Laia Estruch. Hello Everyone. Museo Nacional Centro de Arte Reina Sofía. Madrid

Cuando en diciembre de 2017 tuve la oportunidad de trabajar con Guillaume Bijl [1] entendí la diferencia que existe entre un almacén y su recreación en un contexto expositivo. Se trata de una diferencia sutil que se basa en algo tan simple como el cometido que desempeñan ambos en sus ámbitos correspondientes: una tarea funcional, en el primero de los casos, y, en el segundo, la misión de ubicar al espectador en la línea que separa la realidad de la ficción. Una maniobra de una gran precisión que, en el caso que Bijl, se resuelve mediante la organización de su trabajo no tanto -o no sólo- en función del traslado de unos objetos de un espacio a otro[2] sino también el gesto del artista y su modo, tan peculiar y singular, de clasificar, ordenar, disponer y visibilizar una serie de objetos en un espacio expositivo de forma que recuerde lo que ya no puede ser de ninguna de las maneras, es decir, una acumulación de objetos en un almacén.

La diferencia que existe entre un almacén y su recreación en un centro de arte o museo no (sólo) es cuestión de la cantidad de objetos almacenados en un espacio como del modo en que unas obras se muestran a un público interesado más en el arte que en la lógica de la ordenación o la clasificación funcional de bultos.

El tránsito por la fina línea que separa un almacén de su reproducción es lo que promueve Guillaume Bijl desde finales de la década de los 70’s a través de una obra cuya tensión se mantiene indeleble gracias al ejercicio de una práctica artística -escultórica e instalativa- cuyo contenido conceptual es el que dota de sentido la articulación de su formalización y, por lo tanto, de su forma de llegar al público. Y no al revés. Optar por la reproducción de un almacén en una sala de exposición teniendo en cuenta, principalmente, su aspecto formal -es decir, sobre la base de una acumulación de objetos- no sólo puede anular el interés de los objetos que almacena sino, sobre todo, la razón (artística) por la cual fueron concebidos. Algo imperceptible en Bijl por no ser el artista quien crea los objetos de sus instalaciones, pero sí en aquellos casos que resuelven a través de la acumulación la disposición de unas obras creadas para cumplir una función (artística) muy concreta y que, a mi modesto juicio, deberían mantener viva la llama de su cometido.

Neutralizar este detalle creo que es hacerles un flaco favor.

Visitando la exposición de Laia Estruch en el Museo Reina Sofía concebida, según sus comisarios[3], como un “almacén-archivo de todos los ensayos y activaciones llevadas a cabo (por la artista) a lo largo de su carrera”, más que sentir que estaba caminando por un “almacén transitable”[4] se me antojó estar haciéndolo por un museo de ciencias naturales rodeado de animales disecados como los que pueblan sus dioramas vintage, siempre tan sugerentes bajo la mirada de Hiroshi Sugimoto. Lejos de remitirme a la experiencia que ofrece Estruch mediante una obra que “no se puede desligar de la corporalidad física de la propia artista, de los cuerpos de sus colaboradoras y de los cuerpos de los públicos que participan activamente de la exploración y el descubrimiento constantes”[5], entiendo su Hello everyone[6] como una suerte de buenas e interesantes razones e intenciones encajonadas, más o menos resolutivamente, entre las paredes de un espacio a todas luces insuficiente, destinado a albergar la intensidad de una obra concebida para ser experimentada mediante la activación de una artista que se mueve como pez en el agua, se adhiere como la hiedra a una pared o camina, se arrodilla y repta por el mismo suelo donde reposan unas obras concebidas para cumplir una función tan concreta como la que cumple el espacio que la artista analiza previamente para marcar las pautas de la circulación de su cuerpo mientras dialoga, con su voz y movimiento corporal, con una serie de objetos / obras / esculturas / instalaciones que, al final de su acción, permanecerán en el interior de este espacio en recuerdo de lo que significaron mientras la artista les insuflaba vida.

O en espera, quizás, de que la artista vuelva a aparecer. O no.

A mí, personalmente, la obra de Laia Estruch siempre me ha interesado mucho y es a través del tiempo, pero, sobre todo, de su insistencia en transitar la línea que separa la práctica artística visual de la práctica escénica como he llegado a considerar el suyo como uno de los trabajos más singulares, sólidos y coherentes que se desarrollan actualmente en el contexto de nuestra escena artística contemporánea. Desde sus primeras incursiones en las que Estruch alteraba, modificaba o rompía su voz presionando sus cuerdas vocales con cordones enrollados alrededor de su cuello hasta sus propuestas más recientes en las que la complejidad de su voz, junto al movimiento de su cuerpo y los dispositivos que construye para interactuar con ellos en el espacio donde sucede todo nunca me deja indiferente, lo que obtengo cada vez que asisto a cualquiera de sus acciones es una nueva conexión con un modo instintivo, ancestral y hasta animal de “hacer arte” capaz de desestabilizar la deriva de unas convenciones cada vez más complacientes desde el punto de vista artístico y, quizás por ello, cada vez menos interesantes para mí.

Nacida en Barcelona en 1981, Laia Estruch se forma en Bellas Artes por la Universidad de Barcelona cursando el final de sus estudios en The Cooper Union de Nueva York[7], una universidad privada situada en el East Village de la ciudad de los rascacielos y considerada como una de las más prestigiosas de EEUU con sus escuelas de arquitectura, ingeniería y arte en los puestos más altos de los ránquines de calidad de aquel país. Con una práctica artística que se desarrolla, desde sus inicios, en torno al ámbito de las artes en vivo y/o la performance, en el que la voz (su voz) no tarda en erigirse en materia prima de unas propuestas articuladas por la acción de su cuerpo en relación con unos dispositivos escultóricos concebidos como resortes dispuestos a ser usados por ella en cualquier momento, Estruch es autora de unos proyectos concebidos para hacer audibles contenidos textuales o gráficos procedentes de archivos diversos con el fin de recrear de nuevos mediante la escritura de partituras y el registro del sonido que se genera al reproducirlos con su voz.

Desde su presentación en Barcelona en 2011 con Jingle, dentro del programa Barcelona Producció’11[8], Estruch centra su producción en tensionar y ampliar “los límites del arte contemporáneo, la palabra hablada y el teatro experimental con el fin de explorar la gramática comunicativa y emotiva de la voz a capella y poner a prueba las convenciones de su puesta en escena. El interés de Laia Estruch se centra en los extremos y porosidad de la palabra oral en su relación con el canto y el sonido en bruto. La articulación de ruidos y significados a menudo abarca y excede el lenguaje vocal humano: respiración, exclamación, murmullo, aullido, gritos y susurros. La voz es remodelada como un objeto supra humano extraordinario. En las performances de Estruch vemos escenas y acciones en las que su cuerpo queda suspendido sobre el nivel del suelo[9] -mediante estructuras que recuerdan las de los parques infantiles de los años 60-70 (Moat, 2016-2018[10])- interacciona con el agua -mediante dispositivos que remiten a elementos de piscina (Crol, 2019[11]), o a objetos a medio camino entre bebederos de animales de granja y el diseño industrial (Sibina, 2019[12]), o a lonas, concavidades y boles para líquidos (acciones sonhoras #12, 2019[13]) o alrededor de una fuente en la plaza de un pueblo (Improvisación núm. 2, 2022[14])- transita el interior de una estructura tubular hinchable – (Trena, 2023[15]) evoluciona por escenarios elevadosGanivet (2020-2021), Ocells perduts, 2021, Kite-1, 2022 o Kite2, 2023) o bien se mimetiza con el paisaje dialogando a través de la palabra, su voz, una melodía, el tacto y su movimiento corporal con elementos de la naturaleza como ríos, árboles o montañas (Faronda, 2021[16], Ocells perduts V67, 2022 o Hute, 2022[17]).

Autora de una obra cuya variedad tipológica responde al deseo de la artista de experimentar los límites de la improvisación oral y corporal sin olvidar que el motor de su exploración personal gira en torno a la práctica escultórica vinculada íntimamente al arte de acción como generador de volúmenes[18], Estruch tiene la capacidad de situar al espectador frente a las puertas de un universo que se abre de par en par a aspectos de nuestra existencia de orden más atávico, instintivo y animal de los que sólo somos conscientes cuando alguien les despierta del letargo al que les invita nuestra simpática y empática sociedad, para poder guiar, de por vida, la deriva de nuestros días.

Si en las obras que concibe Estruch al amparo de dispositivos concebidos como escenarios, partituras, instrumentos sonoros o archivos abiertos, es donde la artista despliega un amplio catálogo de capacidades expresivas apto, únicamente, para mentes abiertas, despiertas y ávidas de sensaciones aletargadas, es en las que concibe a pelo y sin elementos adicionales que su contenido se aproxima a prácticas de artistas tan referenciales para ella como Esther Ferrer, siempre tan interesada en visibilizar el proceso creativo en el tiempo/espacio, movilizar y transformar el cuerpo o potenciar la obra mediante la repetición y el azar, dos de los aspectos por los que, indefectiblemente, se la vincula a corrientes de arte minimalista y conceptual alimentadas por prácticas reflexivas en la estela de las de Stéphane Mallarmé, Georges Perec, John Cage o Fluxus.

Desde Jingle (2011) hasta hoy creo que he visto o asistido a una quincena de acciones y/o exposiciones de Laia Estruch y si me acuerdo de todas ellas es porque no hay ni una sola que me haya dejado impasible y porque siempre han conseguido avivar en mi (¡toma cursilada!) una reacción de sensaciones en cadena tan estimulante, contradictoria e imprevisible como para permitirme comprender que si en el arte no todo es nefasto es porque siempre existe una grieta a través de la cual se puede colar un rayo de luz y esperanza (¡toma cursilada! Bis). Ahora bien, si las propuestas de Laia Estruch concebidas junto a dispositivos escultóricos son las que le brindan un apoyo expresivo de índole más intempestivo, impactante y sorprendente es en las que dispone solamente de la palabra cuando consigue que aquella fragilidad que siempre aparece en cualquier momento de sus acciones derive en un torrente de gran hondura conceptual capaz de aniquilar a quien la ve actuando sobre un escenario[19], exprimiendo hasta decir basta las posibilidades del spoken word, explorando las partituras en el ámbito físico de un espacio o sometiendo la voz que parece surgir de cada uno de los poros de su cuerpo a la fuerza tempestuosa de una energía centrífuga que pone los pelos de punta a quien conecte con ella de forma instintiva. Es decir, sin poder pensar demasiado.

Si me da la sensación de que concentrar en una sola exposición el raudal de sensaciones y pensamientos que cruza la obra de Laia Estruch de principio a fin no debe haber sido tarea fácil ni para la artista ni para Latitudes, creo que la exposición que entre todos han articulado cumple, como mínimo, la función de haber intentado articular, por primera vez en un museo, la enjundia conceptual del trabajo[20] de una artista que lleva años trabajando constante y duramente, que siempre evoluciona de manera coherente y que todas sus acciones representan una vuelta de tuerca más al arte de (su) acción, a la hondura de su voz, al lenguaje de su cuerpo, al terreno de investigación y a la exploración de una práctica escultórica tan funcional y sugerente como compleja y repleta de matices. Lo cual no está nada mal.

Por bien que, tal como he insinuado desde inicio de este texto, la exposición de Laia Estruch en el Reina Sofía[21] no ha colmado tanto mis expectativas como las del 95% de quienes me hablaron de ella, creo que es una pena no haber resuelto semejante apuesta artística ofreciendo más espacio a Hello Everyone para evitar tener que mostrar, como si se hubiera secado, el torrente de vida que atraviesa todos los dispositivos escultóricos de Estruch o tener que visionar en formato mini videoclip expeditivo los registros audiovisuales de unas acciones, siempre intensas y libres, pensando más en el horizonte de un telespectador que en el deseo de un amante del arte.

De haber considerado aspectos así creo que la voz de Laia Estruch se hubiera escuchado de forma clara y más fluida.


[1] https://montornes.net/2017/12/19/guillaume-bijl-exhibition-adn-platform-sant-cugat-del-valles/

[2] De un espacio funcional a un espacio expositivo.

[3] Latitudes son Max Andrews y Mariana Cánepa Luna. https://www.lttds.org/about/?lang=es

[4] Como afirman sus comisarios en el folleto de mano de la exposición. https://www.museoreinasofia.es/exposiciones/laia-estruch

[5] https://www.museoreinasofia.es/exposiciones/laia-estruch

[6] Título de la exposición de Laia Estruch en el MNCARS de Madrid, abierta hasta el próximo 1 de septiembre y cuya visita recomiendo vivamente por lo difícil que debe resultar reunir en un espacio tanta cantidad de obra de Laia Estruch https://www.museoreinasofia.es/exposiciones/laia-estruch

[7] https://es.wikipedia.org/wiki/Cooper_Union

[8] https://www.lacapella.barcelona/es/jingle

[9] Texto procedente de: https://www.macba.cat/ca/exposicions-activitats/exposicions/apunts-per-a-un-incendi-dels-ulls-panorama-21/laia-estruch

[10] https://www.macba.cat/ca/obra/r6712-moat-1/

[11] Vídeo: https://www.youtube.com/watch?v=Em1C6yy811g

Entrevista: https://www.tea-tron.com/fernandogandasegui/blog/2019/11/01/laia-estruch-crol-es-un-entrenamiento/

[12] https://www.fundaciopalau.cat/event/laia-estruch-sibina/

[13] https://www.sonhoras.org/2019/01/25/laia-estruch-2/

[14] https://www.arbar.cat/es/ciclos-acciones-aa-aa/2022-estudios-sobre-el-horitzonte/laia-estruch-improvisacion-num-2/

[15] https://www.museunacional.cat/es/trena-laia-estruch

[16] Video de la Bianyal 2021: https://www.youtube.com/watch?v=dLNv5lTVAA4

[17] Video de Hute: https://www.youtube.com/watch?v=k9AOKqf5a04

[18] Dice Laia Estruch “Llego a la acción desde el mundo del arte con mi cuerpo y para mí esto ya es escultórico. Entiendo la performance como un acto de volúmenes. Cuando nuestro cuerpo se mueve genera llenos y vacíos, como los sonidos crean materialidades y volúmenes en el espacio, texturas, dimensiones, lo que para mí es escultura en un sentido abstracto y personal. Luego estarían las estructuras con las que trabajo, que tienen a su vez un volumen que me pide y permite performatizar el cuerpo. Para mí todo es escultura y acción, no las puedo entender de forma separada”. https://teatenerife.es/actividad/moat-iii-de-laia-estruch/2688

[19] Enlloc d’actuar fabulo. Sala Villarroel 2012. Proyecto deslocalizado de Barcelona Producció’12 https://www.lacapella.barcelona/es/en-lloc-dactuar-fabulo

[20] Comisarios de la exposición de Laia Estruch en el Reina Sofía.

[21] Y de lo cual me alegré felicitando inmediatamente tanto a la artista como a Max y Mariana.

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Camila Cañeque. La última frase. Ed. La uña rota

Al terminar de leer La última frase de Camila Cañeque me conecté a Instagram para regresar a la realidad y comprobar si, pese a todo, existía un principio -me conformaba con fuera una continuación- después de un final. Por abrupto o sangrante que fuera. Me sentía exhausto y acabado y necesitaba dar con algo que me reafirmara en la idea de que la vida sigue y nada termina a menos que la muerte entre en acción. Y solo se muere una vez.

Pero yo seguía vivo.

Cuando abrí Instagram y, todavía con el móvil en la mano, sentí que me estremecía al ver que las historias arrancaban con las crecidas del rio Tajo y el derrumbe del puente de Santa Catalina de Talavera de la Reina[1], decidí poner el móvil a cargar, tomar asiento, conectar el ordenador y empezar a escribir este texto que están leyendo y que, una vez terminado, entendí que, para mí, había sido como la superación de otro final, una vez más.

Para volver a empezar otro, de nuevo.

Cuando cayó en mis manos La última frase de Camila Cañeque, su libro póstumo publicado por la editorial La uña rota en 2024, lo único que sabía de su autora es que era una artista, escritora y filósofa de Barcelona, que había fallecido prematuramente a sus 39 años y que era amiga o conocida de mucha gente que yo también conocía y que había expresado, a través de las redes sociales, una profunda desazón por su fatal desenlace. La muerte de Camila, embarazada de su primer hijo, sucedió mientras dormía la noche del 13 al 14 de febrero de 2024 y, a tenor de lo que había leído, significó para muchos la pérdida de un ser muy especial.

Quizás porque no conocí a Camila ni tan siquiera de nombre, sentí la necesidad de tirar del hilo tras el impacto que me causó la lectura de su libro. Junto al deseo de seguir exprimiendo las mieles de un relato que no quería que terminara, me intrigaba saber algo más de quien, a través de sus palabras, me había abierto las puertas de un ser cuya alma, para mí, seguía viva incluso después de cerrar sus ojos.

Camila Cañeque nació en Barcelona en 1984, estudió en la Universitat Pompeu Fabra, se graduó en Humanidades por la Universidad Carlos III de Madrid e hizo varios másteres en Literatura y Filosofía. También trabajó en galerías de arte, museos y centros de arte de New Jersey, Lituania, Rio de Janeiro, Berlín, Sabadell y Barcelona, concretamente, en Fabra y Coats y La Capella, el espacio donde, entre octubre y noviembre de 2024, tuvo lugar Infinita/Unfinished. Poètica del cansament[2], una suerte de homenaje a su figura en formato expositivo dirigido por Beatriz Escudero y Eloy Fernández-Porta a partir de una selección de sus performances, instalaciones, fotografías, objetos y su escritura. Como nunca se puede ver casi todo, se me pasó por completo visitar esta exposición. Y me sabe muy mal.

Hoy, hubiera ido sin lugar a dudas.

En el folleto editado por La Capella en ocasión de este homenaje leí que la artista “investigó el cansancio de nuestros paisajes contemporáneos a través de proyectos de performance, instalaciones, objetos y textos. Mediante un uso figurativo del vocabulario de las sociedades de consumo y composiciones más abstractas, su práctica artística es una oda a la inactividad, una cara B de nuestros tiempos acelerados e hiperconectados en la que abundan el silencio, la quietud y lo deshabitado, lo que revela un agotamiento multifacético, una resaca tanto histórica como física, política y medioambiental.”

Y todo esto me llevó a pensar que Camila era una resistente.

Avanzando en mis pesquisas en torno a la figura de esta artista me enteré, sin moverme de la página web de la Capella, que había escrito un texto para una exposición que se hizo en este espacio y que me había interesado especialmente. Me refiero a Otra luz cegadora, una exposición de Diego Paonesa en la cual el artista planteaba “una aproximación a la ciencia ficción desde la narrativa de un objeto lumínico y la influencia que ejerce en un espacio. El acontecer de la luz, la cualidad temporal y la expectativa ante el suceso convergen en un evento cíclico. Un proyecto que arranca del descubrimiento del planeta extrasolar Kepler-16b y que fabula con la posibilidad de que un pseudocuerpo celeste, que no existe, sea introducido en nuestro sistema solar y, en su trayectoria, el punto de máxima luminosidad se pueda observar desde el espacio expositivo”[3]. Si recuerdo esta exposición de Paonesa como una propuesta contundente, impactante y abrumadora[4], no recuerdo en absoluto haber leído el texto que la acompañaba. E ignoro si fue porque en aquel momento no lo necesité o porque el modo en que el texto se había maquetado me resultara demasiado obvio en relación a la obra de Paonesa: una enorme bola de luz (cegadora) gravitando en el espacio de la nave central de la Capella, en el caso de la exposición; una circunferencia de palabras embutiendo su texto, en el caso del folleto.

Pero volvamos al libro.

La última frase de Camila Cañeque es un libro que devoré en menos de dos días y que digerí no como un volumen adquirido en una librería, sino como una lección de vida abierta en canal arrojando, con una intensidad creciente a medida que pasaba sus páginas, las dudas y certezas, momentos lúcidos o de confusión que su autora experimentaba transitando en silencio por los caminos que se le abrían en cada una de sus frases.

El camino de una artista, una filósofa, cuya vida no imagino cómo seguiría hoy si todavía la estuviera escribiendo, si todavía siguiera entre nosotros.

Enfrascado en una lectura sin tregua y asimilando las estrategias con que Cañeque estructuraba su rosario de últimas frases, noté el incremento de mi tensión emocional cuando, hacia el final del libro, me sentí incapaz de sospechar cómo se resolvería, cómo su autora decidiría terminarlo. En pleno fragor de un combate con una jugadora con fuego en cada una de sus frases, yo, que no podía dejar de leer, luchaba por resistir la tentación de dirigir mis manos hasta la página 116[5] y así resolver mis dudas leyendo su última frase. Las últimas palabras del fin de su libro. Sabía que tarde o temprano lo iba a saber. Y que no era necesario que me diera prisa. Disfrutaba de la lectura y, además, ¿qué me hubiera aportado saber que el libro terminaba con vale, una más que triste palabra arrancada del final de Don Quijote de la Mancha? Sospecho que me hubiera dado un bajón. Y me hubiera deshinchado como un globo.

Y yo, quería seguir flotando.

La colección de finales que engarza Camila Cañeque a la manera de una columna vertebral, es una suerte de viaje a la eternidad protagonizado por una escritora que, agarrándose con las dos manos al volante de su libro, invita al lector “a observar nuestra dependencia y atracción por el desenlace de las cosas”. Frente a la consideración de que la primera frase de un libro “es una gran seductora o eso se espera de ella”, la autora sostiene que “el mayor encanto de empezar una novela es saber que termina” y que la fragilidad y contingencia que se dan citan en su final -al final de un libro, me refiero- es lo que hace que su historia se detenga y que la obra se eternice.

En este libro repleto de idas y venidas, enfoques y desenfoques, sosiegos y sobresaltos y la ayuda de 22.000 palabras[6] con las que la artista modela una obra maestra a partir del estertor de 452 libros[7], Cañeque sumerge al lector en un mar inmenso de asociaciones donde no sólo todo es posible, sino que promueve encuentros tan estimulantes como el aquelarre entre J.M. Coetzee, Harold Pinter, Simone de Beauvoir y Joseph Roth[8] o el idilio entre Thomas Mann y Clarice Lispector[9]. Algo poco habitual.

Para entender quién movía los hilos (rojos o no) que permitía aquellos encuentros tan dispares y singulares como los dos ejemplos del párrafo anterior, me vi impelido a contactar con amigos de Camila para que me explicaran, aunque fuera muy por encima, cómo era esta artista en la distancia corta. Si con el material del que yo disponía[10] le podía tomar medidas a su figura, quería acercarme a ella desde una perspectiva más humana.

Y entonces empecé a preguntar. A amigos comunes. Y otros que no conocía de nada.

Quienes respondieron primero fueron los amigos de Camila que habían conectado con ella por razones, básicamente, profesionales. Eran amigos con quienes la artista había establecido un vínculo circunstancial y de proximidad y que, aunque se apreciaran y compartieran intereses y puntos de vista, no formaban parte de su círculo de amistades más íntimo. A tenor de las respuestas que recibí, respuestas todas ellas nada comprometidas, pero sí muy sinceras, supe que el paso de Camila por sus vidas les había dejado una bonita huella. También me pareció entender que Camila era una buena conversadora, una gran escrutadora, muy trabajadora, que te ponía a prueba antes de trabajar contigo, que era misteriosa y con muchas vidas, que su capacidad crítica y analítica era muy significativa y que su uso del lenguaje -tanto el oral como el escrito- no era nada habitual; era muy interiorizado y, sobre todo, muy preciso. También me pareció entender que, en la medida en que buena parte de la carrera artística de Camila se había forjado en el extranjero, lamentaban no haber coincidido con ella cuando se modela aquel tipo de amistad que, con un poco de suerte, nos va a acompañar para el resto de casi toda la vida, es decir, la que germina, siendo todavía joven, entre el fin de la etapa universitaria y el aterrizaje forzoso en el meollo de una profesión[11] que desconoces por completo, que muchas veces acojona y hacia el cual te has precipitado porque creías que era tu deber. Camila conocía a mucha gente y trataba con muchas personas, pero sólo unos pocos tenían acceso a quien le daba vida. En cierta medida le pasaba como a muchos de nosotros: conocemos a mucha gente, pero amigos, lo que se dice amigos, se pueden contar con los dedos de una mano.

Esto es lo que me pareció entender.

En espera de recibir más noticias de otros amigos de Camila, seguía dándole vueltas a su libro e investigando su figura a través de entrevistas, textos y fotografías suyas. Y en una de estas sesiones fue cuando reparé en que una las obras que más me habían impactado de una exposición que había visto en Caixaforum Barcelona[12] era de Camila Cañeque. Y yo sin recordar su nombre[13]. La obra en cuestión se titulaba La huida inmóvil (2020) y estaba formada por dos pestañas postizas “caídas”, cual ángel, sobre el suelo blanco de una sala de exposición y un código QR en la pared conduciendo al espectador a una playa desierta del Ampurdán. Una suerte de invitación a huir contemplando un horizonte de forma serena e infinitamente. Si aquella exposición reflexionaba sobre la pereza y la inactividad, los dos ojos de Cañeque, caídos en el suelo, evocaba un modo de estar en el mundo plantándole cara a la hiperactividad y reaccionando frente a ella por la vía de la observación.

Un plan perfecto, sin lugar a dudas.

Entre las cosas que me comentó otro de los amigos de Camila fue que le gustaba tirar del hilo de referencias de otros artistas. Le gustaba retomar argumentos ajenos, llevarlos hacia su terreno y, con todo ello y su forma singular de hacer las cosas, hilvanar los suyos (los argumentos, quiero decir) abriendo el paso a otra forma de leer la vida. Sería un poco (o un mucho) como lo que hizo con su libro: arrancar referencias de libros ajenos -últimas frases, en este caso- para escribir otra cosa, completamente distinta.

Una obra de arte.

Además del hilo que, de principio a fin, atraviesa el libro de Cañeque, eran muchas las preguntas que me hacía mientras lo leía. Por ejemplo:

  • ¿se había leído Cañeque los 452 libros a los que les arranca su final, de cuajo?
  • además de las últimas frases de su libro, ¿atesoraba la autora muchas más? ¿pensaba seguir coleccionándolas?
  • ¿Por qué me resultaba tan bonito cuando, alguna de las frases del libro, se precipitaban al vacío desde la mitad de una página hasta el final? ¿Por qué era todavía más bonito cuando lo hacían desde lo alto de una página en blanco? Si en el primero de los casos, esta suerte de suicido se me antojaba como una bocanada de aire fresco, en el segundo de los casos me dejaba sumamente inquieto en la medida en que desconocía desde dónde saltaba y, por lo tanto, desde qué altura lo hacía. Un salto mucho más drástico, este último que, a la vez, me producía un efecto extraño. Un bonito efecto extraño.
  • ¿cómo es que no miré la procedencia de cada frase hasta llegar a la mitad del libro? ¿por qué no lo hice antes? No tengo ni idea. Solo sé que, desde el momento en que lo hice, sentí la necesidad de conocer sus autore/as o, como mínimo, alguno de ellos. Incluso llegué a ir hasta el principio del libro para conocer el autor de algunas de las frases leídas. Y la sensación era como si el libro se engordara como lo hacen ciertas esculturas de Erwin Wurm.
  • ¿Cuál era la razón por la que Camila seleccionaba una frase?, ¿se contentaba con cualquier frase final de cualquier libro?
  • Siempre me han gustado los códigos QR. Me fascina su modo de abrir mundos al traspasar una mancha incomprensible. Al final del libro Camila estampa al lector frente a un código QR, un punto de fuga, una puerta que, en lugar de aclarar, rehoga al lector en el mismo mar de frases finales, todos los que Camila ha utilizado para construir su libro. ¿Acaso hay algún resquicio de esperanza al eliminarlos todos? ¿Qué hay al final?

No lo sé. Yo por si acaso, no los eliminé. Prefiero quedarme con la duda.

Si apenas tardé un día en recibir respuestas de los amigos de Camila, después de una semana todavía había algunos que no habían dicho nada. Y me preguntaba ¿debe ser difícil escribir sobre alguien a quien has querido y que, de repente, desaparece de tu vida? ¿debe ser difícil hallar las palabras adecuadas para sintetizar lo que significó una amiga? ¿debe rallar mucho contarle a alguien que no conoces algo de una amiga a quien has querido?

Escribir tiene su qué y expresar en palabras lo que se siente a veces es complicado.

Con todos mis respetos por la decisión de cada uno, esperé unos días sin insistir a nadie. Y fue en este período cuando, en una de mis revisiones del spam del correo-e, hallé una respuesta en forma de explicación, que sintetizaba la idea que, hasta entonces, me había hecho de Camila. En este email se me decía que Camila era una persona con una gran capacidad intelectual, inteligente y muy creativa, que tenía humor y era muy sugerente a la hora de plantear sus ideas e intenciones y también que su día a día estaba centrado completamente en su trabajo. También me confirmó que no pertenecía a ningún contexto pero que, al mismo tiempo, formaba parte de muchos y que, quizás por ello, se la podía ver un poco como una outsider. También se me decía que Camila era capaz de condensar en muy pocas palabras muchas imágenes y sensaciones.

Al llegar a este punto, decidí dar por terminada mi investigación en torno a Camila Cañeque. Su libro la trascendía y a mi me había tocado. ¿Les parece bien?


[1] Puente de origen romano, emblema y símbolo de esta ciudad castellano-manchega, cuya referencia documental más antigua data de 1227.

[2] https://www.lacapella.barcelona/ca/infinitaunfinished-poetica-del-cansament

[3] https://www.lacapella.barcelona/es/otra-luz-cegadora

[4] porque era simple a la par que compleja, porque apagada era una escultura inquietante, porque encendida no se podía ni mirar, porque la luz que desprendía anulaba el espacio circundante, porque al estar debajo de ella no se sabía qué podía pasar o porque pensar en la ficción de su relato engrandecía su singularidad hasta decir basta.

[5] la última página del libro.

[6] “la misma extensión que la última frase del Ulises, el somnoliento soliloquio de Molly Bloom”, nos dice Camila al inicio de su obra.

[7] Desde autores clásicos y contemporáneos hasta novelistas, poetas, filósofos o lingüistas.

[8] En la página 56 del libro.

[9] En la página 78 del libro.

[10] A saber: su obra, una entrevista antigua, varios textos sobre su práctica profesional, textos sobre ella, noticias aparecidas en los rotativos tras su muerte y, posteriormente, tras la aparición de su libro.

[11] Como, por ejemplo, el ámbito artístico.

[12] La exposición se titulaba Sooooo lazy. Elogio del derroche, y la comisariaron Beatriz Escudero y Francesco Giaveri. Más info aquí: https://mediahub.fundacionlacaixa.org/es/cultura-ciencia/cultura/museos-centros-culturales/2020-11-26/caixaforum-barcelona-reivindica-pereza-exposicion-627.html

[13] Cuando se ha visto un montón de artistas estamparse contra una pared después de una aparición estelar en el contexto del arte, uno se fija más en las obras que le inquietan que en el nombre de sus autores. Si no se trata de un fuego fatuo, tarde o temprano volverán a aparecerse. Y si lo son, un nombre menos que tienes para recordar.

[14] Miguel de Cervantes. Don Quijote de la Mancha.

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Josu Bilbao. negarràk -negarrà. Espai 13. Fundació Joan Miró. Barcelona

La primera vez que asistí a una interpretación de 4’33’’ de John Cage, recuerdo que pensé que se trataba de una tomadura de pelo. Y aunque desde entonces ya han pasado unos cuantos años lo recuerdo como si fuera ayer. Yo todavía estudiaba Historia del Arte en la Universidad de Barcelona y la obra en cuestión se había camuflado en el programa de un concierto del Palau de la Música Catalana que no quise leer por mi tendencia innata a no informarme con antelación acerca de casi nada de lo que voy a ver o a escuchar. Yo, lo reconozco, soy más de impacto, de impresiones y de tirar el hilo si algo me agrieta el pensamiento, la razón, el estómago, la sensibilidad, el hígado o el corazón. Tomando prestado lo que explica Camila Cañeque en su libro La última frase, diría que yo soy de entrar en “un espacio de estreno, de primeras impresiones, de culto al impacto, tan lleno de esperanza como cargado de prejuicios, donde se disparan expectativas o se prefigura la decepción, donde se juegan las cartas del deseo y el rechazo”.

Aunque nunca he dejado de sentir vergüenza por mi burda reacción frente a mi bautizo con esta obra de Cage, debo reconocer que una vez logré superarla suficientemente, nunca dejo pasar la ocasión de verla de nuevo cada vez que sé que se va a interpretar en algún lugar. Es más, hago todo lo que está en mi mano para asistir y revisitarla una vez más. Y otra. Y otra. Hoy, al asistir a otra interpretación de esta obra de Cage ya no sólo no me cansa en absoluto, sino que cada vez que lo hago me da la sensación de que es mi primera vez y siento que se ensancha y engrandece a medida que transcurren los segundos y los minutos hasta conseguir que mi necesidad de hablar haya enmudecido por completo al alcanzar el minuto 4’34’’. Es decir, su final.

Se ha escrito mucho sobre 4’33’’ de John Cage. Y no voy a ser yo quien, ahora y desde esta plataforma, vaya a descubrir nada nuevo acerca de esta composición, tan amada y denostada a partes iguales como poseedora de una singularidad que es la que ha hecho de ella una obra maestra. Una obra maestra breve y concisa.

Cuando Cage concibió esta obra en 1952 era considerado uno de los más grandes y respetados coleccionistas de rupturas, avances, fracasos y genialidades de la escena artística neoyorquina. Cage no dejaba indiferente a nadie. Era un propagador vital cuyos esfuerzos inexorables permitió que ideas y posibilidades creativas y artísticas hasta entonces marginadas, volvieran a circular de repente junto a las transformaciones y los avances de los movimientos modernos de mediados del s. XX. 

4’33’’ es una obra musical en tres movimientos, que se puede interpretar con cualquier instrumento o conjunto de instrumentos y en cuya partitura sólo aparece la palabra “tacet”, que invita al intérprete o interpretes a guardar silencio y a no tocar sus instrumentos durante los cuatro minutos y treinta tres segundos que dura la pieza. Aunque se considera que es un período de tiempo en el que lo único que se escucha es la voz del silencio, lo cierto es que el silencio es lo único que no se percibe. En su lugar, se oye la tos de los espectadores, el sonido metálico de unas pulseras, el maldito sonido del celofán de unos caramelos, la cremallera de un bolso, murmullos de quiénes se enfadan porque creen que les toman el pelo…. todo lo que quepa en un contenedor de sonido temporal que permita entender que la partitura de Cage, más que una correlación de notas, símbolos y signos, es un librito de tres páginas con instrucciones articuladas para transmutar el espectador en contenido de la composición. Su verdadero contenido.

Y todo, sin que el espectador se dé cuenta de ello.

Convertir al público asistente a una interpretación en el contenido de una obra que ha sido concebida por otro -a saber: un artista, un compositor, un dramaturgo, un cineasta, etc.- es algo que conocen bien algunos de los artistas que más me interesan y que ponen en práctica de forma regular o esporádica. Es decir, no siempre. Sólo lo justo. Creo que abusar de este tipo de trueques conceptuales no sólo aniquilaría el misterio implícito de estas propuestas, sino que fomentaría la multiplicación de comentarios de este tipo:

  • ¡¡¡Pero bueno!!! ¿esto es una obra??? ¡¡Pero si esto lo puede hacer cualquiera!! ¡Menuda tomadura de pelo! (refiriéndose, por ejemplo, a una obra de Miró)

Aunque en mi anterior entrada a este blog ya me referí a un trabajo de Dora García para completar mi texto sobre la obra de Robert Barry que estaba escribiendo, me voy a referir de nuevo a otra de sus obras por dos razones muy claras: porque el trabajo de Dora García, en general, me interesa mucho desde hace muchos años y porque creo que la obra de la que quiero hablar puede aportar su grano de arena a lo que me acabo de referir sobre el “uso” del público en ciertas prácticas artísticas contemporáneas.

Dora García tiene unas cuantas obras que toman prestado al espectador sin que éste se dé cuenta. De entrada, o nunca. Dora asalta al espectador para sorprenderle en el trayecto de un transporte público; le escudriña y radiografía tan pronto como accede a un espacio de exposición; le observa en streaming pasando frente a una cámara que no se ve; le sorprende en plena calle preguntándole cualquier cosa; o le seduce comiéndole la oreja generándole la duda de si lo que quiere es llevárselo a la cama. Dora casi nunca protagoniza sus performances. En su lugar, contrata perfiles de personas que se ajustan a la perfección a lo que ella busca y que capta en el transcurro de los cástines que programa en cada ocasión. Y siempre da con auténticos fenómenos.

“Los Romeos” es una obra concebida por Dora García en el marco de Frieze 08 que parte de las memorias de Marcus Wolf, un espía de la RDA en la Alemania Occidental durante los años de la Guerra Fría, quien desveló hasta qué punto perfeccionó el uso del sexo en el espionaje a través del “Método Romeo”. Wolf usaba agentes jóvenes y atractivos para seducir a secretarias como método para acceder a los archivos confidenciales que custodiaban sus jefes en Bonn, la capital de Alemania Occidental. Lo curioso del caso es que, según se ha podido saber, muchas de estas mujeres sabían desde el principio que sus amantes eran espías más interesados en conseguir documentos que en sus cualidades físicas o morales. Por muy monas que fueran. Estas mujeres, aun a sabiendas de que estaban siendo utilizadas, prefirieron seguir el romance con sus galanes sacrificando lo que fuera necesario para, como mínimo, seguir siendo la mar de felices. Vendría a ser como aquello de que “dime que me quieres, aunque sea mentira”.

La forma en que Dora García consigue generar sospechas con la activación de esta obra “invisible” consiste en distribuir un poster, a la manera de un anzuelo, informando al respetable sobre la “puesta en marcha” de la misma. Nunca dice quiénes son los Romeos. Ni tampoco da pistas que permitan identificarlos. El público que se halla donde tiene lugar esta acción de García, nunca acaba de saber si quien se le acerca y pregunta algo, es porque quiere saber la hora o echarse un polvo con él. Operando de este modo, el público va tomando consciencia de quien es, qué pretende, qué le gustaría que sucediera o si va a ser capaz de distinguir si quien le entra es un Romeo o alguien que se aburre y está buscando en ti un poco de sosiego. Lo más normal es que, al regresar a su casa, nadie siga sin saber si alguna de las personas con las que ha estado hablando en el transcurso de la velada -en el transcurso de la performance- era normal corriente o, por el contrario, un esbirro de Dora. Sí que va a saber en su lugar que durante todo el tiempo que permaneció en alerta estaba siendo víctima de algo que, aun queriendo aclarar, jamás se enteraría.

A menos que alguien se lo chivara.

Entre la composición 4’33’’ de John Cage, la performance Los Romeos de Dora García e infinidad de obras de otros artistas que no puedo ni mencionar porque llegaría a más de cinco folios y, la verdad, no es plan, lo cierto es que el público que asiste a una interpretación musical, visita una exposición, ve una película o lee un libro desempeña un papel en la cadena de transmisión de estas obras mucho más importante y decisivo de lo que ellos imaginan. Y a veces, incluso, mucho más de lo que imaginan quienes les ponen en trance a través de sus obras.

negarràk -negarra es el título de la exposición que ha concebido Josu Bilbao para el Espai 13 de la Fundació Miró que todavía estará en cartel hasta el próximo 30 de marzo. O sea, el domingo de la semana que viene. Con la exposición de Josu Bilbao me sucedió algo muy parecido a lo que me pasó con 4’33’’ la primera vez que asistí a su interpretación: ¡menuda tomadura de pelo! -pensé- otra vez delante de un fuego fatuo.

Como después de mi metida de gamba con lo de Cage entendí que, si hay cosas que, a bote pronto, me pueden parecer una mierda, hay veces en las que, por fortuna, no sólo no es así si no que, incluso, hasta pueden llegar a ser una maravilla. Y a mi, este tipo de retos, me ponen bastante.

Con este credo tipo date-una-oportunidad-neng incrustado en mi mente me dirigí un día a la Fundación Miró para ver con mis propios ojos la propuesta de Josu Bilbao. Sólo había visto fotos en instagram de su inauguración a oscuras y estaba claro que con aquel tipo de información tan sesgada no tenía mucho derecho a decir casi nada. Una vez en el lugar de autos, todo empezó a adquirir otro aire y si en el transcurso de mis primeros segundos en su interior no lograba entender qué estaba pasando lo cierto es que a medida que iban pasando -los segundos, quiero decir- y con ellos mi tiempo de permanencia en su interior -del especio, quiero decir- no sólo me lo dejaba de preguntar si no que empezaba a disfrutar de lo único que veía estaba pasando, es decir, nada. Nada especial a simple viste pero sutilmente subyugante para la salud de mi cerebro. Y a mi, todo lo sutil y subyugante, la verdad es que me pone bastante.

Josu Bilbao ha dejado el Espai 13 completamente vacío. No hay un solo objeto, ni una escultura, ni un dibujo, ni nada de nada a excepción de unos altavoces primorosamente instalados a la altura de nuestros oídos en cada una de las paredes que separan la gran sala de este magnífico espacio de exposición del pasillo trasero donde a veces pasan cosas. Al cabo de poco rato de permanecer allí empecé a observar que la luz que recorría las superficies blancas de su interior -las del suelo, paredes y ciertas partes del techo- procedía de dos aberturas cubiertas por un cristal ensuciado por el tiempo, ubicadas por encima de nuestras cabezas, al fondo y a la derecha del espacio y en las cuales no había reparado en absoluto. Al acercarme a ellas y observar desde el interior el cielo, desde una, y un naranjo, desde la otra, al tiempo que incrementaba mi sensación de estar respirando por debajo del nivel del suelo -es decir, semienterrado- se incrementaba mi desazón por el hecho de no poder salir por allí porque los cristales no eran practicables y, además, no podía llegar a menos que fuera con una escalera. Y en aquel espacio no había ninguna. Ya lo he dicho: no había nada.

Era como si, de repente, estuviera dentro de una pecera deseando salir para poder respirar.

Resistiendo el peso de aquel vacío, abandonado por completo a lo que me echaran, en un momento dado de mi permanencia en aquel lugar empecé a escuchar el sonido de una música a través de los altavoces. Se trataba de una intervención, concebida exprofeso por Estanis Comella -artista cuya «práctica tiene un componente maleable, buscando materialidades ligeras» como se informa en la página web de Hangar.org-  cuyo efecto, en lugar de molestar o romper en pedazos el mood de quien goza lo más grande del silencio y la quietud, actúa en favor de la dilatación del tiempo que el espectador esté dispuesto a permanecer en el espacio. Al igual que la decisión de Bilbao, dejando el espacio vacío sin que pase nada, la música de Estanis tampoco es concluyente. En absoluto. Es como un paréntesis abierto en la nada. La banda sonora de un tiempo que, al terminar, consigue dejar al espectador como amarrado a una boya. Seguro en mitad de un océano. Al regresar de nuevo al silencio y tomar consciencia del abrazo del vacío, el espectador se encuentra de nuevo consigo mismo, esperando poder descubrir algo más que no sea una luz penetrando por unas ventanas o el período de tiempo que la música Estanis consagra sutilmente a las pausas. Que no al silencio.

Cuando después de más o menos 45 minutos conseguí abandonar el Espai 13, regresé de inmediato a mi casa con la sensación de haber estado en un lugar donde había visto algo que no sabía qué era pero que me daba igual porque me había causado una especial conmoción. También salí de allí sabiendo que más temprano que tarde, regresaría de nuevo.

Puesto que antes de visitar esta exposición tampoco me había informado acerca de lo que iba a ver, fue al llegar a mi casa cuando leí el texto que había escrito exprofeso Carolina Jiménez, comisaria de la exposición y del ciclo de exposiciones del Espai 13 de este año. Aunque me hubiera encantado que el texto de Carolina me aportara pistas un poco más comprensivas para mi en relación a la radicalidad con que Josu Bilbao arroja al espectador a la vacuidad matérica de este espacio tan limpio, silencioso e iluminado, debo confesar que lo único que consiguió fue confundirme hasta decir basta. Ni tan siquiera lo conseguí terminar. El rosario de conceptos con los que Jiménez se refiere a no-sé-exactamente-qué, fue lo que, al llegar al final abrupto de mi lectura, solo fuera capaz de concluir que si una cosa es la exposición de Josu Bilao otra, muy distinta, es el texto de Carolina. Y que si una penetra mis venas y recorre por completo el interior de mi cuerpo la otra me reafirma en la necesidad de articular otro tipo de textos para los programas de mano de una exposición. Para textos ensayísticos hay formatos mucho más adecuados, por cortos que sean. De verdad que les digo que hubiera sido la mar de feliz de haber podido decir otro tipo de cosa. Pero no ha podido ser.

Con la sensación de que lo que había experimentado durante mi primera visita a esta exposición aunque no supiera exactamente qué era, me removió hasta el punto de no sacármelo de la cabeza, me desplacé otro día al Espai 13 de la Miró con la mente libre de conceptos, en blanco y el deseo de percibir de nuevo la misma sensación que tuve. La primera vez que fui, quiero decir. ¡Son tan pocas las posibilidades en las que sucede algo parecido visitando una exposición que yo, a la que siento que algo me está pasando, me precipito como alma que huye del diablo. Ante casos así merece la pena repetir. Una vez, dos o las que sean de menester.

La segunda vez que visité la exposición de Josu Bilbao no tuve en absoluto la misma sensación, pero en su espacio había algo que permanecía en suspenso y que resulta que me estaba llamando como un canto de sirena. Y yo sin enterarme. Para mí, era como si el pasado hubiera regresado a aquel lugar -al Espai 13, me refiero- para bañar con la luz que le pertenecía la obscuridad soterrada oscuridad que tanto la ahogaba desde hacía demasiados años. Recuerdo que la primera vez que visité el Espai 13 de la Miró, la luz exterior que penetraba en sus salas lo hacía a través de un gran ventanal que se abría frente a la escalera descendiente, por donde se accede, y una retahíla de ventanas de formato regular que terminaban -o empezaban- donde Josu Bilbao había reabierto las suyas. Recuerdo que la luz que penetraba por estas aberturas acariciaba de tal modo el espacio interior que todo lo que albergaba en su interior -a saber: obras de arte, el público, los tubos y cables, su techo tan maltrecho, las puertas de acceso a los almacenes adyacentes, etc.- daba la impresión de que estaba gravitando. Como en una cápsula del tiempo. Como en una gran pecera. En un ejercicio de recuperación histórica o de justicia memorialista, me alegra ver cómo Josu Bilbao ha decido, de manera consciente o no, devolver a este lugar aquella ingravidez que hace años no tenía. Una acción sutil tan sencilla como subyugante consistente en eliminar de la sala todo rastro de luz artificial, localizar y rescatar las aberturas originales del espacio y permitir que fuera la luz del día quien se encargara de hacer el resto -lo que fuera- mientras pasaban las horas, las nubes, los segundos, el sol, los minutos, la lluvia, las horas o los visitantes.

Junto al sonido de la música de Estanis sonando a intervalos que mi cerebro es incapaz de computar, el espacio que creado Josu Bilbao con importantes dosis de arqueología industrial convoca, sin hablar, el vacío, el silencio y una luz que no son ni una cosa, ni la otra ni la de más allá. Ni el vacío, ni el silencio ni la luz. Se trata de los elementos más esenciales de un lugar al cual el público es invitado a acceder -o a asistir o a permanecer o a irse- y, sobre todo, a actuar sin que apenas darse cuenta. Se trata también de los componentes esenciales de una caja de resonancia temporal donde todos los sonidos que se escuchan -todos, sin solución de continuidad- son la banda sonora de una sucesión de emociones provocadas por una luz que lo penetra todo desde el exterior. Simple y llanamente.

Si has conseguido llegar hasta aquí y no te has hartado de lo que te he estado contando, te voy a decir, para terminar, una última cosa. Luego, ya te dejo en paz:

Ahora, en el momento en que estoy escribiendo estas, acabo de regresar del Espai 13 de la Miró donde he visitado la exposición de Josu Bilbao por sexta vez, desde mi bautizo el pasado 18 de febrero. En estas seis veces he visto la exposición por la mañana, al mediodía, con sol, con lluvia, al atardecer, solo, en compañía de RB, en compañía de MS y GQ y, además, junto a un sinnúmero de visitantes anónimos que jamás había visto en mi vida pero que cuando bajaban hasta donde estaba yo y nos mirábamos se establecía entre nosotros una suerte de comunión que me remitió, sin ser lo mismo, a la de los miembros de las comunidades que Dora García tanto ama explorar. A saber: comunidades de gente de todo tipo y pelaje unidas por el deseo de querer desvelar el alma oculta de un misterio, tan sutil como subyugante.

Una comunidad de gente que, como la que convoca Josu Bilbao en torno a su obra, alrededor de ella, dentro de ella u observándola en la distancia, no deja de ampliarse con naturalidad con la llegada de quien permanece en ella sin tener que hacer absolutamente nada. Con llegar a un lugar donde el vacío, el silencio y una luz se funden para evocar lo que uno es y quizás le cuesta aceptar, es más que suficiente. El resto, papel mojado.

O nada de todo esto.

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Robert Barry. Parking Bcn. Calle París 206, Barcelona

Siempre me han llamado la atención esa suerte de no-lugares donde todo y nada encuentra su lugar. Sin querer entrar demasiado en detalles diré que se conoce por no-lugar aquel “espacio intercambiable donde el ser humano permanece anónimo”. Se trata de un neologismo introducido por Marc Augé[1] en su libro “Los no lugares, espacios del anonimato: una antropología de la sobremodernidad”, publicado en 1992, para referirse a los lugares de transitoriedad que no tienen suficiente importancia para ser considerados como «lugares”, es decir, espacios no antropológicos opuestos a los espacios históricos, los espacios vitales o los espacios donde nos relacionamos. Para Augé, un no-lugar podría ser una autopista, una habitación de hotel, un aeropuerto, un supermercado, un parking, etc., lugares que carecen de la configuración de espacios, que no personalizan ni aportan nada a la identidad porque no es fácil interiorizar sus aspectos o componentes y en los cuales la relación o la comunicación es más artificial. Son espacios en los que aquello que nos identifica es el ticket de un peaje, un DNI, una tarjeta de crédito, un ticket de aparcamiento, etc.….

Si bien esta tesis de Augé genera controversias en la medida en que no existe un consenso claro a la hora de precisar la naturaleza de un lugar antropológico[2], filósofos como Zygmunt Bauman sostienen, en la estela del francés, que el no-lugar es un «espacio despojado de las expresiones simbólicas de la identidad, las relaciones y la historia». En suma, un espacio sin alma.

Independientemente de la densidad del pantano en el que nos estamos metiendo, me gustaría apuntar que también Georges Perec[3], en su libro Especies de espacios[4], publicado en 1974, se refiere a un espacio sin función, en el interior de un apartamento, que sin ser “un trastero, una habitación suplementaria, un pasillo, un cuchitril o un recoveco”, se podría definir como “un espacio inútil o un espacio que no sirve para nada porque tampoco remite a nada”. Dice Perec que el propio lenguaje “se revela “incapaz para describir esa nada, ese vacío, como si sólo se pudiera hablar de lo que es pleno, útil y funcional”.  

Dora García[5] es autora de una obra titulada The Green Door consistente en una puerta verde de madera corriente, destinada a no conducir a ningún sitio, a permanecer cerrada. Como sostiene Carlos Cachón en su blog[6] “lo notable de esa puerta era que su valor residía precisamente no en ella misma sino en lo que ocultaba, en lo que estaba detrás, fuese eso que estaba detrás el rincón que desearíamos alcanzar, quizás sólo por no estar accesible, fuesen las asociaciones que abría, unas, debo reconocerlo, evidentes para mí -”Behind The Green Door”, 1972, hermanos Mitchell- otras no tanto -“The Green Door”, 1906, O. Henry; “The Door in the Wall”, 1911, H.G. Wells; “Green Door”, 1956, Jim Lowe- algunas que entran sólo en el terreno de la conjetura”. Se trata de una obra cuya puerta cerrada no impide que se pueda abrir de par en par a todo cuanto queramos ver, imaginar, desear, temer…. Una puerta abierta a todo y nada a la vez. Simultáneamente. Un espacio inútil, un no-lugar, una entelequia, un concepto… La cuestión es despertar por vía del arte y la intervención de un artista el letargo de un lugar indefinido donde todo y nada encuentra su lugar.

El lunes 27 de enero una amiga me envió un email preguntándome si había tenido noticias de la existencia de una intervención artística de Robert Barry (Bronx, NYC, 1936) en un espacio llamado Parking BCN, ubicado en la calle París nº 206 de Barcelona. Sin tener idea de qué me estaba hablando, pero intrigado por el contenido de su mensaje, anteayer, martes 28, me acerqué a este lugar, aprovechando que debía hacer unos recados, para ver de qué se trataba. Y al llegar flipé bastante.

Ubicado en un no-lugar o lugar inútil, junto a la puerta de acceso a un aparcamiento a pie de calle, Parking Bcn es un nuevo proyecto de arte contemporáneo en la ciudad condal desde el pasado 7 de noviembre de 2024 que, según informa el enlace al cual se accede a través de un código QR, consiste en “un escaparate ubicado a la entrada de un estacionamiento, el cual será intervenido periódicamente por artistas contemporáneos. Parking será visitable las 24 horas del día, los 7 días de la semana, los 365 días del año. La programación de este nuevo espacio está a cargo de Moishan Gaspar, quien fue director de la Fundació Gaspar” …

Comisariada por Mathieu Copeland[7], uno de los comisarios de arte internacionales más imaginativos, sorprendentes y estimulantes de la actualidad, miembro, entre otras cosas, del comité curatorial de la exposición “Vides. Une rétrospective[8], la primera de las intervenciones que se han programado en este “lugar”, es una obra de Robert Barry concebida exprofeso para la ocasión, consistente únicamente en la escritura de dos frases:

To be or not to be, escrita en color rojo brillante sobre la pared del fondo del espacio pintada, a su vez, de rojo mate

It’s the real think, escrita sobre la superficie del cristal que separa el espacio exterior del interior en letras de vinilo de corte de color rojo.

Interviniendo periféricamente este espacio tan singular reforzando inteligentemente la densidad del vacío que se materializa en su interior, las frases con las que Barry propone interpelar al espectador son dos frases que dan que pensar sobre cuestiones relacionadas con la esencia del ser, la noción de realidad y, en general, la existencia humana. Se trata de una suerte de llamada a la reflexión que, si bien puede pasar desapercibida por buena parte de los viandantes que caminan distraídos, es imposible que deje impasible a quien repare en el reclamo de sus letras rojas y se vea impelido a ubicarse frente a ellas para leer debidamente lo que entre todas están diciendo.

Considerado uno de los pioneros del arte conceptual y una figura destacada del minimalismo, Robert Barry es un artista para quien la palabra es un elemento esencial en la medida en que evoca “estados mentales de flujo o contemplación y declara al espectador una intangibilidad temporal y psíquica”[9]. Además del lenguaje y su enorme potencial, otro de los aspectos fundamentales de la obra de Barry es el modo en que atiende al espacio que hay entre los objetos, entre dos fracciones de tiempo o entre él -el artista- y el espectador. Un espacio – ¿un no-lugar? – del que sólo se tienen noticias a través de la tangibilidad de sus límites y en cuyo seno puede encontrar su lugar tanto ideas, emociones y sentimientos como dudas y certezas de todo tipo y pelaje.

Para que una obra de Barry adquiera sentido y pueda darse por completada es necesario que el espectador reaccione física y/o mentalmente frente a la sugerencia de las frases de las que se sirve. Sólo de este modo se da la relación que busca el artista con el espectador en su ánimo por despertarle del letargo en el que vive. Bien sea caminando por la calle París de Barcelona, entrando en el parking de su número 206 o acercándose hasta este lugar -¿o era un no-lugar?- después de haber recibido un email de una amiga.


[1] Marc Augé (Poitiers, 1935- 2023), antropólogo francés creador del concepto de «sobremodernidad» a partir de una reflexión sobre la identidad del individuo en función de su relación con los lugares cotidianos y la presencia de la tecnología

[2] En especial, en el mundo académico, y por parte de autores como autores como Rodanthi Tzanelli, Maximiliano Korstanje y Peter Merriman

[3] Georges Perec, (París, 1936 – Ivry-sur-Seine, 1982). Escritor, miembro del Oulipo y abanderado del nouveau roman, que basa todas sus obras en la experimentación y las limitaciones formales.

[4] https://uea1arteycomunicacion.wordpress.com/wp-content/uploads/2013/10/perec-georges-especies-de-espacios.pdf

[5] Dora García (Valladolid, 1965) https://www.doragarcia.net/

[6] https://www.engawa.es/articulos/lo-que-esta-detras/

[7] Mathieu Copeland (Lagny-sur-Marne, F, 1977). http://www.mathieucopeland.net/

[8] fantástica exposición comisariada por Phillipe Pirotte y Laurent Le Bon a partir del concepto de vacío en el arte contemporáneo y realizada en 2009 en el Centro Pompidou de París y la Kunsthalle de Berna.

[9] Tal como se afirma en la página web de Parra & Romero, su galería en Madrid e Ibiza: https://www.parra-romero.com/robert-barry-reflections/

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Haris Epaminonda y Daniel Gustav Cramer con «La Biblioteca Infinita» / Jordi Mitjà con «Sucede cada día». Fabra i Coats: Centre d’Art Contemporani de Barcelona

 

Poco antes de tener que vivir encerrados por cuestiones ajenas a nuestra voluntad, la fortuna hizo que me hallara, casi por azar, cerca de Fabra i Coats: Centre d’Art Contemporani i Fàbrica de Creació, en Barcelona. Había ido a comprar pan en el horno de mi amigo el panadero Daniel Jordà y como estaba por la zona me dije:

– «¿qué tal si te acercas a Fabra i Coats?». Y me hice caso.

Hasta que Joana Hurtado no fue nombrada directora de este equipamiento de titularidad municipal, el concepto que defendía en tanto que Centro de Arte me parecía, directamente, una auténtica falacia. Sin una clara dirección de contenidos, pensada y defendida por alguien capacitado y en base a un relato que, mejor que peor, apuntara hacia alguno de los debates que dinamizan la escena artística glocal, se me hacía imposible pensar que lo que pasaba allí sirviera para algo. No quiere decir que me pareciera una bazofia sino que, sin un rumbo fijo y de contrastada solvencia, consideraba que cualquier esfuerzo que se hacía si no era, propiamente, una pérdida de tiempo sólo se podía justificar en la medida en que cumplía una función muy precisa: mantener viva la llamita de alguna actividad para evitar, de este modo, tener que certificar su defunción. Una siniestra actividad que, en nuestro país, somos muy dados a practicar. Como también lamentar que no haya Dios que lo levante.

En el ámbito de la cultura sabemos muy bien de qué va la cosa.

Pues bien, limpio de polvo y paja en lo que a pensamientos negativos se refiere, entré en el Centre d’Art Contemporani de Barcelona, con el ánimo de ver la primera piedra del proyecto ideado por Joana Hurtado para el futuro de este centro. Su primer futuro. Y debo decir que, tras una fantástica y fructífera visita, salí con la sensación de haber pasado, con creces, mi particular prueba del algodón, es decir, haber visto entre sus paredes lo que me hubiera encantado ver en cualquier ciudad del mundo donde hubiera recalado por razones de diversa índole.

Pero vayamos por partes.

Tras la convocatoria de concurso público para la dirección de Fabra i Coats: Centre d’Art Contemporani de Barcelona i Fàbrica de Creació, anunciada antes de que muriéramos y que ganó merecidamente la historiadora del arte, comisaria y crítica de arte y cine Joana Hurtado, sólo han sido necesarios nueve meses para que la primera directora tomara las riendas de este equipamiento y, lo más interesante para nuestro ámbito artístico, pusiera en marcha la programación del Centre d’Art Contemporani.

Con la idea de «ensayar nuevas y distintas maneras de hacer y experimentar las artes para ensayar nuevas y diversas formas de hacer y ser (de la) institución» (nota de prensa dixit), Hurtado ha hecho saber que las tres líneas generales que atravesarán su programación y la acción en el territorio son las siguientes: defender la complejidad e incentivar el debate crítico; conectar la creación local y la internacional; y priorizar el proceso y la experimentación frente al imperativo del resultado.

En relación a lo que piensa hacer con el centro de arte, Hurtado ha comentado que, como la cosa viene de lejos -yo, personalmente, intentaré no hablar demasiado sobre la cerdada que supuso el tema Canódromo, tanto desde la Generalitat como del Ajuntament de Barcelona- no es momento de mirar hacia atrás ni hacia adelante sino de hablar, siempre en presente, de cambios, dinámicas y prácticas, de investigación y de descubrimientos. Unas bellas palabras que, para entender con exactitud, habrá que ver cómo se concreta y consolida mediante hechos. Lo único que, en verdad, a todos nos debería importar.

Las dos primeras exposiciones inauguradas en este centro el pasado mes de febrero con el sentido y coherencia discursiva que desea imprimir Hurtado, son dos propuestas que, ya de entrada, responden a la perfección a aquel aporte local e internacional del que hablábamos hace unas líneas.

Por la parte local la propuesta de Hurtado se centra en explorar a fondo la producción de Jordi Mitjà (Figueres, 1970). Una elección que si responde, por una parte, a su contrastado interés en la obra de este artista alto ampurdanés, también contiene no pocas ganas de hacer tabula rasa con la desgraciada trayectoria del Centre d’Art Contemporani de Barcelona, desde tiempo inmemorial. Como sabrán ustedes (esto va para quienes no son de Barcelona o no están al corriente), Mitjà fue uno de los artistas que participó en la exposición colectiva titulada 00:00:00, (2010), una exposición muy rara y de complicada digestión con la que Pilar Parcerisas, mediando desde el Conca, se erigió en la primera comisaria de El Canòdrom, aquel proyecto de centro de arte que, tras el cruel desmantelamiento del Centre d’Art Santa Mònica por parte de las instituciones públicas del país y la ciudad, debía ser el futuro Centre d’Art Contemporani de Barcelona. Como antes ya he dicho que no hablaría demasiado de todo ello, permítanme que concluya manifestando lo que, para mí, representó aquel suceso: una de las historias más negras, cutres, impropias e indignas de lo que, tanto institucional como civilmente, podría haber esperado de nuestro entorno artístico tan rural.

La obra que presentó Jordi Mitjà consistía en un enorme globo en forma de piedra -en alusión a esa primera piedra que inaugura un nuevo edificio- volando por encima de la grada del (ex) canódromo de Barcelona, un magnífico edificio racionalista construido por Antonio Bonet Castellana entre 1961 y 1964. Resulta curioso saber que lo único que se salvó de aquel fiasco de exposición fue, justamente, La dispersió de la primera pedra (2010), es decir, la piedra/globo de Jordi Mitjà. Y para recordar el papel de testigo que, para bien o para mal, ostentaba desde entonces, esta misma piedra es la que ahora se puede ver gravitando en el interior de un espacio precioso del tercer piso del Centre d’Art Contemporani de Barcelona. Una obra que aunque sólo pueda verse desde la puerta, ofrece una imagen impactante y muy bella.

   

Y ahora sí que sí cumpliendo, definitivamente, su legítima función: ser una primera piedra.

En una entrevista que le hace Vicenç Altaió en el Temps de les Arts -y que recomiendo que lean porque está muy bien- Mitjà confiesa que su exposición, titulada Sucede cada día, «no es una exposición, sino más bien una disposición. No es una retrospectiva sino una exposición nueva hecha con obras reubicadas. No es una exposición cronológica, pero empieza donde empecé». En base a este credo, tan en sintonía con la ironía, el humor y el juego de palabras de espíritu surrealista que tanto practica este artista catalán, Mitjà despliega en las dos primeras plantas del Centre d’Art Contemporani de Barcelona la práctica totalidad de su obra, creando una suerte de vínculos invisibles reveladores de lo que, según se mire, podría ser su producción: un repositorio de experiencias vitales siguiendo un orden no cronológico y enarbolando la voz de la intemporalidad desde 1991. Y no sin una cierta razón: si su piedra/globo del tercer piso no hubiera sido visto durante aquel fatídico momento, no me cabe la menor duda de que, en la actualidad, podría ser considerada por lo que (también) es: una brillante y magnífica metáfora.

Con el fin de equilibrar la balanza y complementar la propuesta de Mitjà con el acento internacional que fija Hurtado en su hoja de ruta, en la segunda y tercera planta del Centre d’Art Contemporani de Barcelona se puede ver una exposición tan bella como simple y extraordinaria. Se trata de La Biblioteca infinita, una colaboración en proceso impulsada por los artistas Haris Epaminonda y Daniel Gustav Cramer que, a la que se repara detalladamente en qué consiste, se nos mete en el bolsillo en menos de que canta un gallo.

Puesto que no conozco bien lo que ambos artistas hacen por separado y me temo que, de embarrarme, no podría escribir como más me gusta -es decir, esculpiendo con palabras lo que nunca sé que ando buscando- no voy a hablar demasiado de la obra en solitario de Haris Epaminonda y Daniel Gustav Cramer.

Pero algo debo decir.

Haris Epaminonda es una artista nacida en Nicosia (Chipre) en 1980 cuya carrera ha sido fulgurante desde que abandonara su país natal con el fin de ampliar estudios en el Royal College de Londres y, posteriormente, hacer una residencia en la Kunstlerhaus Bethanien de Berlin, ciudad donde vive y trabaja. Leí que fue por azar que, a su regreso a Nicosia después de graduarse en Londres en 2003, quedó fascinada por unas revistas francesas de los años 50 que encontró en una tienda de segunda mano. Este hecho, quizás irrelevante para muchos de nosotros, fue el inicio de una serie de collages en blanco y negro que, al año siguiente de comenzar, se verían enriquecidos por el uso del color a través de fotografías o papeles mezclados sugerentemente con las imágenes que recortaba. Este modo de entender el acto creativo como la concepción de cuerpos de pensamiento partiendo de fragmentos de realidades existentes es una lectura de capital importancia para entender la evolución de su trabajo hasta lo que es en la actualidad: escenarios irreales surgidos de la combinación de elementos encontrados y/o creados en base a su acreditada fascinación por el mundo de los sueños, los estados en suspensión y la memoria perdida. Se trata de una obra que, dotando de un cierto halo de seducción, la imagen de un sueño gélido, aséptico, lejano y con las dosis justas de folclore arqueológico, podría formar parte de lo que se conoce como arte de estilo internacional, es decir, un coctel de convencionalismos estilístico-conceptuales dotado de la singularidad que se requiere para distanciarse de lo que, simultáneamente, vienen realizando unos cuantos los artistas desde cualquier lugar del mundo. De ahí lo de internacional. No sé si será por el impacto que recibí de lo que me despertaron sus primeros collages y videos -y que pude conocer en directo cuando, junto a Mustafa Hulusi, Epaminonda representó a su país en el Pabellón de Chipre de la 52 edición de la Bienal de Venecia, en 2007- pero lo cierto es que su obra reciente no consigue superar el aprendizaje que recibí en aquel momento.

Daniel Gustav Cramer es un artista nacido en Neuss (Alemania) en 1975, formado en el Royal College of Art de Londres y que vive y trabaja en Berlín, como la artista chipriota. De Cramer no sabía absolutamente nada hasta que, buscando por internet, he visto que es un artista que, al tiempo que construye escenarios imaginarios e imaginativos valiéndose, como Epaminonda, de la fotografía, la escultura, la instalación, el collage y el cine, es conocido principalmente por una serie de publicaciones realmente extraordinarias. Partiendo generalmente de una historia o imagen que, a muchos de nosotros, posiblemente no nos diría nada, las publicaciones que viene realizando Cramer desde principios del año 2000 se caracterizan por evolucionar, de manera casi imperceptible, a través del relato que emana de los intersticios visuales de sus historias y la capacidad de estimular la imaginación del espectador desde el universo de lo laberíntico, lo nebuloso y una poética visual y conceptual de enorme magnetismo e inapelable efectividad. Todas las publicaciones de Cramer son distintas y nunca describen una sola dirección. Y ello es debido a que su interés como artista radica no tanto en contar algo concreto si no en evidenciar la compleja interrelación que existe entre la abstracción y la intimidad. Quizás el lugar más difícil de explicar con palabras.

Una vez esbozados los perfiles de ambos artistas me voy a centrar en la producción que vienen realizando como pareja artística desde hace el año 2007.

Bajo un título tan borgiano como La Biblioteca Infinita Haris Epaminonda y Daniel Gustav Cramer iniciaron hace 13 años un proyecto de colaboración con el ánimo de aunar las investigaciones artísticas que llevaban a cabo tras su encuentro, en 2003, en el Royal College of Art de Londres. La intención de la pareja al iniciar esta singladura tan peculiar era desarrollar una nueva línea de investigación centrada en exprimir las (infinitas) posibilidades de la narración visual y, con ayuda de sus manos, dotar de un contenido inesperado un fascinante cuerpo de trabajo partiendo del fragmento, el recorte, la imagen y la singularidad de los relatos narrados desde el interior de lo que, a simple vista, identificamos como un libro. Configurando sus preciados volúmenes a base de desmantelar, modificar y reestructurar las publicaciones de las que se valen en base a criterios empíricos, poéticos o casuales, cada uno de los libros de su colección de colecciones es una excusa para brindar al espectador la posibilidad de entender la realidad en función de la riqueza de sus opciones alternativas. Es decir, no como lo que parece.

Partiendo de publicaciones aparecidas en todo el mundo -desde China a Nueva Zelanda, pasando por Londres, Lisboa, Viena, Mónaco, Barcelona, etc.- entre 1882 y 1988, los volúmenes de la biblioteca infinita de Epaminonda y Cramer, toda vez que son únicos en su especificidad sirven para cuestionar, en su conjunto, conceptos inmortales como «la autenticidad y la autoría poniendo al descubierto reflexiones en torno al estatus de las imágenes, su producción, su reproducción y circulación y, sobre todo, su capacidad (una vez más, infinita) de captar y transmitir imaginación y significados».

Dispuestos en vitrinas de igual medida y factura que describen, en el espacio, una suerte de uniformidad aséptica y distante, los cerca de cien libros que configuran su biblioteca se muestran abiertos al espectador por donde los artistas consideran más oportuno. Enseñando de este modo y sin poder tocar lo que más de uno desearía escudriñar a fondo, el espectador es invitado a limitar sus movimientos al tránsito pausado entre vitrinas y más vitrinas. Unas frías cámaras de conservación cuasi forense diseñadas para preservar los recuerdos, ideas y reflexiones de una supuesta comunidad literaria. Una comunidad que, según manifiesta Hurtado, tendría cierta resonancia de la Comunidad inconfesable de Maurice Blanchot.

Para complementar estos volúmenes en forma de una pista de la que tirar del hilo, se muestran en las paredes de la sala de exposición tres índices blancos que resumen lo que se ve en el espacio (#X Colección de índices de varios libros) y un calendario resumiendo en blanco el periodo de la exposición (The Infinite Library / Calendar. 15 February 2020 to 24 May 2020). En consecuencia, lejos de ofrecer claves o dirigir nuestra mirada hacia temas relevantes, la propuesta que emana de esta biblioteca consiste en conminar imaginar a partir de las historias que vemos o intuimos.

Si es la distancia visual y táctil lo que determina el modo en que el espectador entra en contacto con los libros de la biblioteca infinita, la obra que aguarda en la tercera planta coloca al espectador en el centro de la acción. De lleno.

Presidido por una mesa enorme y una serie de objetos (los imprescindibles) recreando una suerte de escenario más o menos acogedor, la obra Certificate (1), 2020 consiste en una performance participativa ideada para que el espectador se constituya en el protagonista de un libro. Pero no un libro cualquiera. Se trata de un libro blanco de grandes dimensiones (quizá el más grande que pude ver entre todos) que cuando haya sido firmado por quienes accedan a hacerlo se va a cerrar definitivamente y nunca más se podrá abrir. En consecuencia, los únicos que van a saber qué contiene aquel libro y la historia que se resume en una de sus páginas serán quienes la hayan firmado y, importante, lo puedan justificar con el certificado que emite quien explica de qué la acción y pregunta si quieres firmar. Si se dice que sí -cosa que yo no dudé ni un segundo- se firma con una pluma preparada para tal fin y después de que el mediador absorba la tinta con papel secante, te entrega el certificado debidamente sellado. En este documento, que yo preservo como oro en paño, figura el nombre de quien firma, el número de página donde lo ha hecho (una firma por página) y la firma del mediador que valida la acción. Una vez firmado y sin más que hacer, se abandona la sala envuelto de un silencio absoluto. Estremecedor.

Lo que más me entusiasmó de lo que acabo de contar es que sin esperar ni sospechar nada, pude viajar por dos mundos sin moverme del mismo edificio. Y si uno me relató lo que pasa por la cabeza de quien lo había concebido el otro me permitió, además, saber algo acerca quién somos, saber algo acerca de quién soy.

Y cuando esto sucede, no sé cómo explicarlo.

 

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Laura Martínez de Guereñu «Re-enactment: la obra de Lilly Reich ocupa el Pabellón de Barcelona». Pavelló Mies van der Rohe, Barcelona

Había leido un artículo que cargaba mucho las tintas en lo justiciero que había sido el tiempo al poner a Lilly Reich en el lugar que le correspondía. ¡Ya era hora!, venía a decir. Era un artículo de tono duro. De esos que te hacen sentir culpable por no haber tenido acceso a la información que hubiera sido necesaria para evitar que Reich hubiera sido invisible durante tantos años. Uno de esos artículos que acaba por sentenciar que, gracias a él -es decir, al artículo o quien lo escribe- la historia, por fin, ya ha puesto las cosas en su sitio.

Lo confieso: aquel artículo me dejó un cierto gusto amargo. Y es que si es verdad que son más las mujeres que los hombres quienes han sido invisibilizadas por la perversidad de los discursos histórico-hegemónicos, creo que es tarea de todos nosotros -es decir, de las generaciones futuras- hacer lo posible por enmendar la plana e intentar poner las cosas en el lugar que les corresponde. Eso sí, sin acritud y con buenos argumentos. ¿Quién nos dice que no seremos nosotros quienes, en el futuro, habremos silenciado la labor de alguna mujer u hombre que, con el tiempo, resultará que ha sido brillante, remarcable, necesaria y justa?.

Recuerdo que para uno de esos trabajos que se hacen durante la carrera, se me ocurrió llevar a cabo una investigación en torno a la reconstrucción del Pabellón de Alemania, construido en Barcelona en ocasión de la Exposición Internacional de 1929. Puesto que el interés de dicho estudio, para mi profesor, no era tanto el tema que escogiéramos como la visión que se daba desde la prensa escrita, el hecho de escoger aquel Pabellón venía motivada por el impacto que supuso, para mí, la reconstrucción de un edificio (?) cuya belleza, por las fotos que había visto, jamás soñé que pudiera ver en directo. La belleza de este pabellón, 34 años después de aquella investigación, no sólo me sigue abrumando sino que me sigue maravillando al ver que, pese a los avances que ha experimentado y experimenta la arquitectura -aquella a la que tengo acceso, considerando que no es mi tema de interés principal- mantiene intacta esa suerte de perfección y exquisitez atemporal qué sólo el paso del tiempo otorga a las obras maestras.

Y el Pabellón de Alemania, para mí, es una de ellas.

Puesto que de lo que se trataba era de indagar en la prensa escrita artículos que abordaran el tema que hubiéramos escogido, pasé unos meses recluido en la hemeroteca, el lugar que tantas historias como periódicos se archivan. Y puestos a escoger una fecha para el inicio de mi investigación me incliné por el año 1980, momento en el que, desde el ayuntamiento de Barcelona, Oriol Bohigas lanza la idea de reconstruir el edificio en su emplazamiento original. Si ahora no nos vamos a entretener en cómo se desarrollaron los trabajos de reconstrucción, los problemas que acarreó, los logros que alcanzó o la repercusión que tuvo aquella «gran idea» en su devenir hacia una magnífica realidad, me limitaré a decir que las obras de reconstrucción comenzaron en 1983, se dieron por finalizadas en 1986 y fueron dirigidas por los arquitectos Ignasi de Solà-Morales, Cristian Cirici y Fernando Ramos.

A lo largo de las lecturas que iba haciendo y del interés que me despertaban, recuerdo haberme sorprendido por la importancia que se le daba a los materiales, algo que, debido a mi ignorancia arquitectónica, no acababa de entender. Al cabo de poco tiempo y metido más de lleno en aquella empresa tan fascinante pude saber que, junto a las cualidades etéreas del pabellón, lo que hacía que realmente fuera singular era, justamente, los materiales que se habían utilizado: «grandes superficies de vidrio, acero de alto contenido en cromo, hormigón armado, piedra y cuatro tipos diferentes de mármol, el travertino romano, el mármol verde de los Alpes, el mármol verde antiguo de Grecia y el ónice doré del Atlas en África, todos ellos con las mismas características y procedencia que los utilizados originalmente por Mies en 1929» (wikiarquitectura dixit). Y ahora la pregunta del millón: ¿de todos ellos, qué material creéis que es el que eclipsó realmente mi atención?. Pues sí, el mismo que a media humanidad de aquella época: «la impresionante pieza de ónice dorado colocada en el espacio principal que encareció notablemente la construcción y se convirtió en el foco de atención para el visitante, no sólo por sus dimensiones y grosor, sino también por su colorido y dibujo». No sé a vosotros, pero a mí, el nombre de aquellos materiales me remitía irremediablemente al enigma de las esencias que configuran los grandes perfumes.

Terminé mi investigación universitaria con gran pena de mi corazón. De tan rápido que leí, digerí y clasifiqué los artículos que articularían mi relato creo que, de no haber parado a tiempo, hubiera terminado yo mismo escribiendo los artículos en tiempo real. Hagan cuentas: si la reconstrucción terminó en 1986, yo estaba haciendo mi trabajo en 1987…

En aquel artículo que leí y que mencionaba al inicio de este texto aparecía el nombre de una mujer de la que nunca antes había oído hablar. Un hecho que, si en circunstancias normales, sería comprensible en la medida en que no es posible que lo sepamos todo, la cosa adquiere especial relevancia cuando resulta que quien lo dice soy yo, es decir, quien creyó haber leído todas las noticias publicadas en prensa en relación a la reconstrucción del pabellón Mies. De lo que se deduce que, o bien me olvidé de leer el artículo donde sí se mencionaba aquel nombre o bien no aparecía en ninguno de los periódicos que leí o bien no se le daba la importancia que ha tenido desde siempre y que, tres décadas después, ha sido otra mujer quien me lo ha hecho saber.

El nombre de la primera es Lilly Reich (Berlín, 1885 – 1947) y el de la segunda Laura Martínez de Guereñu (Gipuzkoa, 1973).

Aunque ahora no me voy a extender en la biografía de Lilly Reich -poniendo su nombre en google se puede saber de inmediato de quien se trata y qué representó- sí diré que fue una mujer de brillantes ideas que se introdujo en el campo de la arquitectura después de haber estudiado diseño e industrias textiles en Alemania. Convertida, poco a poco, en pieza fundamental del entramado de arquitectos, diseñadores y artistas que dinamizarían la vida social y cultural de Viena y Berlín durante las primeras vanguardias artísticas, entre 1925 y 1938 Reich colabora estrechamente con Mies van der Rohe en la realización de diferentes proyectos. Entre ellos, la dirección artística de la sección alemana de la Exposición Internacional de Barcelona, compartiendo el mismo cargo que ostentaba Mies van der Rohe. Lo que viene a decir que Reich fue coautora, junto al arquitecto, de la concepción y ejecución del Pabellón Alemán de Barcelona en 1929.

Puesto que cuando se habla de este pabellón su doble autoría suele quedar ostensiblemente borrosa, la Fundació Mies van der Rohe anunció en 2018 la intención de convocar una beca con la intención de reivindicar la igualdad en la arquitectura promoviendo investigaciones de autores que hubieran sido discriminados por razón de género, raza, condición o cualquier razón injusta. Una iniciativa que, personalmente, considero loable. En el anuncio de esta decisión, que llevaría por nombre «Beca Lilly Reich», también se hizo público que la primera de estas becas se concedería a un investigador para que profundizara en la vida y obra de la arquitecta alemana.

El año pasado, en ocasión del 90 aniversario de la construcción de este pabellón que, según se desprende del proyecto original de Mies y Reich, no era más que un espacio vacío, de recepción o antesala a los ocho palacios diseñados por Reich para mostrar los productos de, al menos, 300 empresas alemanas, la Fundación concibió un programa de intervenciones e instalaciones artísticas para reivindicar puntualmente la vigencia del legado de este monumento.

Si de las intervenciones que se han hecho hasta ahora no me había enterado de ninguna por razones muy variadas, la fortuna quiso que, en mi camino hacia la rueda de prensa de la exposición de Oriol Vilapuig en el MNAC -y que explico en mi post anterior– hiciera un alto en el pabellón por una razón absolutamente azarosa: una foto que, pocos días antes, había visto publicada en el muro de facebook de un amigo mío. Otro boomer, como yo. Aunque la fotografía no era demasiado nítida y parecía tomada con uno de esos teléfonos que ni buscando con lupa encuentras en el mercado, pude distinguir lo que, de inmediato, reclamó mi atención: faltaba una pared. Ni que decir tiene que al reparar en ello me dijera a mi mismo: «¡debes ir a verlo inmediatamente!».

Y allí que me planté.

No sabía de qué trataba ni a qué respondía aquella intervención titulada Re-enactment: la obra de Lilly Reich ocupa el Pabellón de Barcelona cuya exposición se prolongaba entre el 6 de marzo y el 22 del mismo mes. Sí, lo han entendido bien: 16 días! (¿hola?). Había leído algo en algún lugar pero no le había prestado demasiada atención. Sin embargo, fue ver una sola imagen para que el interés se apoderara de mi.

Y fue entrar en el Pabellón y no dar crédito a lo que veía: se había extraído enteramente una doble pared de cristal de color blanco por la que la luz, matizada, solía penetrar en el pabellón. Una suerte de lucernario invisible, sutil, exquisito y tan modernamente radical como el resto del pabellón. Una simple doble pared que, al compararla con sus hermanas de materiales tan exóticos como evocadores, no sólo resultaba absolutamente invisible sino que directamente no se veía. Frente a ello ¿cómo conseguir que esta injusta invisibilidad recuperase la importancia que, sin duda, había tenido para sus creadores?. Pues de la manera más simple y valiente posible: eliminándola. Una jugada doblemente maestra -brillante, diría yo- si se tiene en cuenta que, en su lugar, se decidió ubicar una vitrina horizontal construida siguiendo las indicaciones de Lilly Reich para la arquitectura y diseño de los distintos elementos de las secciones alemanas de la exposición internacional. Si para visibilizar esa pared invisible bastó con eliminarla por entero, para dar luz a la labor de Lilly Reich no había mejor lugar que aquel lucernario, el lugar por el que entraba la luz. Una suerte de estremecedora y emotiva metáfora que, en conexión directa con el credo del menos es más, transformaba en extremadamente bello lo que había sido una investigación documental.

Además de esta vitrina que, de forma expandida, mostraba planos, fotografías, marcas, patentes de invención y documentos relacionados con la encomiable labor de Lily Reich, la propuesta de Martínez de Guereñu incluía otra vitrina vertical mostrando la herencia inmaterial del trabajo realizado en Barcelona a través de dos películas. Una vitrina cuya situación en el espacio ofrecía, para colmo de la exquisitez, puntos de vista coincidentes con la imagen en movimiento de las dos filmaciones. Es decir, el súmmum de la sofisticación.

Extasiado frente a aquella maravilla que no son pocos los artistas que hubieran firmado sin problema, tuve la suerte de departir brevemente con quien articuló semejante joya: Laura Martínez de Guereñu, una arquitecta vasca, historiadora y crítica de la arquitectura especializada en Europa y su relación con el mundo transatlántico durante los siglos XIX y XX. En el transcurso de la conversación que mantuve con ella y que, confieso, seguí con fascinación al tiempo que mis ojos no dejaban de mirar lo que no existía pero que se estaba haciendo visible, Martínez de Guereñu me contó cómo había llegado hasta allí, en qué había consistido su investigación, lo afortunada que había sido de haber planteado y asumido aquel reto, el resultado que había obtenido pese al riesgo que suponía y, sobre todo, la posibilidad de haber trabajado con documentos de gran valor histórico y arquitectónico para permitir que la voz de Lilly Reich emergiera del silencio que la acallaba.

Justo la voz que llegó a mis oídos. A través de una imagen.

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Oriol Vilapuig. «Son. Huellas y figuraciones en las Valls d’Àneu». Museu Nacional d’Art de Catalunya, Barcelona.

Cuando el destino quiso, hace unos años, que durmiera durante dos noches en el Refugi del Pla de la Font -un refugio de alta montaña cuyas impresionantes vistas, por encima de Espot y cerca del Parc Nacional d’Aigüestortes i Estany de Sant Maurici, jamás olvidaré- poco podía imaginar que del alma de aquel territorio tan inmenso, rústico, indomable, abrupto y, pese a todo, cercano, iba a emerger el proyecto que, desde el pasado 12 de marzo y hasta el 27 de septiembre de 2020, dialoga de tú a tú con la Colección de Arte Románico del Museu Nacional d’Art de Catalunya, en Barcelona.

Me comentó, durante un viaje de regreso en coche desde Olot, lo importante que era, para él, el lugar, el sitio. De ahí que decidiera titular Son su intervención en el MNAC, el nombre de un pequeño pueblo  ubicado en el término municipal de l’Alt Àneu, en la comarca catalana del Pallars Sobirà, a 1.387,8 m. de altitud.  O sea, en plena montaña. Me dijo Oriol Vilapuig que aquel era el pueblo donde se recluía para caminar el territorio, escuchar el ambiente, oler el viento y hacer del tacto los ojos que miran. Y que lo que un día empezó por mirar, a través de una técnica tan simple como el frottage, lo que había grabado en la superficie de una pica granítica de aceite, se fue convirtiendo, poco a poco, en la llave que le abriría las puertas a otro modo de aprehender el espacio, otra manera de vivir la naturaleza, otra forma de entender la cultura, en suma, a otro prisma desde el que observar(se) a sí mismo.

La propuesta concebida por Oriol Vilapuig para el MNAC consiste en cuestionar, desde la contemporaneidad, la hegemonía de un relato del pasado. Algo muy en la línea de la voluntad del Museu Nacional de seguir colaborando con artistas para ofrecer miradas imaginativas a partir de sus colecciones históricas pero que, en el caso de la propuesta de Vilapuig, no sólo se centra en proponer «otra mirada» sino también en articular un estimulante modelo de convivencia artística en base a los tres canales de difusión por los que transcurre su proyecto. A saber:

– ochenta papeles de distintos tamaños cubriendo las paredes interiores de un habitáculo blanco de cincuenta metros cuadrados construido ex-profeso en las salas de arte románico del MNAC

– un montaje audiovisual compuesto de imágenes procedentes no sólo del archivo personal y bibliográfico del artista sino también de otras publicaciones y archivos históricos, comarcales y personales

– y una maravilla de libro de artista que, apartándose del concepto de catálogo al uso, se propone «prolongar los ritmos de la intervención museográfica a través del medio bibliográfico».

Junto a estos tres frentes magníficamente hilvanados para escribir, entre todos, otro de los ensayos visuales a los que, este artista, nos tiene acostumbrados cada vez que expone su obra, diría que hay uno más y que es el que se desprende del montaje de la exposición en sala: la elocuencia del diálogo que su habitáculo, colmado de frottages en su interior, mantiene con la escenografía que alberga los murales del románico catalán, un periodo sorprendente de nuestra historia y frente al que Oriol no sólo no se amilana sino que impele a interpretar desde una perspectiva transversal, indirecta, heterodoxa, intelectual, imprevisible y, por lo tanto, sugerente.

Bajo el título general de Huellas se agrupan los frottages y dibujos que, desde el año 2003, viene realizando Vilapuig sobre varios tipos de papel y materiales tan distintos como el óleo en barra, el grafito, la tinta y el pastel. Se trata de una obra en blanco y negro que, al tiempo que visibiliza lo que un relieve no permite ver, hace del tacto del artista el sentido del que se vale para mirar, atentamente, lo que el ojo no ve. ¿Cómo?. Acariciando con sus dedos la superficie pétrea de las pilas de agua y aceite que encuentra diseminadas por las ermitas de las Valls d’Àneu pero también las formas de la naturaleza que existen entre ellas, las huellas de animales sobre la tierra, los suelos de guijarro de las iglesias, la madera de sus puertas, la forma de una tormenta y hasta el reflejo de un rayo. Es decir, el alma de un contexto durmiendo tras lo que se ve pero que raras veces se mira.

Cuando al principio de este texto nos hemos referido a la importancia que le da el artista al lugar -como concepto pero también como espacio físico- es porque el lugar es quien decide las imágenes que genera. De modo que la labor de Vilapuig, en esta intervención que subtitula Huellas y figuraciones en las Valls d’Àneu, se me antoja que ha sido la de transmitir -sacando a la luz lo que el lugar le decía, haciendo visible lo que el lugar retenía- pero también la de permitir que la montaña se acercara al lugar donde yacen las imágenes que, en su día, (también) emergieron de ella. O, dicho de otro modo, exponer en las salas del románico catalán las imágenes obtenidas del mismo contexto que las vio nacer.

Para recontextualizar, con su mirada, un período del pasado.

Esferas -«término que rechaza las nociones de progreso y retroceso, de superioridad e inferioridad, de vanguardia y retaguardia», según dice el propio artista- es el título bajo el que se agrupa una ingente colección de imágenes procedentes de publicaciones, archivos y películas que, a la manera de un brainstorming videográfico, ha sido creada por Vilapuig para sondear «las capacidades comunicativas de lo invisible» o aquellas formas de narración indirecta basadas en la asociación de imágenes, el equilibrio entre ellas, la aportación de lecturas por vía del contraste o, para resumir, invitar al espectador a pasear por la mente del artista a través de imágenes que le llegaron al alma por razones de un peso suficientemente importantes como para entrar a formar parte de la colección que ahora comparte.  Si cada una de estas imágenes, ya de por sí, sugiere un mundo de evocaciones, pensamientos, sugerencias y sentimientos, la combinación aparentemente aleatoria de todas ellas permite percibir que, por detrás de su contingencia, transcurre un sendero atemporal trazado por los pasos del propio artista en esa búsqueda permanente, inherente a todo acto creativo. Como el fluir de unas ideas.

La tercera pieza del proyecto, titulada Un atlas visual, viene a ser como el sendero al que nos hemos referido pero en versión publicación. Lo que implica una perspectiva distinta, no sólo de lectura sino también en el modo de aprehenderla. A diferencia de la proyección audiovisual, en la que las imágenes pasan una tras otra creando una suerte de ruta secreta descubriéndose ante el espectador, el acto de pasar páginas con nuestras manos permite entender la «constelación de imágenes heterogéneas» del volumen como la prolongación del discurso del artista en el punto donde se diluye con el imaginario del lector. Como si los vínculos que se producen entre los elementos del imaginario del artista se fundieran con los que constituyen el imaginario del otro. Es decir, del lector. Una experiencia que, a diferencia de las dos anteriores, no es necesario estar en el Museo para poder vivirla. Basta con tener el volumen. Entre las manos.

Tras su exposición en la Fundació Suñol en 2017 -titulada la Noche sexual, en alusión directa al libro homónimo de Pascal Quignard y realizada, explícitamente, bajo el influjo de Passolini, Bataille y Klossovski- y la que recientemente se ha clausurado en Halfhouse -titulada Continuen tremolant , una suerte de gabinete visual (o «un continuum icónico» como dice EB en el texto de la exposición) creado a partir del archivo de imágenes que forraría el cerebro del artista en el supuesto de que las pudiera albergar-  su estudio para un diálogo con la iconografía mural del románico es una vuelta de tuerca más a ese cuerpo orgánico y en constante formación que, en forma de ensayo visual, viene desarrollando desde hace años Oriol Vilapuig (Sabadell, 1964). De forma irresistible y, por lo tanto, un tanto obsesiva.

Es su modo de seguir reinterpretando lo preexistente a través de la apropiación, la cita, el montaje y la mirada de sus manos. Y de seguir mostrando lo que ve en otro de sus habitáculos.

Para llenar de elocuencia, el silencio de otros tiempos.

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Ana Laura Aláez. «Todos los conciertos, todas las noches, todo vacío». CA2M, Centro de arte dos de mayo, Móstoles

 

Siempre es un riesgo hacer un viaje exprés para asistir a la inauguración de la exposición de un artista que, además, es amigo tuyo. Un artista al que, además, puede que quieras mucho. En circunstancias como esta puede suceder cualquier cosa: que la exposición te guste tanto que no sepas qué decir; que la exposición no te guste nada y que te encuentres en la misma situación; que te «interese» más o menos pero que no te levante demasiado el entusiasmo; que la exposición sea un más-de-lo-mismo pero en otro espacio y con otro comisario; que la obra que se muestra no te lleve hacia ninguna parte; que su producción más reciente te deje más bien impasible o que te arrepientas de haber viajado en modo exprés para asistir a la inauguración de la exposición de un artista que, además, es amigo tuyo. Un artista al que, además, puede que quieras mucho.

Cuando hace un par de semanas adquirí un billete de ida y vuelta a Madrid para asistir a la inauguración de la exposición de Ana Laura Aláez en el CA2M de Móstoles, no tenía demasiadas noticias acerca de la muestra que iba a ver. No suelo hacer este tipo de cosas. Me refiero a lo de viajar en modo exprés. Pero en el caso de Ana Laura, tenía razones más que sentidas. Sabía que la exposición la había comisariado Bea Espejo, que la empezaron a trabajar hacía poco más de un año y medio, que no se trataría de una muestra retrospectiva, que abarcaría un largo período de su práctica artística, que tampoco mostraría solamente obra nueva y que lo que iba a encontrar me podía gustar mucho o, por el contrario, no gustarme nada.

Sabía que no sabía lo que hay que saber para no hacer un viaje exprés. Quiero decir, un viaje de este tipo. Un viaje a ciegas.

Por eso fui.

 

Llegué a la sala de exposición una hora antes de que se inaugurara porque quería ver la exposición y no la gente que iba a verla. Y lo primero que me llamó la atención fue que, al margen de un instantáneo y, para mí, inevitable impacto emocional, nada de lo que vi, me llamó especialmente la atención. Y me sentí tremendamente reconfortado. Era como si el tiempo se hubiera detenido. Y con él, la naturaleza del alma de una artista como la había percibido hacía casi tres décadas. Tan viva y fresca como el primer día. Si, era como si el tiempo no hubiera transcurrido. Y sin embargo, estaba allí. Todo. Concentrado, en esencia, en un gran frasco. Reclamando una escucha atenta desde cada uno de sus recovecos.

La exposición, no de grandes dimensiones y planteada al margen de cualquier grandilocuencia, refleja una suerte de vaciado sentimental dividido en cuatro secciones que giran, a nivel expositivo, alrededor de la obra de la que surge el título: Todos los conciertos, todas las noches, todo vacío (2009). Una obra que, a la manera de una fuerza centrípeta, avienta la pugna que se libra entre la inflexibilidad de una estructura de metal aplastando, en el suelo y sin piedad, camisetas negras de grupos musicales. Uniendo en una misma obra la voz severa de la razón junto al desgarro de las melodías que dan sentido a ciertas noches, se entiende por qué, junto a las mismas, se muestran otras dos obras de muy diversa índole: un video documental del uso de la instalación Dance and Disco (2019) durante su funcionamiento en el Espacio 1 del Reina Sofía, en el año 2000, y Shaving, una fotografía de gran ternura mostrando a la propia artista, depilándose, poco antes de salir por la noche. Se trata de tres obras tan distintas entre sí como unidas por su adscripción al registro de la intimidad, el punto del que parte todo.

 

Es decir, el corazón que habla de los afectos, desafectos, amores y amarguras que visten la intimidad de quien, como la artista, se va desnudando, lentamente, delante de nuestros propios ojos.

Me comentó Bea Espejo durante mi visita a la exposición que las obras, todas las obras, más que cerrar nada son aperturas hacia campos inexplorados. Comprendiendo un periodo de tiempo que va desde 1992 hasta el año 2019 -si, 27 años- y agrupando no tanto sus obras más icónicas como las que representan un punto de inflexión en una carrera que, como la de cualquiera de nosotros, se construye a base de aciertos, fracasos y contradicciones, algunas de las obras que se pueden ver en esta exposición no son las originales si no rehechas para la ocasión. Se trata de un ejercicio de una enorme honestidad en la medida en que, al tiempo que revisa la ficción autobiográfica que se deriva de cada una de sus veintiuna obras, también manifiesta la voluntad de hablar de lo que, al margen del concepto de aura, significaron en su día y de anunciar, sin apenas hacer ruido, lo que pueden ser las que tienen que venir. En este sentido cabe decir que lo único que somete esta exposición a la tiranía de los tiempos es la fecha que aparece en las fichas técnicas de cada obra. Sus DNI. De no ser por ello todas las obras serían de rabiosa actualidad.

Por ello conviven, tan bien, como si el tiempo no hubiera transcurrido.

Una vez pasada la selección de obras que, bajo el título genérico de Excitación y vacío -según figura en el catálogo de la exposición, que luego abordaremos- bombean el corazón de la muestra hablando de esa «parte oscura que (siempre) hay detrás de todo entusiasmo», la exposición estalla con Objetos y extensiones abyectos, una serie de obras en las que el uso de materiales tan distintos como el látex –Cortina (1994-2015) y Pantalón preservativo (1992-2019)-, la fibra natural –El conflicto es otro (2018)-, el algodón –Bolso (1992)- el bronce –Culito (1996-2008) y Corona (1995)- o el aluminio pulido y el hierro- Trayectoria (Like Gold and Faceted 1, 2, 3 y 4), (2014)- sirven para evocar la fragilidad del ser humano en un contexto de crucial importancia tanto para la vida y obra de la artista como, en general, para aquel mundo que, en los 90, discutía de tú a tú con una muerte asociada al SIDA. Asociada a un virus con amor.

Como pompas de jabón o como notas a pie de página o como apuntes de un relato inconcluso o como ángulos del rostro de una artista que mira hacia afuera tanto como se sumerge en la profundidad del silencio, las obras de este apartado ilustran la impostura en que incurre la artista al atreverse a explorar diversas maneras de autorrepresentación en base a la actitud vital que -según dice la propia Aláez- siempre ha marcado su práctica artística. Una práctica y una vida que, enfrentándose desde siempre, a cualquier tipo de lenguaje coactivo, le conmina a hacer de su indumentaria un eficaz estandarte, una bandera frente al riesgo de terminar como una «mujer fallida».

Pero si hay una sección en Todos los conciertos, todas … que llega al alma sin mediación, es la que se titula Violencia y vulnerabilidad, una pequeña pero enorme selección de obras -sólo tres: las xilografías Lazos de sangre (2014), las esculturas Cabeza-Espiral-Agujero-Puño-Esperma-Nudo (2008) y el vídeo Butterflies (2004)- de cuya comunión emanan los fluidos que permite a la exposición respirar al ritmo de una voz suave, la voz de la artista entonando una canción. La melodía que un día, hará unos años, le dedicó a la artista quien, en el video, permanece al otro lado. Mirándole a los ojos.

Concebida a la manera de un pequeño gabinete con espacio suficiente como para que las obras se vayan contaminando, la violencia y vulnerabilidad de esta serie podría ser la que, a través de la combinación de opuestos, provoca que el cuero se rompa, la voz se interrumpa y el líquido fluya entre fondos de color. Se trata de un pasaje de gran potencia y sensibilidad que, haciendo de la penetración y la caricia la razón de su existir, remite, una vez más, al universo de una artista cuya voz es de cristal y cuya alma se viste de cuero.

El bloque que concentra el mayor número de obras y que, bajo el título de Mito, sexualidad de mujer, ideología de camuflaje, se distribuye entre una pequeña sala de paso y el imponente atrio del CA2M, reúne un par de fotografías –Fotomatón N.Y. (1 y 2) (1992)- y siete esculturas –Sade era una mujer (1993-2013), Origen (2018), Perritos (1994), Tigras y felinas (1995), Indefinido 1, 2 y 3 (2018-2019), Boceto de Mujeres sobre zapatos de plataforma (2019) y Dancefloor (2019)- en las que se pone de manifiesto los dos polos sobre los que se fundamenta, desde los inicios de su práctica como escultora, la obra de Ana Laura Aláez. Como dice la propia artista, estos dos polos son: «Uno, el modo de la presencia de la mujer en el arte. Y dos, la puesta en cuestión de los elementos plásticos que tradicionalmente han definido la escultura como un arte vinculado a nociones consideradas básicamente masculinas, como la fuerza, la dureza, la prevalencia de lo físico, un sujeto seguro de sí mismo».

 

Frente a ello, y haciendo uso del lenguaje simbólico con que la artista se rebela a la tiranía de un contexto que, como el vasco de los 90, casi le niega el derecho a existir por su condición de clase, género y lugar, Aláez se lanza al vacío y, tras tres saltos mortales con tirabuzón y doble pirueta, toca tierra de nuevo con obras tan contundentes y evocadoras como Tigras y felinas -la única obra de la exposición procedente de una colección particular- Boceto de Mujeres sobre zapatos de plataforma, Indefinido 1,2 y 3 o Dancefloor. Tres obras colgantes y una de pared pensadas para remitir a la presencia de una ausencia – o, como se dice en el catálogo, al «placer de ser vista haciéndose imperceptible»- «a la acción por la que se redirige una representación de género no resignada» y a la mutación de un suelo en pared -o de un suelo horizontal en escultura vertical- repleto de vacíos circulares remitiendo «también a una malla que parece gritar: salta y aparecerá la red».

De saltos al vacío, redes emocionales , excavaciones en el alma y fundidos en rosa, negro y blanco se nutre buena parte de una exposición cuyo broche de oro, o extensión, se halla en el catálogo que se ha editado, poco menos que una joya. Se trata de un volumen que, además del precioso texto que la comisaria dedica a la artista, incluye colaboraciones texto-estelares de plumas tan brillantes como la del filósofo Paul B. Preciado -magnífico su ensayo sobre las prótesis en la obra de Aláez- la filóloga inglesa, profesora de instituto, activista antifranquista y feminista queer María José Belbel -aproximándose al modo de pensar de la artista a través de sus textos- el artista Angel Bados -con su interesantísima lectura sobre, para, por, entre y alrededor de la escultura- y la joven pensadora Sonia Fernández-Pan -con su reflexión posgeneracional en torno a un tema que domina a la perfección desde que apareció en este mundo: la cultura de club y la música tecno. Unos ensayos, reflexiones y aproximaciones que, habiendo sido escritos a la medida del cuerpo y pensamiento de la artista, no son sino la respuesta a la intensidad de los textos con que ella prologa cada sección. Unos textos que, hablando de su propia obra, acerca de su vida, sobre su modo de entender la escultura, contra las imposiciones que se rebeló, alrededor de sus reflexiones, más allá de lo que diga la gente, con su voz de cristal o desde el interior de su corazón, escribe Ana Laura Aláez desde la punta de un trampolín.

El lugar desde el que salta al vacío.

Sin saber si aparecerá una red.

 

(PD: esta exposición está coproducida por Azkuna Zentroa)

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Wolfgang Tillmans. Galería Juana de Aizpuru, Madrid

Fue leer un poco más allá del encabezamiento de una crítica publicada en un periódico nacional para suponer que si al autor no le había removido demasiado las neuronas, podía ser que, a mí, la reciente exposición de Wolfgang Tillmans en la galería Juana de Aizpuru de Madrid, probablemente me iba a gustar. De modo que fui hasta allí para ver esta exposición, poco antes de coger mi tren de regreso a Barcelona.

Si en algo estoy de acuerdo con lo que (también) apuntaba aquel crítico en su crónica expositiva es que si, en esta «nueva» exposición, alguien cree que verá algo distinto, se va a dar con un canto en los dientes. Y es que si lo único que tiene de nuevo es que algunas imágenes fueron capturadas durante sus últimas vacaciones donde quién-sabe-dónde, el modo en que Tillmans instala y presenta sus fotografías no difiere en absoluto de lo que viene siendo habitual desde hace ya unas décadas. Es decir, en forma de incontestables instalaciones fotográficas. O lo que es lo mismo: una foto por aquí, otra por allá, un grupo de cuatro o cinco fotos colgadas en alto, dos o tres fotos por debajo de la línea media de los ojos, una o dos fotos pequeñas casi escondidas, otra foto que apenas se ve, dos o tres dípticos de gran impacto y rotundidad, algún que otro ejercicio de abstracción colorista, retratos, autorretratos, fotos de amigos y amigas e instantáneas capturadas en lugares y momentos tan imposibles como inimaginables. Efectivamente, parece que la «nueva» exposición de Wolfang Tillmans fuera la misma que viene presentando desde hace ya un rato.

Y sin embargo se mantiene la mar de fresca. Y radiante, resolutiva, rotunda y honesta.

Formada por poco más de sesenta imágenes de distintos tamaños -desde 273 x 367 cm a 10 x 15 cm- tomadas, como es habitual en Tillmans, en períodos de tiempo muy amplios -en el caso que nos ocupa: desde 2009 a 2019- la exposición cuyo título se reduce al nombre y apellido del artista no deja de ser otra suerte de naturaleza muerta más arrancada de la vida de un artista consagrado a la visualización de los momentos de placer y gozo vividos por una existencia que se reconoce feliz y alegre. Se trata de una vida, la de Tillmans, para la que todo -es decir, desde la persona hasta el paisaje pasando por los objetos, las cosas, los colores, los pliegues, el cielo, las plantas, etc.- es susceptible de ser fotografiado en la medida en que, al margen de la técnica o pretensión de artificiosidad con que se traduzca, tiene el poder de remitir a lo vivencial, al instante mismo en que la vida se manifiesta.

Desde que a los catorce años Tillmans descubriera en Inglaterra la música tecno y la idiosincrasia de una juventud que se interrogaba a sí misma a través del ritmo y la acción, puede que naciera en la mente del futuro artista la convicción de que todo lo que iba a hacer a partir de aquel momento, sería consagrar su impulso creativo a la exploración, a través de la imagen, del tiempo y el mundo que le tocaba vivir tanto desde el punto de vista natural como desde el punto de vista social. Porque en la obra de Tillmans hay tanto de denuncia como de tediosa frivolidad.

Planteando un recorrido abierto tanto desde la perspectiva temática como por el modo en que sus imágenes adquieren la forma y el acabado más adecuados -es decir, fotografías grandes o pequeñas, enmarcadas o no, con bordes blancos o a sangre, montadas sobre aluminio o a pelo, sujetas con pinzas a la pared o pegadas a la misma con un adhesivo- la exposición que, hasta mediados de diciembre, se puede ver en la galería Juana de Aizpuru de Madrid es un viaje a través de un archivo infinito de imágenes extraídas de un tiempo concreto y que habla de la importancia que tienen para toda una generación temas tan variados y conectados entre sí como la noche, el ocio, la amistad, lo cotidiano, el sexo, el paisaje, la familia, la música o las reivindicaciones sociales. Es decir todo lo que interesa a quien, como a Tillmans, le permite fundamentar un relato creativo sobre la base del exceso, la sobredosis, la ocupación, el espacio, el desenfreno, la alegría de vivir así como de la resaca, el vómito, los fluidos corporales, el sudor, la suciedad y, por qué no, la purpurina. Eso sí: desde la distancia justa. O sea, ni a la manera de Nan Goldin ni, mucho menos, a la Boris Mikhailov.

Adscrito a la corriente de fotógrafos que, desde los años ochenta y desde nuevas formas de realismo, cuestionan la realidad desde su representación a través de la visión fotográfica, Tillmans es autor de una producción que, situándose entre el realismo y el género del reportaje gráfico, vendría a ser como la de un instagramer nacido antes de tiempo, es decir, mucho antes de que lo hiciera esta red social. Una suerte de rescate o de recuperación visual que, a través de la fotografía, nos muestra lo que miramos pero que no vemos: un cielo, unos árboles, un gesto sin rostro, unas plantas, un pliegue, unas calles, una ventana abierta, el momento en que se deshace una ola, una flor, una pera comida, una marca en la piel, una grieta, un paisaje marino, una entrepierna, un letrero y al final…. el ser humano. Nosotros en la intimidad, con nuestros cuerpos, miradas, sonrisas y ojeras, con nuestra forma de ser y amar, completamente desinhibidos frente a una cámara que no está.

Porque nada hay en la obra de Tillmans que esté allí para ser fotografiado.

El día que fui a ver la exposición, no había nadie en la galería a excepción de la persona que me atendió en recepción. Pedí una hoja de sala y me dio, para consultar, la lista de precios. Una lista en la que, además de los títulos, las medidas, el tiraje y el precio de cada obra, también figuraba el nombre de las revistas de las que habían salido algunas de las imágenes que se mostraban en la exposición, fotografías de Tillmans publicadas en reportajes de revistas como Arena Homme (nº50, invierno/primavera 2019; nº46, invierno/primavera 2016/2017), Pop Magazine (nº41 Otoño/Invierno 2019) o en páginas de libros.

Ya me perdonarán si les digo que yo, de esta dinámica de Tillmans, no tenía ni la más remota idea. Es decir, lo de colgar, en una misma exposición, páginas de revistas mezcladas con fotografías de las buenas. Lo cual me parece fenomenal. Pero hay algo más: estando sólo en la sala exposición empezó a llegar un grupo de jóvenes que no tardó en dar rienda suelta a su pasión por la obra de Tillmans. De aquel Tillmans que empezó a colgar fotos cuando ninguno de ellos ni tan siquiera había nacido. Y haciéndose fotos como posesos con el fin de (imagino) colgar sus instantáneas en la inmediatez de cualquier red social, uno de ellos empezó a levantar las fotos que estaban colgadas con cinta adhesiva. Es decir, las imágenes de las revistas, unas imágenes que no están a la venta y que, por lo visto, se pueden levantar -o no- para ver qué hay detrás, al otro lado. Nada nuevo, más imágenes, nada extraño que desvele ningún secreto. Sólo otra capa de información más adherida al contenido de una obra que se fundamenta en los excesos de una vida acostumbrada a reescribirse a través de la acumulación de imágenes.

¿Que por qué me hubiera arrepentido de no haber visto esta exposición de Wolfgang Tillmans (Remscheid, Alemania 1968) en Madrid?

Pues porque unos chicos no me hubieran enseñado que algunas imágenes se podían levantar; porque no hubiera podido comprobar como de grande sigue siendo este artista; porque no siempre es posible entender lo siguiente: que no hace falta cambiar cuando no es necesario.

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Aurelia Muñoz.»Anudar el espacio», Museu Nacional d’Art de Catalunya. Barcelona.

Me comentó su hija, Sílvia Ventosa, conservadora de textil y moda en el Museu del Disseny de Barcelona, que su madre admiraba a Moisès Villèlia y que quizás, por esta razón, era probable que conociera a Magda Bolumar, esposa y hoy viuda del escultor informalista, conocido por trabajar con la caña del bambú. El caso es que se lo pregunté porque me parece tan bella y extraordinaria la coincidencia en Barcelona de dos maneras de entender y abordar las fibras naturales y el textil en el arte, que si, ya en nuestro post anterior, nos acercamos a la figura de Bolumar, era de cajón que ahora le tocaría el turno a Aurelia Muñoz, la madre de Sílvia.

¿Qué por qué?

El motivo por el que esta artista hoy es de actualidad es la pequeña y delicada exposición que le dedica el Museu Nacional d’Art de Catalunya en una de las salas de su colección consagrada al Arte Moderno. Realizada con parte de la donación de los herederos de Aurèlia Muñoz al MNAC, formada por diecisiete dibujos y ocho obras textiles manufacturadas entre los años 60 y 70, esta exposición, que comisaría Alex Mitrani, es una buena ocasión para acercarse a la labor de quien, como Muñoz, no sólo dedicó buena parte de su vida a investigar, desde parámetros estrictamente artísticos, técnicas artesanales y domésticas como el patchwork, el macramé, el collage o el ensamblaje sino que incluso llegó a tejer su carrera huyendo, en todo momento, de las zonas de confort donde se instalan no pocos artistas a la que dan con el lenguaje que les identifica y con el que se encuentran estupendamente a la hora de comunicar sus necesidades, anhelos y disconformidades.

Pero no sólo ésta es la razón por la que Aurelia Muñoz está de actualidad. Resulta que desde su inauguración, el pasado 21 de octubre, el nuevo MOMA de Nueva York expone en una de sus sus salas su obra Águila Beige (1977) una de las tres obras de gran formato -¿deberíamos hablar de esculturas?- que el museo neoyorquino adquirió a principios de este año junto a diez dibujos y varios proyectos. Como parte de las construcciones colgantes que, bajo el título genérico de Entes, Muñoz empieza a tejer a partir de 1974, la obra que se expone en la ciudad de los rascacielos está formada por enormes paneles de yute y sisal trenzado formando lo que, a simple vista, podría ser un pájaro de múltiples alas. Un ente o ser orgánico que, adoptando como piel el nudo noble del macramé tan propio de las antiguas tradiciones árabes, tiene el poder de desdibujar las líneas que transcurren entre el arte, la arquitectura y la artesanía. Algo no muy lejos de las célebres celosías de una buena escultora como Cristina Iglesias.

Formada por obras fechadas entre 1960 y 1977, la exposición que, hasta finales de abril de 2020, se va a poder ver en el MNAC -si, casi cinco meses, han leído bien- traza todas las líneas de investigación que, en torno a la aprehensión del espacio y el volumen, trabajó Aurelia Muñoz a través del dibujo, el patchwork, el collage textil, el ensamblaje, el macramé y, en general, los nudos con los que paliaba el dolor de una enfermedad que aprendió a combatir con ayuda del corsé que tuvo que llevar y que apenas le permitía moverse del lugar donde trabajaba. Desde su formación infantil, en la escuela Montesori, y su posterior aprendizaje en la Escuela de Artes Aplicadas y en la Escola Massana de Barcelona, Muñoz no sólo aprendió a pensar con las manos sino también a vivir con lo que trenzaba, anudaba y dibujaba con ellas.

Cuatro son las etapas que, según dijo su hija durante la presentación de la exposición, determinaron la evolución de la obra de Aurelia Muñoz:

– De 1960 a 1968, época en que realiza bordados y obras en patchwork con una temática centrada principalmente en torno a temas místicos y simbólicos de corte medieval. Dos de estas obras se pueden ver en la exposición: el patchwork Personajes místicos y cruz (1964) y un Bordado de lanas sobre tejido de yute (1966).

– De 1969 a 1983, época en que se consagra al macramé o nudo noble. Es el momento al que pertenece la pequeña, bella y delicadísima obra titulada Nudo (1978), realizada enteramente a mano con hilos de lino blanco.

– De 1978 a 1983, época en que la naturaleza se convierte en el centro de su poética y en la que, desde la técnica del anudado, analiza las velas de los barcos y las cometas. De esta época son sus célebres pájaros (como el del MOMA o los que expuso en la Galería Maeght ) o dos dibujos en tinta sobre papel fechados entre 1977-1979, también presentes en la exposición.

– De 1983 a 2009 época en la que trabaja principalmente en papel algo, por lo visto, muy común en otros artistas del textil que, hacia el final de su vida, se acercan al dibujo de manera intensiva y sobre todo, natural.

Con una obra con resonancias artísticas no sólo de numerosas obras pertenecientes a la colección del MNAC -desde las pinturas murales del románico catalán a los lienzos de Joaquín Torres-García- sino también con el mundo del grafiti callejero o el amor por la materia del barroco al informalismo, Aurelia Muñoz fue una artista que, lejos de pertenecer a cualquier movimiento, se las supo ingeniar para transitar por el mundo del arte a través del léxico que, a partir de 1960, elabora manualmente entre los límites del arte y la artesanía.

En una suerte de proceso creativo que, de las dos dimensiones del papel, alcanza la tridimensionalidad como lo hace un vestido a partir de unos patrones, la obra de Aurelia Muñoz se consolida al poco tiempo de empezar gracias al reconocimiento de la crítica local e internacional así como de su participación activa en el movimiento de la Nouvelle tapisserie -concepto inventado por el crítico André Kuenzi en el año 1973- y de mostrar sus creaciones en varias ediciones de la Bienal del Tapiz de Lausanne, evento organizado por el CITAM (Centro Internacional del Tapiz Antiguo y Moderno), nacido en 1962 bajo los impulsos renovadores de Jean Lurcat, creado para equiparar el tapiz al rango de obra de arte y convertido, desde su creación, en núcleo aglutinador de las artes y el tapiz a nivel internacional.

En el marco de uno de estos encuentros que permitían a artistas de diferentes países contrastar técnicas, experiencias, saberes, materiales y sobre todo, poesía manual, fue cuando Aurelia Muñoz (Barcelona, 1926 -2011) conoció a una de las celebridades del mundo del tapiz a escala internacional: la artista polaca Magdalena Abakanovich. Una artista a la que ya dedicamos unas palabras, allá por el año 2016, a raíz del «descubrimiento», por mi parte, de una de sus obras -un magnífico Abakan (1966-1968)- colgando en el Museo del Tapiz Contemporáneo de Sant Cugat del Vallès, una obra que, vaya-por-dónde, fue donada a dicho museo por los herederos de Aurelia Muñoz.

Si cuando era pequeño y empezaba en esto del arte me hubieran dicho que, de muy mayor y más allá de mi afición por el arte contemporáneo y la transgresión artística, no sólo me fijaría sino que también me maravillaría ante obras realizadas con técnicas ancestrales y el uso de fibras naturales y textiles, hubiera dicho que, para que esto sucediera, sin lugar a dudas, antes debía morir. Y esto es justo lo que casi que me pasó -entiendan la metáfora…- cuando al entrar en la sala de Anudar el espacio -precioso titulo de la exposición aunque, en catalán, me guste más: Nuar l’espai– vi pendiendo del techo, la perfecta y grácil contundencia de la obra Ens Social, un bello artefacto en macramé de sisal y yute, creada por Aurelia Muñoz en 1976.

¡Ya ven ustedes qué tipo de sorpresas no deja de depararnos la vida!

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