Aurelia Muñoz.»Anudar el espacio», Museu Nacional d’Art de Catalunya. Barcelona.

Me comentó su hija, Sílvia Ventosa, conservadora de textil y moda en el Museu del Disseny de Barcelona, que su madre admiraba a Moisès Villèlia y que quizás, por esta razón, era probable que conociera a Magda Bolumar, esposa y hoy viuda del escultor informalista, conocido por trabajar con la caña del bambú. El caso es que se lo pregunté porque me parece tan bella y extraordinaria la coincidencia en Barcelona de dos maneras de entender y abordar las fibras naturales y el textil en el arte, que si, ya en nuestro post anterior, nos acercamos a la figura de Bolumar, era de cajón que ahora le tocaría el turno a Aurelia Muñoz, la madre de Sílvia.

¿Qué por qué?

El motivo por el que esta artista hoy es de actualidad es la pequeña y delicada exposición que le dedica el Museu Nacional d’Art de Catalunya en una de las salas de su colección consagrada al Arte Moderno. Realizada con parte de la donación de los herederos de Aurèlia Muñoz al MNAC, formada por diecisiete dibujos y ocho obras textiles manufacturadas entre los años 60 y 70, esta exposición, que comisaría Alex Mitrani, es una buena ocasión para acercarse a la labor de quien, como Muñoz, no sólo dedicó buena parte de su vida a investigar, desde parámetros estrictamente artísticos, técnicas artesanales y domésticas como el patchwork, el macramé, el collage o el ensamblaje sino que incluso llegó a tejer su carrera huyendo, en todo momento, de las zonas de confort donde se instalan no pocos artistas a la que dan con el lenguaje que les identifica y con el que se encuentran estupendamente a la hora de comunicar sus necesidades, anhelos y disconformidades.

Pero no sólo ésta es la razón por la que Aurelia Muñoz está de actualidad. Resulta que desde su inauguración, el pasado 21 de octubre, el nuevo MOMA de Nueva York expone en una de sus sus salas su obra Águila Beige (1977) una de las tres obras de gran formato -¿deberíamos hablar de esculturas?- que el museo neoyorquino adquirió a principios de este año junto a diez dibujos y varios proyectos. Como parte de las construcciones colgantes que, bajo el título genérico de Entes, Muñoz empieza a tejer a partir de 1974, la obra que se expone en la ciudad de los rascacielos está formada por enormes paneles de yute y sisal trenzado formando lo que, a simple vista, podría ser un pájaro de múltiples alas. Un ente o ser orgánico que, adoptando como piel el nudo noble del macramé tan propio de las antiguas tradiciones árabes, tiene el poder de desdibujar las líneas que transcurren entre el arte, la arquitectura y la artesanía. Algo no muy lejos de las célebres celosías de una buena escultora como Cristina Iglesias.

Formada por obras fechadas entre 1960 y 1977, la exposición que, hasta finales de abril de 2020, se va a poder ver en el MNAC -si, casi cinco meses, han leído bien- traza todas las líneas de investigación que, en torno a la aprehensión del espacio y el volumen, trabajó Aurelia Muñoz a través del dibujo, el patchwork, el collage textil, el ensamblaje, el macramé y, en general, los nudos con los que paliaba el dolor de una enfermedad que aprendió a combatir con ayuda del corsé que tuvo que llevar y que apenas le permitía moverse del lugar donde trabajaba. Desde su formación infantil, en la escuela Montesori, y su posterior aprendizaje en la Escuela de Artes Aplicadas y en la Escola Massana de Barcelona, Muñoz no sólo aprendió a pensar con las manos sino también a vivir con lo que trenzaba, anudaba y dibujaba con ellas.

Cuatro son las etapas que, según dijo su hija durante la presentación de la exposición, determinaron la evolución de la obra de Aurelia Muñoz:

– De 1960 a 1968, época en que realiza bordados y obras en patchwork con una temática centrada principalmente en torno a temas místicos y simbólicos de corte medieval. Dos de estas obras se pueden ver en la exposición: el patchwork Personajes místicos y cruz (1964) y un Bordado de lanas sobre tejido de yute (1966).

– De 1969 a 1983, época en que se consagra al macramé o nudo noble. Es el momento al que pertenece la pequeña, bella y delicadísima obra titulada Nudo (1978), realizada enteramente a mano con hilos de lino blanco.

– De 1978 a 1983, época en que la naturaleza se convierte en el centro de su poética y en la que, desde la técnica del anudado, analiza las velas de los barcos y las cometas. De esta época son sus célebres pájaros (como el del MOMA o los que expuso en la Galería Maeght ) o dos dibujos en tinta sobre papel fechados entre 1977-1979, también presentes en la exposición.

– De 1983 a 2009 época en la que trabaja principalmente en papel algo, por lo visto, muy común en otros artistas del textil que, hacia el final de su vida, se acercan al dibujo de manera intensiva y sobre todo, natural.

Con una obra con resonancias artísticas no sólo de numerosas obras pertenecientes a la colección del MNAC -desde las pinturas murales del románico catalán a los lienzos de Joaquín Torres-García- sino también con el mundo del grafiti callejero o el amor por la materia del barroco al informalismo, Aurelia Muñoz fue una artista que, lejos de pertenecer a cualquier movimiento, se las supo ingeniar para transitar por el mundo del arte a través del léxico que, a partir de 1960, elabora manualmente entre los límites del arte y la artesanía.

En una suerte de proceso creativo que, de las dos dimensiones del papel, alcanza la tridimensionalidad como lo hace un vestido a partir de unos patrones, la obra de Aurelia Muñoz se consolida al poco tiempo de empezar gracias al reconocimiento de la crítica local e internacional así como de su participación activa en el movimiento de la Nouvelle tapisserie -concepto inventado por el crítico André Kuenzi en el año 1973- y de mostrar sus creaciones en varias ediciones de la Bienal del Tapiz de Lausanne, evento organizado por el CITAM (Centro Internacional del Tapiz Antiguo y Moderno), nacido en 1962 bajo los impulsos renovadores de Jean Lurcat, creado para equiparar el tapiz al rango de obra de arte y convertido, desde su creación, en núcleo aglutinador de las artes y el tapiz a nivel internacional.

En el marco de uno de estos encuentros que permitían a artistas de diferentes países contrastar técnicas, experiencias, saberes, materiales y sobre todo, poesía manual, fue cuando Aurelia Muñoz (Barcelona, 1926 -2011) conoció a una de las celebridades del mundo del tapiz a escala internacional: la artista polaca Magdalena Abakanovich. Una artista a la que ya dedicamos unas palabras, allá por el año 2016, a raíz del «descubrimiento», por mi parte, de una de sus obras -un magnífico Abakan (1966-1968)- colgando en el Museo del Tapiz Contemporáneo de Sant Cugat del Vallès, una obra que, vaya-por-dónde, fue donada a dicho museo por los herederos de Aurelia Muñoz.

Si cuando era pequeño y empezaba en esto del arte me hubieran dicho que, de muy mayor y más allá de mi afición por el arte contemporáneo y la transgresión artística, no sólo me fijaría sino que también me maravillaría ante obras realizadas con técnicas ancestrales y el uso de fibras naturales y textiles, hubiera dicho que, para que esto sucediera, sin lugar a dudas, antes debía morir. Y esto es justo lo que casi que me pasó -entiendan la metáfora…- cuando al entrar en la sala de Anudar el espacio -precioso titulo de la exposición aunque, en catalán, me guste más: Nuar l’espai– vi pendiendo del techo, la perfecta y grácil contundencia de la obra Ens Social, un bello artefacto en macramé de sisal y yute, creada por Aurelia Muñoz en 1976.

¡Ya ven ustedes qué tipo de sorpresas no deja de depararnos la vida!

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Magda Bolumar. «Papers. Anys 60 i 70». Galeria Marc Domènech, Barcelona

Entre diciembre de 2018 y enero de 2019 pude ver en la Galería Marc Domènech de Barcelona una deliciosa exposición titulada Aquelles petites coses…, una muestra colectiva que, en la línea de la que ya organizaron en 2017 con este mismo título, me deparó tantas sorpresas que decidí volver a verla para comprobar qué había de cierto en la primera impresión que tuve. Construida con obras de pequeño formato de artistas modernos y contemporáneos tan dispares y variados como Rafael Alberti, Luis Claramunt, Luis Feito, Vicenç Viaplana, Julio Gonzalez, Antoni Tàpies, Joan Hernández-Pijuan, Maruja Mallo, José Caballero, Joan Furriols, Albert Gleizes, Juan Gris, André Masson, Joan Miró, Joaquín Torres-García, Joaquim Chancho, etc. la exposición mostraba obras de un gran delicadeza. Entre ellas, dos que me llamaron especialmente la atención. Dos pequeñas obras en arpillera y color realizadas por la mano de una artista que desconocía por completo. De una artista de la que nunca había oido hablar.

Fascinado por la fuerza de aquellas obras y la intriga que me causaba semejante enjambre de tela y saco, hilos y cuerdas y manchas de color y puntos brillantes, dinámicos y juguetones pregunté en la galería acerca de aquella artista. Y fue entonces cuando me dijeron que se trataba de Magda Bolumar Chertó, viuda de Moisès Villèlia, el escultor informalista de las cañas de bambú.

No son pocas las artistas cuya obra se difumina tras el nombre de su pareja. Y todavía más, cuando su pareja se trata de un artista. Aunque a veces responde a una decisión propia -dice la propia Bolumar: «Yo siempre estuve en segunda fila y estaba cómoda en este lugar»- y otras veces a una imposición, siempre se trata de una injusticia vivir en silencio tras la sombra de un nombre que no es el propio. Se trata de un hecho que si hoy son muchas las voces que se alzan a consciencia para minar su vigencia desde cualquier frente, es algo que en los años 50 no sólo era normal sino que nadie se atrevía ni tan siquiera a discutirlo.

Poco tiempo después de lo que, para mí, fue una revelación en toda regla por parte de una artista que me transportó hacia mundos insondables, asistí a una velada de ensueño en La Ricarda, la casa de Ricardo Gomis construida por Bonet Castellana en un paraje natural, entre el litoral del mediterráneo y el aeropuerto de Barcelona. De estilo arquitectónico racionalista, con sus muebles y distribución originales y un estado de conservación tan lamentable que un buen chute financiero no le iría nada mal, la casa Gomis, levantada en los 60’s, es una suerte de oasis silente donde el tiempo sigue respirando y donde no es difícil imaginar escenas de aquella notte de Antonioni con Mastroiani, Moreau y Vitti luchando, sin hablar, por una existencia que se les escapa, por una vida que no entienden. Construida en una sola planta en base a pabellones aislados, unidos a los espacios comunes por una resolutiva retícula de cristales, cortinas, puertas correderas y celosías, la casa Gomis conserva en su comedor una obra que, desde que la vi, reclamó mi atención de manera insistente: un tapiz de grandes dimensiones realizado en arpillera sobre fondos terrosos. Escondiendo lo que, por su parte posterior, era un mueble para la vajilla y buena parte de los servicios de la cocina y el office de la casa, aquel enorme tapiz de arpillera que fijó mi atención desde el primer momento era una obra de Magda Bolumar pensada ex-profeso para el lugar donde se halla. Una suerte de constelación mágica que, remitiendo a los fantásticos mundos que describe Joan Ponç en su obra de corte onírico, apela al mensaje de una naturaleza escondida y no tanto al resultado de una conciencia estrictamente pictórica.

Si eran ya dos veces las que me fijaba en la obra de Magda Bolumar, así, como-quien-no-quiere-la-cosa, se pueden imaginar la ilusión que me hizo cuando supe que era esto lo que se iba a mostrar en la exposición que ahora nos ocupa.

Montada con papeles de los años 60 y 70 y alguna que otra arpillera -o xarpillera, como las llamó Vidal de Llobatera- para recordar, en cierta medida, la obra por la cual es conocida esta artista, la exposición que hasta final de diciembre se puede ver en la galería Marc Domènech es un viaje hacia el interior de un mundo que se las supo ingeniar para llegar a brillar con luz propia tras la sombra de la ortodoxia artística de la época en que emergió. Sostienen plumas ilustradas en la vida y obra de Magda Bolumar que, tras el encuentro de esta artista con el escultor Moisés Villèlia -su compañero de vida y obra hasta el día de su fallecimiento- y, posteriormente, con los miembros del grupo de Dau al set, no lo tuvo demasiado fácil para conseguir que su obra se hiciera un sitio entre los márgenes de actuación que dejaba libre el informalismo, un movimiento tan artístico y vital como caracterizado por lo matérico y, como no, por su furibundo androcentrismo.

Integrada y vinculada relativamente a los circuitos vanguardistas catalanes tanto por vía marital como por la singularidad de una producción que, tal como sostiene Cirici Pellicer en 1970 «…no es análoga , ni semejante, ni igual a nada» por encontrarse «…de golpe, en un dominio por estrenar, donde nadie podía guiarla, donde la imitación era imposible», Magda Bolumar es autora de una producción donde el color, la forma y el tejido adquieren valor por el vínculo que establece con la naturaleza. Y es que se mire por donde se mire -es decir, desde lo micro hasta lo macro- casi nada en la obra de Bolumar se desprende del misterio que alberga el mundo natural.

Por bien que la sombra de su marido planeó casi siempre sobre su cabeza, Magda Bolumar no sólo fue una compañera de vida; también fue una gran artista que, en torno a los años 60, resurgió con la luz de una obra que, ajena a cualquier tendencia o moda, abogaba por experimentar con materiales inusuales y sugerentes pero, sobre todo, de una forma muy peculiar. Se trata del momento en que se dan a conocer sus dibujos pero también de la época en que el yute aparece en su obra, un material que, en manos de Bolumar no sólo adquiere un significado especial sino que sirve para convertir lo orgánico en el eje central de su producción. Cuenta Cirici Pellicer, en otro de los tres textos que escribió para Bolumar, que así como Burri o Millares recurrieron al material textil para la articulación de una obra tan dramática y contundente, como desgarrada y trágica, la artista hizo que la arpillera -o yute- fuera la protagonista de su producción. De modo que, en lugar de romperla, coserla, maltratarla, mancharla, atarla o someterla a todo tipo de vejaciones, permitió que la arpillera «asumiera un significado, que adoptara una actitud, que realizara un acto».

Caracterizada por la simplicidad de un trazo capaz de crear con líneas y colores lo que, a ojos del espectador, serían organismos microscópicos o «seudópodos, crustáceos o miriápodos, mástiles totémicos o vehículos lunares», la obra de Bolumar dibuja una suerte de universo donde todo lo que aparece lleva a cabo una misión. Y es que para alcanzar el nivel de tensión al que llegan sus bajorrelieves cuando la artista los da por terminados, se sospecha que los ha trabajado extrayendo de ellos las prestaciones que le brindaban.

Tensando cuerdas, trenzando hilos, escalfando lacas, lijando superficies, empapando telas, punteando bordes, dibujando líneas, uniendo puntos, trazando círculos, extrayendo capas o pintando de color el resultado de un trabajo tan minucioso y laborioso como nacido del deseo de moldear su intimidad hasta el punto de mostrarla al público a través de la óptica de un microscopio hecho a mano, Magda Bolumar (Caldes d’Estrac, 1936) crea con el tiempo un cuerpo de trabajo que «tiene el poder mágico de trasladarnos a esa otra especie de mundo, como de cristal, de seda y de hilos de plata, o como de membranas iridiscentes de burbuja de jabón cogidas por telas de araña negras» para darnos la oportunidad de «contemplar de lejos nuestro mundo real, captar su suciedad y la claudicación, y medir la distancia entre la fragilidad y la debilidad». Son tan bellas estas palabras que, una vez más, le dedica Cirici en un texto publicado en 1982 que no puedo más que reproducir lo que, con tino, finura y delicada poesía, atribuye a la obra de esta creadora silente.

Si la vida de esta artista rescatada de un olvido fomentado tanto por decisión propia como por hábitos injustos, especialmente para las mujeres, ha sido un ir y venir entre momentos de gloria y de sombras y de salidas y regresos tras los pasos de quien le acompañó desde los 50 hasta el final de sus días, es el momento de observar bajo otro prisma la obra de una mujer que aprendió a hacer de su silencio el relato de una existencia que se sostiene entre agujas y tensiones, pespuntes y desgarros pero también trenzas y cuerdas y descosidos e hilos para hacer de todo ello el fundamento de una actitud destinada no sólo a no desfallecer sino también a mantener con vida la ilusión de que el mundo bien puede ser lo que existe detrás. Es decir, lo que hay detrás.

Por ejemplo, detrás de un mueble de cocina que, de cara a un comedor, comparte con los comensales la existencia de un recuerdo pasado.

Y, sin embargo, muy presente.

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