Lo de entrar en un espacio de exposición y quedarse literalmente con la boca abierta tras soltar un signo de exclamación vocal con todas sus letras y la expresividad de lo que, según se mire, podría ser considerado de una ordinariez impagable, es algo que sólo sucede muy de vez en cuando. Es decir, no muy a menudo.
Para que suceda lo que acabo de apuntar es necesario que te sorprenda el inicio de una exposición pero, sobre todo, que lo que venga a continuación supere con creces el impacto recibido. No se trata sólo de que te atrape lo que inicia una muestra sino que lo que vayas encontrando a partir de este momento te recuerde que una de las grandezas del arte consiste en trascender el tiempo para poder mostrar, en cada momento, una nueva cara con que mirarte a los ojos, una nueva vía con que interpelar tus sentidos. En definitiva: qué te hable en silencio.
Huyendo de los petardos de San Juan en Catalunya y con la intención de asistir a las inauguraciones del Museo Patio Herreriano, el pasado sábado 22 de junio me planté en Valladolid tras un viaje en coche de poco más de siete horas. Puesto que la inauguración era a las doce y cuarto de la mañana y el sábado me había levantado muy temprano, a las diez y pico de aquel día me dirigí al Museo Nacional de Escultura siguiendo las recomendaciones de Dora García, mi gran amiga vallisoletana.
El museo en cuestión me pareció magnífico, tanto por las obras que albergaba-tallas policromadas del s. XV al XVIII procedentes de conventos desamortizados-como por el modo en que las mostraba, incluida su excelsa colección de techos, algo que hasta aquel momento jamás había visto en ningún lugar. Además de las obras que se mostraban en el Colegio de San Gregorio, su sede principal, el museo también cuenta con la Casa del Sol, el espacio donde se muestra la sorprendente colección del Museo Nacional de Reproducciones Artísticas, fundado en 1877 y cuya calidad, abundancia y antigüedad, hace que esté considerada como una de las mejores de Europa. Debo confesar que, para mi, fue una enorme y grata sorpresa.
Con la impresión de que todo lo que iba viendo hasta aquel momento me resultaba sumamente interesante por la calidad de las obras de aquellas colecciones místicas así como por el concepto museográfico con que se iban mostrando ante mis ojos, antes de que se me hiciera demasiado tarde, me dirigí al Palacio de Villena, el tercer espacio del Museo y sede de las exposiciones temporales.
Y fue allí donde me quedé como he comentado al inicio de este texto, es decir, con la boca abierta tras soltar un signo de exclamación vocal con todas sus letras y la expresividad de lo que, según se mire, podría ser considerado de una ordinariez impagable.
Desde el pasado 29 de mayo y hasta el próximo 17 de noviembre de 2019 el Palacio de Villena acoge Almacén. El lugar de los invisibles, una exposición tan extraordinaria que si no hubiera tenido ocasión de ver me hubiera arrepentido el resto de mi vida. Aunque no voy a transcribir en su totalidad la explicación de esta exposición tal como figura en la página web del museo, me voy a limitar a escribir el primer párrafo para que puedan ver de qué va el tema. No sólo considero que (todo el texto) está perfectamente bien escrito sino que consigue que uno quiera ir a Valladolid como antaño lo hiciera Samantha, nuestra querida Embrujada.
El texto empieza así:
«Esta exposición es un paisaje. Un universo en el que zambullirse. Presenta obras nunca exhibidas y custodiadas en el almacén del museo que, hasta hoy, eran invisibles para el visitante. Una ocasión única para que estos «otros», la ‘plebe’ historiográfica de artistas desconocidos, secundarios o discípulos, los fragmentos dispersos, de significado irrecuperable, conquisten el primer plano.»
Pues bien, cuando el pasado sábado entré a ver la exposición no tenía ni idea de lo que me esperaba en su interior. Lo único que sabía es que se componía de obras procedentes de los fondos de la colección del museo, de esas obras que casi nunca se muestran al público por cuestiones que cada museo sabe perfectamente cuáles son. Planteada sobre la base de nueve salas temáticas abordando conceptos tan amplios, sugerentes y abstractos como la repetición, el contrapunto, los reversos, las variaciones sobre un tema, las estructuras, los solistas, lo coral, el libreto o los fragmentos, lo que pude ver en este almacén comisariado con maestría y remarcable contemporaneidad por María Bolaños, directora del museo, es una retahíla de obras anónimas mostradas con una tal dignidad que hasta el más mínimo agujero de carcoma podría ser interpretado como una obra microscópica del artista británico Anish Kapoor.
Lo que aguarda al visitante tras cruzar el umbral de la puerta de entrada es el espacio de la repetición, una enorme estantería de madera habitada por veintitrés bustos relicario procedentes de los conventos de San Diego y de San Pablo de Valladolid, de factura napolitana y realizados en torno al año 1600. Junto a ellos y en el espacio reservado al título de la exposición, se muestran, en la pared, diez remates de sillería de 1735 procedentes del convento de San Francisco de Valladolid iluminados, como toda la exposición, con una tenue luz capaz de cautivar al espectador en la medida en que apela a los sentimientos al margen de lo que contempla con sus ojos. Se trata de un comité de recepción que, poniéndonos sobre la pista de lo que, a partir de entonces, se verá en las siguientes salas, habla de aquellos modos de mostrar el arte pensados para compartir con el espectador la vida de aquellas obras, fragmentos, piezas y elementos que, sin solución de continuidad, habitan, respiran y existen en los almacenes de un museo. En el lugar de los invisibles.
Sin ánimo de restar méritos sino de reforzar mi interés por las soluciones museográficas que invitan a leer entre líneas la colección de un museo, debo decir que lo primero que me vino a la cabeza al ver los veintitrés relicarios así como la enorme variedad de obras, la ordenación de su eclecticismo, la iluminación de las salas o el ambiente recreado a partir de la combinación de todos estos elementos, fue el recuerdo de dos exposiciones realizadas en el Museu Nacional d’Art de Catalunya (MNAC) y que, para mí, son absolutamente paradigmáticas en lo que se refiere a desempolvar almacenes. Me refiero a las siguientes exposiciones:
– «Maniobra» de Perejaume, realizada entre 2014-15
– «La caja entrópica. El Museo de los objetos perdidos» de Francesc Torres, realizada entre 2017-2018
Tras pasar los relicarios y la sala del contrapunto, ocupada por ángeles descendiendo del techo y proyectando sus sombras sobre la pared, se llega al espacio de los reversos, uno de los espacios que me llegó al alma con más rapidez. Presidido por un ángel de cara a la pared de modo que en lugar de mostrar sus plumas muestra la rugosidad de la madera con que su verso había sido tallado, el espacio de los reversos es donde se muestra lo que nunca vemos porque siempre hay algo que lo impide. Como por ejemplo, una pared, un órgano, un retablo, etc. Se trata de permitir el acceso a lo que desconocemos pero, sobre todo, de entender que lo que vemos es una construcción y, como tal, el espacio donde es posible la imperfección, donde no es necesario que termine nada. El límite entre lo que vemos y lo que es, entre la realidad y la ficción.
Titulada variaciones sobre un mismo tema y formada por veintidós tallas de cristos crucificados realizadas entre el s. XIV y XVIII, la sala donde se agrupan estas figuras de Cristo brinda la posibilidad de acercarse a esta imagen tan dolorosa en base al tamaño de las tallas, su policromía, los materiales utilizados o la expresividad de sus rostros. Es como si a una sala de los horrores le extirparas el terror para poder dar paso a algo más llevadero, trivial, ligero, inocuo e inofensivo. Es decir, algo ajeno a la sangre y el dolor que siempre acompaña este tipo de representaciones. Y que a mí me gustan tan poco.
La siguiente sala, denominada estructuras, está formada por una increíble acumulación de balaustres, columnas, traspilastras de retablos, relicarios, tableros y marcos dorados de maravillosa filigrana dispuesta para demostrar que, como ya viera Brancusi, las peanas y soportes pueden llegar a ser considerados unas maravillosas obras de arte. Se trata de unos elementos que al ser mostrados como en esta sala inducen a pensar tanto en lo que soporta como en lo que es soportado. Sólo hay que mirarlas con los ojos adecuados y no con el desprecio de quien los considera como algo superfluo.
Enfrascado en el debate interior en torno a la importancia de quién soporta y es soportado -o en el de quien manda y quien obedece- se llega a la sala de los solistas y la coral, otra de las salas en las que pueden dejar sin respiración. Configurada, a la derecha, por un graderío de madera ocupado, en su práctica totalidad, por veintiocho figuras de santos y vírgenes formando un coro tipo Góspel (por el movimiento de sus integrantes, quiero decir) y frente a ellos, a la izquierda del visitante, por diez figuras de otros santos, caballeros y vírgenes montadas individualmente sobre repisas capaces de soportar el peso de cada talla (me dijeron que alguna de ellas puede alcanzar los 100kg), la sala donde se agrupan cincuenta figuras que, más que imágenes religiosas, se me antoja como una reunión de amigos con muchas ganas de pasárselo bien, sorprende por la frescura en el tratamiento de lo sacro así como por el acceso a la expresividad de unos rostros liberados del yugo eclesiástico y cercanos a un modo de sentir más humano y ajeno por completo a la fe y la devoción. O sea, pura vida. Para reforzar esta reunión fraternal y mostrar el mismo coro en base a una sintaxis distinta y más cercana a la que es propia del archivo de un museo, lo que encuentra el espectador al traspasar la sala de estos cantores es una pared forrada con ciento sesenta y cinco fichas de inventario datadas en el s. XX. Es decir, el registro gráfico de las entrañas de un museo que hace las delicias de los amantes del archivo, la clasificación, el orden y la organización de la vida, en general.
La sala que sucede a esta pared empapelada de archivo, es la que se dedica al libreto, una sala en la que un libro aparece entre las manos de todas las figuras que la componen. Si en la estancia de los solistas y el coro era la música, el góspel y el júbilo hacia lo que nos dirigía el movimiento de sus figuras, en la sala del libreto es el espíritu de una biblioteca el que invita a la reflexión. Se trata de una sala para la lectura, una sala de silencio, una pequeña sala para pensar. Formada por una pléyade de profetas, vírgenes y santos de tamaño reducido y reposando, como en la sala del coro, sobre un pedestal de madera parecido a un archivador de dibujos y grabados, hay en esta estancia una pieza muy especial que destaca por su rotundidad, simplicidad, extrañeza y apabullante contemporaneidad: una mano con un libro de Santo clérigo menor, realizada en el s. XVIII y procedente del Convento de la Encarnación de Valladolid. Se trata de una suerte de fragmento corporal que anuncia, veladamente, lo que vendrá en la sala siguiente: una invitación a leer el fragmento como parte de un todo y no como una muestra de lo desechable.
Constituida por un torso sin vestir de San Félix de Valois, atribuido a Francisco Salzillo (s. XVIII), el fondo de un calvario, pintado por Gaspar de Palencia en 1559 y un panel de fragmentos de esculturas, ornamentos vegetales, retablos, cabezas de santos, balaustres, rocalla, marcos, rejas, remates, etc., la sala dedicada a la exaltación de los fragmentos vendría a ser como la representación visual de la apariencia del caos tan asociada a un almacén. Ahora bien, más que el caos profesado por una víctima de la acumulación, el desorden que ordena este panel de fragmentos remite a la importancia de tenerlo todo catalogado para no perder la identidad de una colección secreta. Y es que por pequeños e insignificantes que sean, son justamente los fragmentos y los detalles lo que mejor representa la singularidad de un grupo de obras.
A modo de epílogo y antes de abandonar la exposición, se pasa frente a una sala sellada por un plástico en cuyo interior se puede percibir una suerte de bodegón formado por cajas de embalaje tan propias y características de un almacén de museo. Impreso en la parte superior izquierda y como despedida del paisaje que hemos transitado, el público es conminado a leer la siguiente cita de Walter Benjamin: «La actitud contemplativa ante las obras de arte se irá convirtiendo poco a poco en un creciente anhelo de almacén».
Miren ustedes, yo no sé en qué se convertirá mi actitud contemplativa ante las obras de arte. Lo que sí sé es que las dos veces que visité esta exposición en poco menos de cinco horas, mi actitud ante lo que veía consistió en no parar de maravillarme por el modo en que se me invitaba a escuchar la voz de los invisibles, ver lo que a mis ojos se le niega por sistema, sentir el deseo de aprehender la historia desde otra perspectiva, comprender lo importante que es el modo en que se muestran las cosas, en suma, constatar que no hay nada que me guste más que me lleguen a sorprender y me hagan pensar mientras estoy en una exposición. Desde los parámetros de la contemporaneidad o por mucho que trate con obras históricas.
Al salir de esta maravilla de almacén de los invisibles me fui a tomar algo al Coco Café, ubicado justo enfrente de la entrada del museo. Fue allí donde Dora García convocó por primera vez en España El café de las voces, su particular propuesta para la exposición Nada temas, dice ella. Cuando el arte revela verdades místicas, comisariada por Rosa Martínez en 2016. Aunque sabía que la aventura de Dora había terminado hacía años quería ver el escenario donde todo había transcurrido. Y no sólo vi el lugar sino que estuve hablando largo y tendido con quien lo regenta desde hace 13 años.
Natalia, un fuerte abrazo, nos gustó mucho conocerte.