Oro, plata y cobre: Susana Solano, Joana Escoval, Nora Ancarola y Teresa Estapé

Cuenta que su madre, durante toda su vida, fue reuniendo en una cajita el oro perdido, el oro roto, el oro que rescataba de marcos antiguos, joyas desarmadas… el oro que recuperaba en cualquier parte de la casa. Eran otros tiempos, se hacía en el pasado, era algo muy normal en aquella época. Cuando su madre falleció decidió fundir todo aquel oro que había reunido y con el resultado que obtuvo diseñó tres joyas distintas para cada una de sus hermanas. Este relato de vida tan vinculado a su intimidad es el que cuenta Susana Solano (Barcelona, 1946) para explicar su llegada al mundo de la joyería, el terreno que más transita en la actualidad porque dice que le divierte y, sobre todo, porque no le hace sufrir tanto. Dice que ya no tiene ninguna necesidad del desgaste físico y mental de aquella escultura de gran formato por la que se le conoce y que ahora está por otras cosas. La joyería, por ejemplo. Ese ámbito donde la escultura -su escultura- dialoga con un cuerpo en lugar de hacerlo con el espacio.

A este punto llegué el otro día poco antes de dar por terminado un texto para la exposición de Susana Solano en el IVAM. Me conmovía el modo en que una artista tan ducha en la monumentalidad, la dureza del hierro y el peso del plomo, a grandes estructuras de rejilla, a jaulas metálicas o a planchas de metal adaptándose al espacio dijera que si pudiera lo borraría todo porque la idea de seguir viendo cómo su estudio se llenaba de esculturas le provocaba un profundo desasosiego. También me resultaba curioso que este deseo de tabula rasa -tan en sintonía con el Séptimo continente de Michael Haneke- sólo hallara placidez en el pequeño formato de una joya, en la idea de una escultura concebida para otro espacio, en una pieza para un cuerpo.

Picasso, Dalí, Calder, Braque, Fontana, Meret Oppenheim, Warhol, Chilida, etc, son sólo algunos de los artistas que de manera esporádica, natural e intensa se han acercado al mundo de la joyería siendo juzgadas sus creaciones tanto por su valor como joyas como por ser obras de arte. Ahora bien, mientras que para un joyero, el diseño de una joya -es decir: su aspecto, su belleza, su forma y sus materiales- es tan importante como su producción y el peso final, para el artista no es así. La diferencia de método entre un joyero y el artista procedente de otras disciplinas radica, entre otras cosas, en que mientras que el primero entiende su obra como un objeto que, además de preciado y bello, se debe poder llevar, el artista entiende su obra sobre todo como otra cosa: una escultura, una maqueta, un prototipo, un capricho, un divertimento, un experimento, etc. Dicen algunas lenguas que si un joyero diseña para clientes que desconoce el artista lo hace para sus amigos y/o amantes, para crear un momento, para hacer una fotografía, para llevar a cabo una performance… Es decir, nunca (sólo) para ser llevadas.

Pensando en la portabilidad de una joya y en la diferencia entre la obra de un joyero y la joya de un artista, el destino hizo que, en cuestión de pocos días, me hallara frente a la obra de tres artistas que me llevaron hasta el universo de la joyería por una cuestión tan simple como el material con que habían sido realizadas. Ya no se trataba de que sus obras pudieran llevarse o no ni de que hubieran sido pensadas para estar cerca de un cuerpo. Se trataba de que el material con que habían sido corporeizadas, por bien que suele asociarse a un producto de lujo, en este caso fue utilizado para la creación de una obra de arte. Otro producto de lujo, según se mire.

En el marco de una exposición cuya sutileza ralla lo invisible pero que tan pronto se percibe lo que muestra no se puede olvidar, Joana Escoval (Lisboa, 1982) expone su obra en la galería Bombón Projects de Barcelona hasta el próximo 1 de junio. Si me preguntaran qué me atrae de lo que construye esta artista diría que son varias cosas: su manera de referirse al equilibrio haciendo uso de la inestabilidad, el modo de apelar a la ingravidez desde un anclaje en el espacio, la voz con que expresa la ligereza de su obra, el diálogo que establece entre lo sólido y una vibración, su forma tan delicada de trabajar con el material, su modo tan singular de vestir la invisibilidad, etc. Ahora bien, si algo me atrae especialmente de la obra de Joana Escoval es el modo en que invita a ser descubierta. Es decir, como quien hace algo prohibido, un acto íntimo, en silencio, como quien aparece en escena cuando no debería. Al margen de evidenciar sus singulares armas de seducción, lo que me cautiva del trabajo de Joana Escoval es cómo su mirada coquetea con el espacio, la forma en que su obra acaricia una pared, el modo en que la pared deviene epidermis…. la forma en que su obra se adapta al espacio. Como una joya lo hace a un cuerpo.

 

Junto a lavas procedentes de los volcanes de Olot o de aleaciones metálicas y cobrizas o de finas soldaduras a la manea de nerviaciones corporales o hasta puntas afiladas de bigotes de gato, en la obra de Joana Escoval aparece, además, el oro, la plata y el cobre, tres metales que, según especula Pedro Barateiro en el texto que ha escrito para la exposición, «tal vez tienen propiedades físicas que les permite absorber parte de las personas que los poseen o de las personas con las cuales comparten la vida, una cosa que se manifiesta no solo por su presencia visual sino también por sus propiedades alquímicas, invisibles hasta debajo de un microscopio». O sea, que más allá de su apariencia, estos metales son buena parte de quien los tiene.

El oro, la plata y el cobre son tres metales en constante mutación que al ser incluidos en una obra de arte permite que a través de sus «otras» propiedades sus lecturas trasciendan la materialidad y sitúen lo que vemos al margen del tiempo y el espacio. Dice Barateiro en el mismo texto que las formas a las que llega Escoval a través de la singularidad de sus materiales hace que sus esculturas sean entendidas como «lugares de paso» o, según diría yo, como lugares por los que pasa cuánto evoca un material que, según es considerado en ciertos ámbitos del saber, ayuda en los momentos de insatisfacción (el oro), potencia la autoconfianza (la plata) o favorece el sentido de lo estético (el cobre). Sea lo que sea cuanto evoque o signifiquen los materiales con que Escoval esculpe su pensamiento lo cierto es que el modo en que su obra llega hasta nosotros consigue despertar emociones contenidas y evidenciar la rudeza de las palabras cuando de lo que se trata es de dejarse ir.

A menos que las palabras sean utilizadas debidamente…

En 1862, Emily Dickinson (Amherst, 1830 – id., 1886) escribió un poema en cuya última estrofa se alude a la hora de plomo, una sensación parecida a un estado de shock o a ese momento en que el cuerpo se protege a sí mismo dejando incluso de escuchar y en el que todo requiere de un esfuerzo titánico, desde tomar decisiones hasta hacerse un café. El título de este poema es Después de un gran dolor. Y dice así:

Después de un gran dolor, llega un sentimiento solemne –
Los Nervios quedan ceremoniosos, como Tumbas –
El agarrotado Corazón se pregunta si fue Él, quién soportó,
Y si pasó ayer, o hace siglos ya.

Los Pies, mecánicos, recorren-
por el Suelo, o el Aire, o la Nada-
un camino sin Gracia,
Descuidado,
un contento de Cuarzo, como una piedra.

Es la Hora del Plomo-
recordada, si es que se sobrevive,
como los que se helaron se acuerdan de la nieve-
Primero- el Frío- después el Estupor- después abandonarse.

Cuenta Nora Ancarola (Buenos Aires, 1955) que después de la Segunda Guerra Mundial, cuando los jóvenes alemanes preguntaban a sus padres qué hicieron en la guerra solían quedarse sin palabras. Y que a este momento de vacío sin sonido se le conocía como la hora de plomo. Vinculada a una sensación de incertidumbre y desasosiego, pero también a instantes en los que, como dice Joan M. Minguet en el texto de la exposición de Nora, «la libertad individual queda quebrantada y la perversidad emerge en toda su violencia», otro de los momentos que la artista vincula a esa hora de plomo es cuando, después de la guerra civil española, miles de personas se exiliaron a Francia cruzando la frontera en 1939 sin saber exactamente dónde irían a parar sus huesos.

La exposición que actualmente se puede ver en el Centre d’Art Maristany de Sant Cugat del Vallés reúne varios trabajos de Nora Ancarola en los que el plomo y la plata han sido tomados como metáforas del combate que mantiene esta artista con temas tan acuciantes como la vigilancia, el control, la emigración o el dolor. Y frente a aquellas horas de plomo que reflejan nuestra desesperación ante situaciones que nos superan, la artista nos habla de momentos de plata o, según se mire, de momentos de sanación. Momentos que equilibran el exceso de desasosiego. Dos de las obras de esta exposición que me han llamado especialmente la atención y que Nora ha materializado en plata en colaboración de la arquitecta y joyera Agnès WO, son Ferida de (la) plata y Casa tomada –polisèmica, ambas de 2019.

Nora Ancarola es de Rio de la Plata, un rio oscuro y marrón que se extiende entre Argentina y Uruguay y en cuyas aguas fueron arrojadas miles de personas desde aquellos vuelos de la muerte fletados por la dictadura militar entre 1976 y 1983. Cuenta Nora Ancarola que, con el tiempo, este río se fue transformando en su sombra. Y también que durante años, proyectó imágenes de este rio sobre su cuerpo como si se tratara de una herida abierta por la que iban supurando sus problemas emocionales. La obra que Ancarola presenta en el Maristany bajo el título Ferida de (la) plata, es un intento de trabajar con esta herida a partir de la imagen de una grieta que, lejos de cerrar o coser, la artista decide rellenar de plata para que pueda respirar, para que pueda entrar la luz.

Se dice que la plata es un potente liberador de emociones a las que se les debe dar salida para tranquilizar nuestro estado emocional. Rellenando de plata una grieta calcada de la que todavía existe en una habitación de Argentina donde la artista vivió felizmente, Nora Ancarola libra a manos de la luz el dolor de un cuerpo y una mente que sintió en su piel y en la de muchos otros las complejas vicisitudes de un exilio forzado, la incomprensión de una partida, la inquina del poder, el trauma de una opresión, la falta de libertad… la imposibilidad de ser persona.

Junto a esta grieta de pared tan cargada de emoción como de autobiografía, otra de las obras de Nora Ancarola realizada en plata y que me gustaría sacar a colación es Casa tomada –polisèmica, una pequeña instalación surgida del relato que Julio Cortázar escribió en 1945. Considerado como el cuento de este autor argentino que más estudios ha generado, Casa Tomada narra la historia de dos hermanos (Irene y el narrador) impelidos a abandonar su casa a medida que sienten que sus habitaciones van siendo tomadas por unos (supuestos) intrusos. Rezumando una elevada sensación de invasión, son muchas las interpretaciones que, desde el psicoanálisis al anti-peronismo o la violencia ejercida desde los espacios de la intimidad, se pueden disparar a partir de este relato. Ahora bien, reproduciendo en plata y en plomo la planta de esta casa, al tiempo que la artista aporta luz a la descripción de una situación que parece que no tiene salida, también impide que el destino de sus habitantes se pueda resolver de manera menos trágica. Basta con una llave de plata para cerrar o abrir la casa de plomo; basta con una llave de plomo para cerrar o abrir la casa de plata. Tan simple y esencial como el poder del material.

Por bien que el oro, la plata y el cobre, además de sus propiedades materiales, también poseen facultades alquímicas, esotéricas, energéticas y emocionales, otro de los aspectos asociados a estos metales es su valor especulativo, en especial, del oro. Considerado como un valor refugio -que no seguro- en tiempos de crisis, el oro es el metal que mejor simboliza la riqueza y el poder y, como tal, se le considera un bien sumamente preciado.

Tanto el oro como el arte son bienes sometidos a las leyes de un mercado inapelable, implacable y, por qué no, un tanto caprichoso. Ahora bien, si se puede seguir por internet la cotización en tiempo real del precio del oro en el mercado al contado, la oscilación del arte en su mercado es imposible de computar.

Teresa Estapé (Barcelona, 1972) es joyera y artista y en sus «objetos emocionales y simbólicos» aparecen metales o piedras preciosas utilizadas habitualmente para la creación de joyas pero que a la vez también cuestionan el sentido de su valor en función de la lógica de los dos mercados, es decir, el del oro y el del arte. En la exposición Oro, papel, diamante que, hasta hace poco, se pudo ver en el espacio Chiquita Room de Barcelona, Estapé hizo uso de estos tres materiales, revalorizados en tanto que objetos de deseo, con el fin de someterlos, sorprendentemente, a un finísimo proceso de desvalorización consistente en negar sus propiedades más bellas y atractivas. A través de este proceso de reconversión inverso que, privando de valor el material de una joya, permite que por encima de lo visible aflore la esencia “atávica, simbólica y emocional” de la materia -como apunta Zaida Trallero en el texto de la exposición y en relación a Unjewelery, una línea de joyas casi invisible de Estapé- la artista sugiere que el valor de las cosas no depende exclusivamente de una cuestión material. Así, (mal)tratando desde el ámbito del arte el valor de materiales vinculados a la joyería, hace que el valor que tiene su obra sea el que le damos en tanto que objeto de deseo. Una vez más, como si fuera una joya.

Si en la obra Valor refugio de 2019 Estapé camufla 18 quilates de oro entre 95 folios de papel o en su Diamante, también de 2019, congela al fuego de un soplete los 0,20 quilates de una piedra de una luz preciosa, parece que lo que está sugiriendo esta artista es que revirtiendo la lógica de las cosas el sentido de nuestra vida podría ser muy distinto.

Bastaría con escuchar el latido del metal para hacer tan solo tres joyas. Bastaría con que una pared se convirtiera en piel para poder acariciar. Bastaría con iluminar heridas abiertas para apaciguar el dolor. Bastaría con vibrar con la emoción que siempre emana desde el interior de un objeto.

Sea una obra de arte, sea una joya.

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