebeek y John Cage que, explicada una por una, sin interrupción y a la manera de una monótona letanía, consiguió aproximar a la audiencia a esa desazón que a uno le invade a la que se acerca a la obra de Ignasi Aballí por muy clara, bella, explícita, interesante, densa, emocionante, anodina y anónima que pueda ser. A primera vista. Porque nunca es nada de todo ello. Porque nada es algo. Y porque este algo, en Aballí, lo es todo a la vez.

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No en vano la ponencia de Moritz Küng se tituló (White Pages) Niets is ook iets, es decir, (Paginas blancas) Nada es algo. Y el artista no dijo nada.

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Dora García. Galería Projestesd. Barcelona

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Mientras que, en una parte de la ciudad, hay quien se ve impelido a inventar un título de exposición de reacciones insospechadas para, quizás, llamar la atención acerca de lo que se nos quiere decir -para más información remitirse al texto sobre Sergi Botella y Pep Vidal-, en otra parte de la misma hay una artista a la que todo esto no sólo le da absolutamente igual sino que hasta está dispuesta a ponértelo difícil para que llegues a entender algo. Nos referimos a Dora García. Una artista conocidísima por todos, entre otras cosas, por el compromiso que mantiene con lo que, sin titubear, afirma en el titular de la entrevista que le hace Bea Espejo en El Cultural de esta semana. A saber: es un placer afrontar la dificultad.

Así pues, nos vamos a ver la exposición que ahora tiene en Barcelona, sabiendo que la experiencia no será nada fácil. Para nada. Ni tampoco llevadera. Nunca lo ha sido y creo que, difícilmente, lo será algún día. Al menos a primera vista y sobretodo si lo que se pretende es encontrar esa señal que, sin estar dispuestos a trabajarnos mentalmente la exposición, nos invite a penetrar en su mundo distante, compacto, rico en variedad de matices y absolutamente sensible y delicado pese a lo que digan las malas lenguas.

Partiendo de la base de que la obra de Dora, al igual que un jabalí, es imposible comérselo en cinco minutos sin que a uno se le atragante y/o muera, lo que nos depara en su reciente Here comes everybody es una cuidadísima y bien instalada selección de obras recientes generadas a partir del trabajo que la artista viene desarrollando entorno a James Joyce y, como se nos aclara en la hoja de sala, entorno a “la idea de texto e interpretación, la lectura como acción, el lenguaje como traductor de lo real y quizás como creador de la realidad, el lenguaje como estructura del inconsciente. La poesía, como enfermedad, como desviación del lenguaje. Todo esto está allí, pero también el artista y la audiencia, el artista y el éxito, el artista como creador de público. Y también Finnegans Wake como texto. Un libro que destruye el lenguaje”.

Yo no sé en primera persona cuál es el efecto destructor de ese libro de Joyce al que se refiere Dora pero si del efecto que me ha producido a mi la exposición que he visto esta tarde. Tanto por Malsón –libro perteneciente a la magnífica serie Leído Con Dedos de Oro iniciada en 1999 y que a mi, personalmente, me partió el corazón desde el primero que vi-, como por la Partitura Sinthome (estudios preparatorios) por lo que tiene de instrucción y de dibujo hecho a mano aunque, sobretodo, por los 53m con los que se me ha  invitado a consumir íntegramente  lo que, a mi juicio, justificaría por sí mismo esta exposición de Dora en Projectesd: The Joycean Society, la investigación en video que Dora ha venido realizando casi sin sosiego y durante un año en el círculo de lectores de la Zürich James Joyce Foundation dedicada desde 1986 -sin interrupción!!- a la lectura cíclica y sin fin del Finnegans Wake de este escritor dublinés.

Entendida como colofón de la trilogía formada por The Deviant Majority (2010) y The Inadequate (2011), lo que la artista narra en este video que presenta de modo simultáneo en su galería de Barcelona y el Centro José Guerrero de Granada, es una edición absolutamente impecable de las sesiones de lectura que, a la manera de un mantra o de una cuestión de carácter religioso, vienen realizando un grupo heterogéneo, intergeneracional y variopinto de personas consagradas en cuerpo y alma a la deconstrucción obsesiva, desenfrenada y terapéutica de este “libro sagrado” de Joyce caracterizado, entre otras cosas, por ser adictivo pese a la dificultad de su compresión.

¿Qué he dicho? ¿dificultad? ¿no era eso de lo que Dora nos hablaba en aquel titular de la entrevista de Bea? Pues si. Aunque la máxima dificultad que he tenido yo ha sido abandonar la sala cuando el video ha terminado. Porque quería más. Mucho más.

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Sergi Botella y Pep Vidal. La Capella. Barcelona

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Haciendo gala de ese buenrollismo tan guay, endogámico y característico de nuestra ciudad condal, hay quien, como Sergi Botella, no duda en titular la exposición que ahora tiene en La Capella como sigue: Tallar-se una ungla per netejar la merda de les altres. O  sea, Cortarse una uña para sacar la mierda de las otras. Pensado, quizás –o no-, para aproximar al profano al mundo del arte y, a ser posible, esperar que se interese por la complejidad de ese sector al que, como él, somos unos cuantos los que nos dedicamos, lo que se esconde detrás de este título diría que, además de lo que se puede ver con todo lujo de detalles, es una suerte de declaración de principios puesta por el artista en circulación para provocar en el espectador algún tipo de reacción. Y a mí, personalmente, me la provocó al leerlo por primera vez: desistí asistir a la inauguración. Oficialmente por overbooking en mi agenda.

Con esa batería de sensaciones pacatas, prejuicios varios y cerrazón mental en mi cerebro, he ido esta tarde y sin dilación a ver esta exposición de Sergi Botella de tan egregio y memorable título. Y debo confesar que, al entrar en la sala, en lugar de salir corriendo, me he visto seducido por una suerte de serenidad que, sin saber a qué se debía, sentía que destilaba de los siete sets con los que, a modo de pequeños platós, el artista había dividido el gran espacio de la Capella. Por bien que, como dicta la hoja de sala, los siete sets de la exposición se conectan entre si por su vinculación con el sacrificio, yo he sido incapaz de captar esta conexión. Salvo por lo obvio de uno de ellos: el que se refiere al sacrificio humano y que el artista ha decidido resolver montando una oficina de trabajo in situ para la creación de una novela a dos manos entre el propio artista y el escritor Javi Bermudez.

Independientemente del sacrificio sobre el que se reflexiona en cada set, hay una cosa en todo el proyecto que me llama especialmente la atención y es esa voluntad de hacer explícita la colaboración que Botella ha requerido de terceros. En especial de la magnífica Francisco talking to the animals, realizada por Pere Llobera en 2009.

Pasado un buen rato yendo y viniendo,  escuchando el vinilo que debe poner el espectador, admirando el susodicho cuadro de Llobera y apreciando la calidad renacentista del políptico de las uñas y su mierda realizado en fotografía por Goran Bertok, me he dispuesto a abandonar la sala no sin antes detenerme donde no lo hice al principio, es decir, en el espacio donde el matemático, físico y artista Pep Vidal expone una verdadera maravilla para todos los sentidos:  un cubo de 83 cm de arista y casi una tonelada de peso instalado en el centro del Espai Cub y concebido para la condensación y aislamiento de la nada. Que no es poco!. Yo no se si será verdad o no. Ni tampoco si será cierto que, en su interior, se esconde todo lo que se afirma en la hoja de sala. Lo que sí sé es que me he quedado fascinado con lo que, pese a todas las referencias cúbicas que existen en el arte contemporáneo, un artista de hoy puede ser capaz de decir a partir de la nada más absoluta. Pura poesía. En suma, un verdadero regalo.

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Arte Ficción. Caixaforum. Barcelona

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Ya no es suficiente con disponer de una extraordinaria colección de arte contemporáneo para la articulación de un discurso basado en una selección de obras y ciertos criterios o investigaciones; tampoco lo es concebir un montaje que facilite un diálogo entre las obras para que sea el espectador quien averigüe su qué y si no qué-más-da; tampoco que la exposición se inaugure a tiempo, que todo el mundo esté contento, que no haya habido ningún problema, que la prensa hable del resultado glosando la calidad de una iniciativa antaño visionaria y convertida en el presente en un recuerdo a la memoria… Ya nada es suficiente.

En la era del interminable debate sobre los formatos expositivos, su pertinencia o no, la eficacia, inutilidad o fracaso de los displays, la necesidad o no de recurrir a ciertas estrategias, etc, parece que lo que toca es aventurarse a inventar nuevas fórmulas expositivas quizás más acorde con nuestro tiempo y, sobre todo, capaces de despertar algo más que desasosiego.

Motivados por este deseo o no, la exposición Arte Ficción ideada por Manuela Pedrón y Jaime González en el marco del ciclo Comisart de Caixaforum Barcelona consiste en una esmerada selección de diez obras de la Colección que no pasaría de ser una más –en La Caixa, a primera vista y como le sucede a Serrat con sus canciones, casi todas las exposiciones parecen la misma- si no fuera por el modo en que proponen que la veamos. A saber, no como una exposición sino como si fueran seis-en-una. Una experiencia a la que nos podremos aproximar a la que entendemos que el entramado con el que se mina el suelo no se trata de una obra más sino de los recorridos que se deben seguir para ver bajo el influjo de conceptos inexplicados –utopía, distopía, cataclismo, paradoja, génesis y virus- lo que, de modo ortodoxo, se vería de un plumazo. Y que, a decir verdad, tampoco estaría nada mal.

Como ejercicio curatorial propuesto para sacarle partido al espacio experimental del que dispone la Colección de Arte Contemporáneo de La Caixa en Caixaforum Barcelona o a la infinidad de conceptos sesudos con el que a menudo nos complicamos la vida, se trata de una propuesta que merece la pena ser visitada. Como ejercicio curatorial propuesto para salirse de las “estrellas” habituales de la colección y proponer otra mirada a la misma aún sin haber resistido la tentación de sacar a pasear de nuevo el magnífico Slominski, también vale pena dirigirse a Caixaforum. Ahora bien, si lo que se buscan son claves imaginativas para la dinamización de una colección o salidas radicales de los patrones establecidos o una simple bocanada de aire fresco o el aliento gélido del riesgo o la sensación de que algo está cambiando o ver como alguien la pringa y le da igual o una mísera señal de que, a riesgo de recrear la matanza de Texas, nos estamos dando cuenta de que ya va siendo hora de matar al padre, la madre, las tietas, los primos/as y a quien haga falta para despertar con gritos y no susurros de ese muermo tan local del que parece que no despertamos, no hace falta que vayamos a verla. Quizás no sea el lugar ni el tiempo ni tampoco lo que debamos esperar.

En fin, que cada uno haga lo que quiera. Yo he ido a verla y no me arrepiento. Algo me ha provocado.

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Biennal de Valls – Premi Guasch-Coranty 2013. Valls

Equivocadamente o no, siempre creí que la Biennal de Valls era de ese tipo de certamen especialmente útil, necesario y beneficioso para quienes, una vez acabada la carrera de Bellas Artes -es decir, sin moverse como pez el agua por el circuito del arte, comercial o no- pudiera testar la enjundia de una obra que pocas veces había visto expuesta en una sala de exposición, que, de ser galardonada, entraría a formar parte de una colección testimonial concebida in progress y que, tanto si ganaba como si no, como mínimo le remunerarían por el mero hecho de tener que desplazarse para instalar su propuesta en condiciones más que aceptables.
En vista de que los galardonados de la edición de este año -Mireia Sallarés, Mar Arza y Joan Morey: os felicito sinceramente!!!- no se ajustaban en absoluto a lo que yo creía desde hacía tanto tiempo, me pasé por Valls en mi camino de regreso a Barcelona desde Zaragoza. Un pequeño devaneo por las tierras del Ebro del que extraje alguna que otra lectura.
Al margen de que la vinculación de esta Biennal con la Fundación Guasch-Coranty -vinculada a su vez con la Facultad de Bellas Artes de Barcelona- hace que la visita a este certamen le garantice a quien viene de Barcelona una experiencia similar a la que sería comerse una paella en Barbados, lo cierto es que lo que vi me gustó bastante-mucho. Tanto por la obra de los artistas que ya conocía y la posibilidad de volver a verla en otro marco, condiciones y en diálogo con otras, como, sobre todo, por la de aquellos que no conocía en absoluto y que supusieron para mi un verdadero descubrimiento. Como es el caso de los dibujos en tinta de Èlia Llach o el dodumental artístico de Miquel García pese a tener que confesar que no conseguí ver los 146 minutos que se requerían para hacerlo.
Dicho esto -es decir, que la exposición está muy bien, que estoy muy contento por los artistas seleccionados y los galardonados y que mereció la pena mi viaje hasta allí- querría decir las cosas que no me gustan tanto. O, para ser positivos, que me gustan menos. A saber: que artistas que se mueven como pez en el agua por el circuito se tengan que presentar para ver si pillan premio o, como mínimo, la remuneración -el fee- por el hecho de exponer en el Museu de Valls; que se presenten artistas que cuando las cosas iban bien declinaban participar en este certamen por considerar que era cosa de niños; que con eso de ser un reflejo de los tiempos que corren el reconocimiento de un premio como, ya es de por si, la participación en una Biennal como la de Valls se pueda transmutar en una merienda de negros o, en el peor de los casos, que por culpa de esta crisis que nos está matando estemos asistiendo al desplome de un sistema artístico víctima de su fragilidad, carencia de convicción, tendencia onegeísta -de ONG-, falta de ética, de escrúpulos y, sobre todo, de mucho morro.
Quizá no sea nada de todo eso y que el problema se reduzca a la mala digestión de la coca de arenque que me casqué a media mañana.

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Javier Peñafiel. Pabellón Puente Zaha Hadid. Zaragoza

Si aventurarse a visitar el recinto de una exposición universal en este país le puede deparar a uno una experiencia sumamente desasosegante, estremecedora y hasta siniestra -especialmente si se hace pasados unos años desde el cierre de sus puertas- esto es algo que se puede traducir en inenerrable si lo que se va a visitar es la intervención de Javier Peñafiel en el Pabellón Puente de Zaha Hadid para la expo de Zaragoza de 2008. Pero no del mal rollo, que quede claro.
Consistente en una pieza de audio surgida de conversaciones con habitantes de la ciudad y una edición más que depurada de las más de 700 horas que consiguió grabar, la propuesta de Javier es un homenaje a la memoria de lo que un día se configuró como el foco máximo de interés de una ilusión colectiva. Justamente lo que se puede apreciar tras la escucha de las ocho pistas que el artista distribuye por la zona más abierta del puente y los momentos corales en los que se pueden escuchar -a pares- las palabras más repetidas durante las conversaciones y que son las que acompañan al visitante desde la entrada al recinto hasta la zona donde se escuchan las voces.
A diferencia del horror de las piezas de audio con que se amenizan las visitas a cárceles en desuso, minas de extracción de minerales, pasadizos secretos bajo las ciudades o en los parques temáticos, esta obra de Javier permite que nos sintamos menos solos en medio de un paisaje que, de ser visto en silencio, parecería el del día después de una explosión nuclear. Acompañándonos yendo solos a través de la textura de una voz, el carraspeo de una garganta, distintos momentos de duda humana, la tesitura de un funcionario, la inociencia de un emigrante o la cálida palabra de una voz anodina, lo que consigue Javier es que, casi sin pensar, nos interesemos por cada uno. Por la historia de cada uno.
Cuando decides que te vas y empiezas a oir a lo lejos la voz de un niño como perdido, es cuando empieza lo peor. Porque te giras para ver quien es. Porque te das cuenta de la chorrada que acabas de hacer. Y porque es entonces cuando te topas de bruces con lo solo que estás de verdad. Desde el día en que nacemos.
Relatada por no sé que razón a la manera de una experiencia entre mística, sublime, y profundamente intensa, lo cierto es que no estaríamos muy lejos de sentirla de este modo si no fuera por lo que el espectador se debe tragar antes de alcanzar esta zona de pensamiento: el espanto de exposición en el que incomprensiblemente se enmarca esta propuesta de Javier y que está dedicada a conmemorar los cinco años de la expo de Zaragoza. Luego nos quejamos de que no hay dinero!!!

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