Ángela de la Cruz es una artista gallega nacida en A Coruña en 1965 que reside en Londres desde 1987, año en que se instala allí atraída por su música y ambiente after punk.
Ángela de la Cruz, además, es una artista que en 2006 sufrió un derrame cerebral a los dos meses de quedar embarazada de su hija Angelita Lola, que tras este accidente pasó dos años en coma postrada en la cama de un hospital y que, después de una dura rehabilitación, hoy va en silla ruedas y habla y se mueve con manifiesta dificultad.
Ángela de la Cruz, además, es una artista licenciada en Filosofía y Letras por la Universidad de Santiago de Compostela, formada en el Chelsea College of Art, el Goldsmiths College, el Slade School of Art, nominada al Turner Prize en 2010 y convencida de que el humor es un signo de inteligencia y supervivencia.
Pero Ángela de la Cruz es, también, una artista que, en la permanente exploración de un lenguaje que parte del léxico de la pintura, consigue estar presente en la totalidad de su producción trabajando unas obras cuyo tamaño podría relacionarse con su altura tanto de pie como en silla de ruedas, mostrando la cara más divertida de una obra multiforme y monocroma, evidenciando las abolladuras de una superficie como si fueran las taras del cuerpo que habita, preservando su intimidad enrollando lienzos o empaquetándolos o desafiando toda suerte de límites explotando su obra tras los bordes de marcos sobredimensionados y enormes. En suma, arrugándose, abollándose, estirándose, amputando y destrozando los límites de la bidimensionalidad pictórica con el fin de encontrar ese camino que, de tan propio, particular e incontestable, ha hecho de ella una de las artistas españolas más conocidas internacionalmente. Aunque en este país todavía cueste ver lo que hace. Según responde la propia artista a una pregunta periodística en relación a este vacío, dice Ángela de la Cruz: «España tiene más problemas que el arte».
Así, sin acritud.
El otro día fui a Lleida con un amigo para ver exposiciones. Aunque no solo las vimos en Lleida: también las que pudimos en nuestro trayecto de ida vuelta entre Barcelona y la ciudad del Segre. Si bien nuestro destino era la exposición de Ángela de la Cruz en la Panera, antes de llegar a nuestro destino pasamos por Montserrat, donde vimos, en su museo, grandes obras de pintores catalanes, deliciosos impresionistas, uno de los Caravaggio que hay en nuestro país -«sólo hay cinco», me dijo el otro día Jaime Conde-Salazar- y la exposición de fotografías del siempre descarnado Roger Ballen. También pudimos ver la correspondencia artística entre Ximena Pérez Grobet y Jorge Yázpik en el Museu Paperer de Capellades -un lugar adonde ir a la que se pueda- y, ya en Lleida, la exposición de Chiharu Shiota en la Fundación Sorigué.
Si al ver la intervención de esta artista japonesa en el pabellón de Japón de la bienal de este año, ya me pareció que su espectacularidad distaba mucho de lo poco que (me) sugería a nivel conceptual, lo que ha hecho ex profeso para la Fundación Sorigué tiene a su favor que, quizás por las características del espacio donde se instala, esa falta conceptual -o pobreza o escasez o limitación o lo que sea pero que a mí no llega- se ve paliada por una serie de obras más variada capaz de mostrar algo más de ella al margen de esa malla en cuya maraña atrapa lo que quiere. De forma que, si en el pabellón de Japón en Venecia, la maraña de lana roja le sirvió para enredar llaves de puertas, candados o ventanas con las que se cierra o abre el acceso hacia la intimidad o la vida social, la intervención de Shiota en la Sorigué consiste en atrapar entre metros y metros de lana negra piedras procedentes de la gravera de sus propietarios reproduciendo lo que, en el imaginario, podría haber sido la explosión del big bang.
Planteada a la manera de una gruta a la que se accede bajando unas escaleras después de pasar por una obra construida a base de ventanas con sus cristales y marcos desvencijados -¡maravillosa obra!, by the way- o de telas cosidas emulando esa trama en la que cualquiera de nosotros se podría quedar atrapado, lo más enternecedor de esta obra -cuya realización, cabe decir, fue posible gracias a la colaboración de un pequeño ejército de voluntarios- se halla allí donde todo empieza o donde todo acaba. Como sucede en los murales de Sol LeWitt. Es decir, allí donde la trama empieza a despegarse del muro para acabar ocupando el espacio como si se tratara de una escultura. O como si el volumen de la pieza escultórica partiera de uno de los cuadros que se ven en la exposición.
Y es que a veces la pintura no es lo que parece. Y la escultura tampoco. Como cualquier cosa.
Con ese pensamiento que, a modo de premonición, se me apareció en la Sorigué poco antes de visitar La Panera, entré en las salas de este centro -capitaneado hasta hace poco por Gloria Picazo- dispuesto a ver una buena exposición de Ángela de la Cruz, es decir, el objetivo de nuestro viaje. Y debo confesar que, tras pasar el dintel de acceso al espacio, no perdí el habla ni caí al suelo de puro milagro. ¡Jamás había visto nada parecido en la Panera!. Es decir, una exposición en su espacio semivacío, sin muros, desnudo, con todas sus columnas al descubierto, una luz fría, cenital y esa sensación de escalofrío que todavía me invade cada vez que pienso en lo que aguarda al espectador al otro lado de la puerta. A saber: una más que estremecedora exposición de una gran artista a la que respeto profundamente.
Titulada Escombros, coproducida entre La Panera y la Fundación Luis Seoane de A Coruña -donde se presentó entre febrero y mayo de 2015- y comisariada por Carolina Grau, esta muestra de Ángela de la Cruz es una especie de recorrido por la esencia de esta artista a través de una quincena de obras realizadas entre 2009 y 2014, muchas de ellas nunca vistas en España. Tomando el título de una de las obras también presente en la exposición (Debris, 2012) y que ha sido planteada sobre la base del impacto que causa en la artista la gran cantidad de basura y escombros que se acumula en los océanos, el interés de esta muestra tan manual se centra en el modo en que las piezas se ubican en el espacio favoreciendo que, tras el lento y largo tránsito entre una y la otra, se intuya una suerte de paseo por los recovecos de una persona en cuya obra se adivina el rastro de su ser. Todo el rastro.
Sin fisuras.
Al margen de la obra que da pie a la exposición y cuya combinación de sillas y hormigón rompe la suerte de misterio sacro que planea por la sala desde el momento en que se atraviesa su puerta, el resto de obras nos sirven para entender que la forma en que se resuelve la obra de De la Cruz se bate entre el plano y el volumen sin dejar de hablar de la pintura. En cualquiera de sus versiones. De modo que, tanto a través de sus planchas de aluminio monocromas, abolladas y volumétricas como de su serie de paquetes envolviendo no-se-sabe-qué -aquí un recuerdo muy especial para los subjetos de Idroj Sanicne de los 90’s- o del ensamblaje de muebles viejos sostenidos por muebles nuevos, las obras de De la Cruz parecen haber sido destrozadas, abusadas, maltratadas y rotas para mostrar la lucha que mantiene la artista para hacer que la pintura salga del plano como el dolor y el habla lo hacen de su cuerpo.
A veces sobran las palabras cuando se trata de hablar no sólo de amor. Porque también hay veces en que las obras te dejan sin palabras cuando de lo que se trata es querer abrazarlas.
Sin hablar de ellas.
Qué ganas me han entrado de ir a Lleida y no perderme estas exposiciones!!!!