Josu Bilbao. negarràk -negarrà. Espai 13. Fundació Joan Miró. Barcelona

La primera vez que asistí a una interpretación de 4’33’’ de John Cage, recuerdo que pensé que se trataba de una tomadura de pelo. Y aunque desde entonces ya han pasado unos cuantos años lo recuerdo como si fuera ayer. Yo todavía estudiaba Historia del Arte en la Universidad de Barcelona y la obra en cuestión se había camuflado en el programa de un concierto del Palau de la Música Catalana que no quise leer por mi tendencia innata a no informarme con antelación acerca de casi nada de lo que voy a ver o a escuchar. Yo, lo reconozco, soy más de impacto, de impresiones y de tirar el hilo si algo me agrieta el pensamiento, la razón, el estómago, la sensibilidad, el hígado o el corazón. Tomando prestado lo que explica Camila Cañeque en su libro La última frase, diría que yo soy de entrar en “un espacio de estreno, de primeras impresiones, de culto al impacto, tan lleno de esperanza como cargado de prejuicios, donde se disparan expectativas o se prefigura la decepción, donde se juegan las cartas del deseo y el rechazo”.

Aunque nunca he dejado de sentir vergüenza por mi burda reacción frente a mi bautizo con esta obra de Cage, debo reconocer que una vez logré superarla suficientemente, nunca dejo pasar la ocasión de verla de nuevo cada vez que sé que se va a interpretar en algún lugar. Es más, hago todo lo que está en mi mano para asistir y revisitarla una vez más. Y otra. Y otra. Hoy, al asistir a otra interpretación de esta obra de Cage ya no sólo no me cansa en absoluto, sino que cada vez que lo hago me da la sensación de que es mi primera vez y siento que se ensancha y engrandece a medida que transcurren los segundos y los minutos hasta conseguir que mi necesidad de hablar haya enmudecido por completo al alcanzar el minuto 4’34’’. Es decir, su final.

Se ha escrito mucho sobre 4’33’’ de John Cage. Y no voy a ser yo quien, ahora y desde esta plataforma, vaya a descubrir nada nuevo acerca de esta composición, tan amada y denostada a partes iguales como poseedora de una singularidad que es la que ha hecho de ella una obra maestra. Una obra maestra breve y concisa.

Cuando Cage concibió esta obra en 1952 era considerado uno de los más grandes y respetados coleccionistas de rupturas, avances, fracasos y genialidades de la escena artística neoyorquina. Cage no dejaba indiferente a nadie. Era un propagador vital cuyos esfuerzos inexorables permitió que ideas y posibilidades creativas y artísticas hasta entonces marginadas, volvieran a circular de repente junto a las transformaciones y los avances de los movimientos modernos de mediados del s. XX. 

4’33’’ es una obra musical en tres movimientos, que se puede interpretar con cualquier instrumento o conjunto de instrumentos y en cuya partitura sólo aparece la palabra “tacet”, que invita al intérprete o interpretes a guardar silencio y a no tocar sus instrumentos durante los cuatro minutos y treinta tres segundos que dura la pieza. Aunque se considera que es un período de tiempo en el que lo único que se escucha es la voz del silencio, lo cierto es que el silencio es lo único que no se percibe. En su lugar, se oye la tos de los espectadores, el sonido metálico de unas pulseras, el maldito sonido del celofán de unos caramelos, la cremallera de un bolso, murmullos de quiénes se enfadan porque creen que les toman el pelo…. todo lo que quepa en un contenedor de sonido temporal que permita entender que la partitura de Cage, más que una correlación de notas, símbolos y signos, es un librito de tres páginas con instrucciones articuladas para transmutar el espectador en contenido de la composición. Su verdadero contenido.

Y todo, sin que el espectador se dé cuenta de ello.

Convertir al público asistente a una interpretación en el contenido de una obra que ha sido concebida por otro -a saber: un artista, un compositor, un dramaturgo, un cineasta, etc.- es algo que conocen bien algunos de los artistas que más me interesan y que ponen en práctica de forma regular o esporádica. Es decir, no siempre. Sólo lo justo. Creo que abusar de este tipo de trueques conceptuales no sólo aniquilaría el misterio implícito de estas propuestas, sino que fomentaría la multiplicación de comentarios de este tipo:

  • ¡¡¡Pero bueno!!! ¿esto es una obra??? ¡¡Pero si esto lo puede hacer cualquiera!! ¡Menuda tomadura de pelo! (refiriéndose, por ejemplo, a una obra de Miró)

Aunque en mi anterior entrada a este blog ya me referí a un trabajo de Dora García para completar mi texto sobre la obra de Robert Barry que estaba escribiendo, me voy a referir de nuevo a otra de sus obras por dos razones muy claras: porque el trabajo de Dora García, en general, me interesa mucho desde hace muchos años y porque creo que la obra de la que quiero hablar puede aportar su grano de arena a lo que me acabo de referir sobre el “uso” del público en ciertas prácticas artísticas contemporáneas.

Dora García tiene unas cuantas obras que toman prestado al espectador sin que éste se dé cuenta. De entrada, o nunca. Dora asalta al espectador para sorprenderle en el trayecto de un transporte público; le escudriña y radiografía tan pronto como accede a un espacio de exposición; le observa en streaming pasando frente a una cámara que no se ve; le sorprende en plena calle preguntándole cualquier cosa; o le seduce comiéndole la oreja generándole la duda de si lo que quiere es llevárselo a la cama. Dora casi nunca protagoniza sus performances. En su lugar, contrata perfiles de personas que se ajustan a la perfección a lo que ella busca y que capta en el transcurro de los cástines que programa en cada ocasión. Y siempre da con auténticos fenómenos.

“Los Romeos” es una obra concebida por Dora García en el marco de Frieze 08 que parte de las memorias de Marcus Wolf, un espía de la RDA en la Alemania Occidental durante los años de la Guerra Fría, quien desveló hasta qué punto perfeccionó el uso del sexo en el espionaje a través del “Método Romeo”. Wolf usaba agentes jóvenes y atractivos para seducir a secretarias como método para acceder a los archivos confidenciales que custodiaban sus jefes en Bonn, la capital de Alemania Occidental. Lo curioso del caso es que, según se ha podido saber, muchas de estas mujeres sabían desde el principio que sus amantes eran espías más interesados en conseguir documentos que en sus cualidades físicas o morales. Por muy monas que fueran. Estas mujeres, aun a sabiendas de que estaban siendo utilizadas, prefirieron seguir el romance con sus galanes sacrificando lo que fuera necesario para, como mínimo, seguir siendo la mar de felices. Vendría a ser como aquello de que “dime que me quieres, aunque sea mentira”.

La forma en que Dora García consigue generar sospechas con la activación de esta obra “invisible” consiste en distribuir un poster, a la manera de un anzuelo, informando al respetable sobre la “puesta en marcha” de la misma. Nunca dice quiénes son los Romeos. Ni tampoco da pistas que permitan identificarlos. El público que se halla donde tiene lugar esta acción de García, nunca acaba de saber si quien se le acerca y pregunta algo, es porque quiere saber la hora o echarse un polvo con él. Operando de este modo, el público va tomando consciencia de quien es, qué pretende, qué le gustaría que sucediera o si va a ser capaz de distinguir si quien le entra es un Romeo o alguien que se aburre y está buscando en ti un poco de sosiego. Lo más normal es que, al regresar a su casa, nadie siga sin saber si alguna de las personas con las que ha estado hablando en el transcurso de la velada -en el transcurso de la performance- era normal corriente o, por el contrario, un esbirro de Dora. Sí que va a saber en su lugar que durante todo el tiempo que permaneció en alerta estaba siendo víctima de algo que, aun queriendo aclarar, jamás se enteraría.

A menos que alguien se lo chivara.

Entre la composición 4’33’’ de John Cage, la performance Los Romeos de Dora García e infinidad de obras de otros artistas que no puedo ni mencionar porque llegaría a más de cinco folios y, la verdad, no es plan, lo cierto es que el público que asiste a una interpretación musical, visita una exposición, ve una película o lee un libro desempeña un papel en la cadena de transmisión de estas obras mucho más importante y decisivo de lo que ellos imaginan. Y a veces, incluso, mucho más de lo que imaginan quienes les ponen en trance a través de sus obras.

negarràk -negarra es el título de la exposición que ha concebido Josu Bilbao para el Espai 13 de la Fundació Miró que todavía estará en cartel hasta el próximo 30 de marzo. O sea, el domingo de la semana que viene. Con la exposición de Josu Bilbao me sucedió algo muy parecido a lo que me pasó con 4’33’’ la primera vez que asistí a su interpretación: ¡menuda tomadura de pelo! -pensé- otra vez delante de un fuego fatuo.

Como después de mi metida de gamba con lo de Cage entendí que, si hay cosas que, a bote pronto, me pueden parecer una mierda, hay veces en las que, por fortuna, no sólo no es así si no que, incluso, hasta pueden llegar a ser una maravilla. Y a mi, este tipo de retos, me ponen bastante.

Con este credo tipo date-una-oportunidad-neng incrustado en mi mente me dirigí un día a la Fundación Miró para ver con mis propios ojos la propuesta de Josu Bilbao. Sólo había visto fotos en instagram de su inauguración a oscuras y estaba claro que con aquel tipo de información tan sesgada no tenía mucho derecho a decir casi nada. Una vez en el lugar de autos, todo empezó a adquirir otro aire y si en el transcurso de mis primeros segundos en su interior no lograba entender qué estaba pasando lo cierto es que a medida que iban pasando -los segundos, quiero decir- y con ellos mi tiempo de permanencia en su interior -del especio, quiero decir- no sólo me lo dejaba de preguntar si no que empezaba a disfrutar de lo único que veía estaba pasando, es decir, nada. Nada especial a simple viste pero sutilmente subyugante para la salud de mi cerebro. Y a mi, todo lo sutil y subyugante, la verdad es que me pone bastante.

Josu Bilbao ha dejado el Espai 13 completamente vacío. No hay un solo objeto, ni una escultura, ni un dibujo, ni nada de nada a excepción de unos altavoces primorosamente instalados a la altura de nuestros oídos en cada una de las paredes que separan la gran sala de este magnífico espacio de exposición del pasillo trasero donde a veces pasan cosas. Al cabo de poco rato de permanecer allí empecé a observar que la luz que recorría las superficies blancas de su interior -las del suelo, paredes y ciertas partes del techo- procedía de dos aberturas cubiertas por un cristal ensuciado por el tiempo, ubicadas por encima de nuestras cabezas, al fondo y a la derecha del espacio y en las cuales no había reparado en absoluto. Al acercarme a ellas y observar desde el interior el cielo, desde una, y un naranjo, desde la otra, al tiempo que incrementaba mi sensación de estar respirando por debajo del nivel del suelo -es decir, semienterrado- se incrementaba mi desazón por el hecho de no poder salir por allí porque los cristales no eran practicables y, además, no podía llegar a menos que fuera con una escalera. Y en aquel espacio no había ninguna. Ya lo he dicho: no había nada.

Era como si, de repente, estuviera dentro de una pecera deseando salir para poder respirar.

Resistiendo el peso de aquel vacío, abandonado por completo a lo que me echaran, en un momento dado de mi permanencia en aquel lugar empecé a escuchar el sonido de una música a través de los altavoces. Se trataba de una intervención, concebida exprofeso por Estanis Comella -artista cuya «práctica tiene un componente maleable, buscando materialidades ligeras» como se informa en la página web de Hangar.org-  cuyo efecto, en lugar de molestar o romper en pedazos el mood de quien goza lo más grande del silencio y la quietud, actúa en favor de la dilatación del tiempo que el espectador esté dispuesto a permanecer en el espacio. Al igual que la decisión de Bilbao, dejando el espacio vacío sin que pase nada, la música de Estanis tampoco es concluyente. En absoluto. Es como un paréntesis abierto en la nada. La banda sonora de un tiempo que, al terminar, consigue dejar al espectador como amarrado a una boya. Seguro en mitad de un océano. Al regresar de nuevo al silencio y tomar consciencia del abrazo del vacío, el espectador se encuentra de nuevo consigo mismo, esperando poder descubrir algo más que no sea una luz penetrando por unas ventanas o el período de tiempo que la música Estanis consagra sutilmente a las pausas. Que no al silencio.

Cuando después de más o menos 45 minutos conseguí abandonar el Espai 13, regresé de inmediato a mi casa con la sensación de haber estado en un lugar donde había visto algo que no sabía qué era pero que me daba igual porque me había causado una especial conmoción. También salí de allí sabiendo que más temprano que tarde, regresaría de nuevo.

Puesto que antes de visitar esta exposición tampoco me había informado acerca de lo que iba a ver, fue al llegar a mi casa cuando leí el texto que había escrito exprofeso Carolina Jiménez, comisaria de la exposición y del ciclo de exposiciones del Espai 13 de este año. Aunque me hubiera encantado que el texto de Carolina me aportara pistas un poco más comprensivas para mi en relación a la radicalidad con que Josu Bilbao arroja al espectador a la vacuidad matérica de este espacio tan limpio, silencioso e iluminado, debo confesar que lo único que consiguió fue confundirme hasta decir basta. Ni tan siquiera lo conseguí terminar. El rosario de conceptos con los que Jiménez se refiere a no-sé-exactamente-qué, fue lo que, al llegar al final abrupto de mi lectura, solo fuera capaz de concluir que si una cosa es la exposición de Josu Bilao otra, muy distinta, es el texto de Carolina. Y que si una penetra mis venas y recorre por completo el interior de mi cuerpo la otra me reafirma en la necesidad de articular otro tipo de textos para los programas de mano de una exposición. Para textos ensayísticos hay formatos mucho más adecuados, por cortos que sean. De verdad que les digo que hubiera sido la mar de feliz de haber podido decir otro tipo de cosa. Pero no ha podido ser.

Con la sensación de que lo que había experimentado durante mi primera visita a esta exposición aunque no supiera exactamente qué era, me removió hasta el punto de no sacármelo de la cabeza, me desplacé otro día al Espai 13 de la Miró con la mente libre de conceptos, en blanco y el deseo de percibir de nuevo la misma sensación que tuve. La primera vez que fui, quiero decir. ¡Son tan pocas las posibilidades en las que sucede algo parecido visitando una exposición que yo, a la que siento que algo me está pasando, me precipito como alma que huye del diablo. Ante casos así merece la pena repetir. Una vez, dos o las que sean de menester.

La segunda vez que visité la exposición de Josu Bilbao no tuve en absoluto la misma sensación, pero en su espacio había algo que permanecía en suspenso y que resulta que me estaba llamando como un canto de sirena. Y yo sin enterarme. Para mí, era como si el pasado hubiera regresado a aquel lugar -al Espai 13, me refiero- para bañar con la luz que le pertenecía la obscuridad soterrada oscuridad que tanto la ahogaba desde hacía demasiados años. Recuerdo que la primera vez que visité el Espai 13 de la Miró, la luz exterior que penetraba en sus salas lo hacía a través de un gran ventanal que se abría frente a la escalera descendiente, por donde se accede, y una retahíla de ventanas de formato regular que terminaban -o empezaban- donde Josu Bilbao había reabierto las suyas. Recuerdo que la luz que penetraba por estas aberturas acariciaba de tal modo el espacio interior que todo lo que albergaba en su interior -a saber: obras de arte, el público, los tubos y cables, su techo tan maltrecho, las puertas de acceso a los almacenes adyacentes, etc.- daba la impresión de que estaba gravitando. Como en una cápsula del tiempo. Como en una gran pecera. En un ejercicio de recuperación histórica o de justicia memorialista, me alegra ver cómo Josu Bilbao ha decido, de manera consciente o no, devolver a este lugar aquella ingravidez que hace años no tenía. Una acción sutil tan sencilla como subyugante consistente en eliminar de la sala todo rastro de luz artificial, localizar y rescatar las aberturas originales del espacio y permitir que fuera la luz del día quien se encargara de hacer el resto -lo que fuera- mientras pasaban las horas, las nubes, los segundos, el sol, los minutos, la lluvia, las horas o los visitantes.

Junto al sonido de la música de Estanis sonando a intervalos que mi cerebro es incapaz de computar, el espacio que creado Josu Bilbao con importantes dosis de arqueología industrial convoca, sin hablar, el vacío, el silencio y una luz que no son ni una cosa, ni la otra ni la de más allá. Ni el vacío, ni el silencio ni la luz. Se trata de los elementos más esenciales de un lugar al cual el público es invitado a acceder -o a asistir o a permanecer o a irse- y, sobre todo, a actuar sin que apenas darse cuenta. Se trata también de los componentes esenciales de una caja de resonancia temporal donde todos los sonidos que se escuchan -todos, sin solución de continuidad- son la banda sonora de una sucesión de emociones provocadas por una luz que lo penetra todo desde el exterior. Simple y llanamente.

Si has conseguido llegar hasta aquí y no te has hartado de lo que te he estado contando, te voy a decir, para terminar, una última cosa. Luego, ya te dejo en paz:

Ahora, en el momento en que estoy escribiendo estas, acabo de regresar del Espai 13 de la Miró donde he visitado la exposición de Josu Bilbao por sexta vez, desde mi bautizo el pasado 18 de febrero. En estas seis veces he visto la exposición por la mañana, al mediodía, con sol, con lluvia, al atardecer, solo, en compañía de RB, en compañía de MS y GQ y, además, junto a un sinnúmero de visitantes anónimos que jamás había visto en mi vida pero que cuando bajaban hasta donde estaba yo y nos mirábamos se establecía entre nosotros una suerte de comunión que me remitió, sin ser lo mismo, a la de los miembros de las comunidades que Dora García tanto ama explorar. A saber: comunidades de gente de todo tipo y pelaje unidas por el deseo de querer desvelar el alma oculta de un misterio, tan sutil como subyugante.

Una comunidad de gente que, como la que convoca Josu Bilbao en torno a su obra, alrededor de ella, dentro de ella u observándola en la distancia, no deja de ampliarse con naturalidad con la llegada de quien permanece en ella sin tener que hacer absolutamente nada. Con llegar a un lugar donde el vacío, el silencio y una luz se funden para evocar lo que uno es y quizás le cuesta aceptar, es más que suficiente. El resto, papel mojado.

O nada de todo esto.

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