En un país en el que a la que uno/a le suena bien la tecla de un piano no sólo le empiezan a llover ofertas de todo tipo sino que le resulta prácticamente imposible dejar de dar conciertos porque el cerebro se le empieza a parar a base de tanto reconocimiento vacuo, agasajo pelotero, frenesí mediático y tontería en general, resulta cuanto menos sorprendente que alguien le de un giro a su carrera en pro de lo que cree que es más conveniente para la idea de vida por la que se lucha desde el día en que nacemos. Eso es lo que hizo Joan Rom al abandonar la producción artística en 1998.
No el arte.