56ª Bienal de Venecia 2015. Primera parte: Arsenale & I Giardini.

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Llegué a Venecia con muchas ganas de volver a comer en el Bea Vita, una Osteria cerca de ferrovia, en el Guetto o barrio judío. Se trata de un restaurante muy popular, ubicado al borde del canal de la Misericordia, en el barrio del Cannaregio. Un enclave de Venecia más irreal que la propia ciudad. Allí donde no hay casa nada, tampoco casi nadie. Allí donde lo que hay, es una maravilla.

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A nadie le extrañará, pues, que lo primero que hiciera tras depositar mi equipaje en la habitación del hotel donde me alojaría por cinco noches, fuera dirigirme al Bea Vita para saciar mi ansiedad. Y debo confesar que aunque pinché -era tarde y no escogí lo que hubiera querido porque a aquellas horas ya se había terminado- me dije que regresaría a aquel lugar antes de abandonar esta ciudad de ensueño imperecedero. O sea, Venecia, conocida también como la ciudad de los canales.

Pero no fui a Venecia para comer en este restaurante sino por la misma razón por la que suelo ir cada dos años: la Bienal. Un acontecimiento artístico tan anclado en el pasado que se puede permitir el lujo de ver pasar sobre su coronilla cualquier intento por desbancar lo que caracteriza a este tipo de citas artísticas internacionales. A saber: que más que cambiar nada que no se sepa o no se pueda averiguar, siguen con su tarea de certificar defunciones, sacar a la luz nombres desconocidos, efímeros, blufs o genios, dejarte impasible, obviar lo interesante, noquearte a la que te despistas, maravillarte, emocionarte o, como mínimo, concentrar en pocos días y muchas horas lo que yo, por ejemplo, jamás podré ver a menos que venga un mecenas y me comisaríe mi vida profesional. Algo que, a estas alturas, creo que es improbable que me pueda pasar.

Segundo intento:

Llegué a Venecia con la información suficiente como para no esperar casi nada de la Bienal. Casi siempre sucede lo mismo con la información que circula tras la apertura de sus puertas: parabienes, glosas, entusiasmos y máximos elogios por parte de las amistades -en su sentido más amplio- de los comisarios de los pabellones nacionales o de los compatriotas o de los colegas o de alguien de quien nunca has oído hablar pero que resulta que es tan importante e influyente que-no-se-entiende-como-es-posible-que-todavía-no-le-conozcas; mensajes destructores por parte de los resentidos, olvidados, los-que-deberían-haber-estado-en-lugar-de y que ahora se comen los muñones frente a lo que jamás hubieran hecho; indiferencia por parte de quienes no conocen a nadie pero que han ido a la Bienal porque han oído hablar de ella y creen que algo bueno debe tener; sentimientos encontrados en torno a la propuesta del Pabellón Italia, núcleo duro de la Bienal, hilvanado por el comisario general y que a veces salva el rostro del evento con la propuesta del Arsenale (o ni por esas); análisis de fondo para poner las cosas en su sitio pero, como todavía no has estado, te cuesta imaginar a qué se refieren; comentarios de todo tipo acerca de los efectos colaterales, exposiciones by-the-way o ese conocido vamos a aprovechar que va a venir mucha gente para montar nuestro chiringuito y a ver qué pasa; opiniones serias de gente muy experta que, de tan seria y experta, a veces no acabas de comprender; impresiones admirables desde el punto de vista artístico y profesional; lecturas sorprendentes a partir de las propuestas de cada pabellón nacional, su relación entre ellos, los puntos que tienen en común, allí donde la aciertan, allí dónde la pringan; esas comparaciones siempre odiosas; aquello en lo que casi todo el mundo está de acuerdo y que ¡pobre de ti! que te atrevas a cuestionar -o sea: un artista/revelación, un pabellón impecable, una exposición sorprendente o algo para poder llevarse a casa y seguir recordando aquel momento especial en que vimos algo con nuestros ojos- etc…

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En suma: una tal cantidad de palabras que, de ser gotas, hubieran inundado Venecia mucho antes de lo previsto.

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Tercer intento:

Llegué a Venecia sin haber retenido muchas palabras de lo que había leído sobre la Bienal. De modo que empecé a visitarla por la zona donde había menos cola. En mi caso, por el Arsenale.

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No recuerdo haber visto nunca una propuesta tan poco interesante en este recinto formado por la Corderie, la Artiglierie el Isolotto, el Gaggiandre, el Tese y el Giardino delle Vergini (¡qué nombre tan bonito!). Lo cual no quiere decir que no hubiera nada. Había mucho. Y ya se sabe: donde hay mucho, siempre se acaba pillando algo. Obviando el lugar donde se hallaba o la relación con las obras que la rodeaban, alguna de las obras que me interesaron, sorprendieron o me llevaron a invertir algo más de tiempo fueron las de Taryn Simon -con Paperwork and the Will of Capital: An Account of Flora As Witness, 2015. Pese al modo en que la artista estruja la idea me interesó su aproximación a la firma de tratados trascendentales desde el ojo de las plantas de los centros florales que decoran las mesas donde se realizan- Chantal Ackerman -con Now, 2015, una video instalación concebida para evocar el estado de emergencia que amenaza la vida a través de imágenes de regiones desérticas de Oriente Medio- la galería de retratos surgida de la combinación entre las propuestas de Kutlug Ataman y Chris Marker, el modo de mostrar desde el Pabellón de Chile la producción de Lotty Rosenfeld -una especie de robot aéreo tan fascinante como el contraste entre su precisión y la desnudez de las imágenes- la recreación de Étant donnés de Marcel Duchamp de la mano de Vanessa Beecroft y su interpretación de la escultura clásica, la estremecedora instalación sonora del Instituto Italo-Latino Americano, comisariada por Alfons Hug, dando voz a la población indígena de América Latina, la extrema delicadeza de la propuesta de Sarah Zhe en el último jardín del Giardino delle Vergini, la imponente instalación de sacos de Ibrahim Mahama en el pasillo de salida del Arsenale o the sympthome score de Dora García a partir de la partitura dibujada del seminario XXIII de Lacan interpretada ininterrumpidamente durante siete meses por un grupo de performers en lo que podría ser esa suerte de sesiones en torno a un único tema, objetivo o concepto y que siempre implica la participación activa de un grupo de gente o miembros de una curiosa comunidad.

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En cuanto al Pabellón Italia o Pabellón Central, es decir, allí donde se despliega en estado puro la tesis del director de la Bienal, en esta edición el crítico de arte nigeriano Okwui Enwezor, también diría que me aburrió y bastante. A excepción de la rarísima combinación entre las obras de Iza Genzken y Walker Evans, la reconstrucción del Dead Tree (1969) de Robert Smithson (quizás por una asociación inmediata con una de las mejores propuestas de Black Tulip en Barcelona con esa quema de un árbol en la chimenea de Halfhouse) junto a las obras neo aborígenes de Daniel Boyd, la tela azul flotante o Blue Sail (1964-65) de Hans Haacke con su tela de chiffon, ventilador oscilante, plomadas e hilo o la siempre escalofriante Marlene Dumas, lo cierto es que poca cosa se me imprimió en el cerebro.

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Si mis intereses artísticos se pudieran medir por el modo en qué se imprimen en mi memoria, verán ustedes que lo que retuve no es especialmente gran cosa.

A la salida del Pabellón Italia, visité los pabellones nacionales que se encuentran en los Giardini. Y me detuve en el Pabellón de Uruguay, con la peculiar Miopía Global de Marco Maggi en lápiz y papel; en el pabellón de los Países nórdicos con la propuesta sonora de Camille Norment; en el Pabellón de Dinamarca con la extraña obra de Danh Vo desplegándose a sus anchas por unas salas pintadas de color sangre y con la propuesta que, sin duda, me pareció la más interesante: el Pabellón de Austria de la mano de Heimo Zobernig.

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Ya sé que no soy nada original.

Para mi tendencia a derretirme frente a las obras que no se ven o en las que se tiene que imaginar casi todo partiendo de lo que dice quien la ha concebido, el pabellón construido por Zobernig para hablar, entre otras cosas, de la confluencia de dos momentos tan separados en el tiempo como unidos en el instante en que el espectador atraviesa su puerta y se sumerge en uno de esos vacíos que es mejor dejar como están que rellenar a base de insensateces, fue uno de esos momentos en los que uno se alegra de haberse gastado el dinero para ir a una ciudad y pernoctar en ella durante cinco días. Inutilizado para describir mi sensación al atravesar el dintel de una construcción que me situó en el interior de un espacio donde lo único que había era aire, luz natural, un suelo gris y un techo negro desprendiéndose de no-se-sabe-dónde y de modo amenazador, lo único que acierto a decir es que ejercicios de tan sofisticada depuración sólo están al alcance de pocos artistas y menos bolsillos. Me habían contado que la fortuna que había costado la intervención de Zobernig no justificaba para nada lo que se había hecho con él. Sin embargo yo, lejos de estar de acuerdo con esta máxima tan zafia, diría que si para hablar desde el arte a veces no hacen falta ni la mitad de las palabras, bienvenidos sean los mecenas que financian cosas así. Sin levantar la voz, lo que me dijo la obra de Zobernig es que estamos donde realmente queremos y que si a veces necesitamos dotar de sentido nuestra existencia no hay más que buscarla. Moviéndose. Dispuestos a no encontrar sino lo que sería otra necesidad. Y preparados para regresar si en este camino no hallamos lo que buscamos.

Ya me perdonarán ustedes semejante elegía a la vacuidad. Pero es que hablar demasiado siempre ha sido fácil para mí. O no.

Yo, con esto, ya tenía bastante. Pero antes de salir de I Giardini y comerme el bocadillo que llevaba en mi bolsa, visité a Sarah Lucas en el Pabellón amarillo de Inglaterra, los árboles móviles del pabellón de Francia concebidos por Céleste Boursier-Mougenot, el pabellón de Bélgica, el precioso pabellón de Finlandia que cada vez me gusta más pese a lo espantoso que es casi todo lo que presentan, el de Rumanía cerca del de Egipto del que todavía me acuerdo en su edición anterior, el Pabellón de Rusia, el de Israel…. todos, toditos, todos.

Y debo decir que lo único que me interesó es lo que he comentado en los párrafos anteriores.

(continuará…)

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