An Immaterial Retrospective of the Venice Biennale. Pabellón de Rumanía. Venecia

 

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Para dar por terminado mi periplo veneciano, algunas palabras sobre el Pabellón que más me interesó: el de Rumanía.

No es que lo hubiera dado todo por perdido, pero cuando llegué a la zona en la que se levanta este Pabellón, si bien ya me habían llamado la atención algunas propuestas de otros pabellones -Austria con el corto animado de Mathias Poledna, España con una bien resuelta intervención de Lara Almarcegui, Francia ocupando el Pabellón Alemán -¿para qué?- con una pieza espectacular, epatante y efectista de Anri Sala, el Pabellón Central de los Giardini con una selección de artistas y obras sin grandes sorpresas porque lo de calidad era indiscutible y lo malo, muy malo, Dinamarca con Jesper Just y una impresionante proyección de cinco canales rodada en la réplica de París levantada en un suburbio de Hangzhou, China, Líbano con la propuesta de Akram Zaatari sobre el rumor acerca de un piloto de la fuerza aérea israelí que se negó a bombardear una escuela en el sur del Líbano, por haber sido estudiante allí o Georgia con la magnífica «Kamikaze Loggia» de Gio Sumbadze inspirada en la arquitectura informal en Tbilisi, etc…- no había visto nada que me hubiera permitido salir de la improductiva impresión que tenía. A saber, que pasear por los Giardini y el Arsenale al ritmo que lo estaba haciendo -es decir, pabellón tras pabellón tras pabellón y una obra tras obra tras obra tras obra…, lo que se hace habitualmente- era como estar viendo en versión 3-D una satinada selección de revistas internacionales especializadas en arte contemporáneo sin plantearme ni tan siquiera si me importaba o me daba igual, si me gustaba o no, si entendía algo o esperaba hacerlo. Es más: como no tenía otra opción, era eso lo que me tocaba hacer. Y yo cumplía con mi plan previsto.

Hasta que llegué al Pabellón de Rumanía aconsejado desde Barcelona por una amiga que, sin decirme porqué, me dijo que no me lo tenía que perder. “De ninguna manera”, me dijo.

Al entrar en el Pabellón de este país, en lugar de ver alguna obra colgada en las paredes o esculturas distribuidas por el espacio o un interior modificado a base de cortinas y/o muros o de tener que adivinar a oscuras alguna instalación de video, lo que vi fue un pequeño grupo de gente arremolinada alrededor de otro grupo que, mirando aparentemente sin entender nada, observaban atónitos lo que estaba sucediendo. Reconozco que, frente a esta primera impresión, me lo tuve que pensar dos veces para no salir de aquel lugar dando por visto lo que ignoraba que era. Pero entonces sucedió lo que me impidió salir de allí: el desarremolinamiento de uno de los grupos y la reubicación de sus miembros en algún punto del espacio, moviéndose de manera desenfadada aunque respondiendo, en realidad, a una suerte de coreografía secreta. Algo que supe bastante después. Porque en aquel momento no lo acababa de entender. Y fue entonces cuando uno de los miembros y desde el rincón en el que se había reubicado, hierático, de pie, serio, sin mirar a nadie y hablando como si fuera un autómata, empezó a describir en voz alta y en un inglés con fuerte acento extranjero, lo que parecía que sucedió o se había visto en algún momento de la historia de la Bienal de Venecia. Recuerdo que en el momento en que llegué lo que se estaba describiendo era una instalación de Gino de Dominicis realizada por este artista italiano para la 38 edición de la Bienal de Venecia en 1978. Y lo que sucedió a continuación es que, al terminar su descripción, el narrador junto a los otros miembros del grupo de dispuso a recrear con la sola ayuda de sus cuerpos lo que acabábamos de escuchar. Es decir, lo que acababa de describir.

Seducido por la simplicidad de aquella propuesta, el ritmo pausado de una acción dignísima y más que aceptable, el honesto y atractivo visual de un planteamiento revisionista con una crítica reposada sobre la selección de los sets que se iban recreando, la variedad de obras, momentos y situaciones sobre las que se inspiraban las coreografías, la perfecta sincronía de los cuerpos durante la ejecución de la figura que representaban, la manera de llenar el vacío, el eco y la luz de aquel espacio desnudo desde cualquiera de sus esquinas, los saltos en la historia para evitar la tentación de leerlo todo bajo el prisma de una visión cronológica de este acontecimiento bianual, etc… Muchas y muy variadas fueron las razones que me impedían salir aquel lugar. De modo que el tiempo que pasé, soy incapaz de recordarlo.

Con la noción del tiempo absolutamente distorsionada y el deseo de permanecer contemplando las evoluciones de aquel grupo de bailarines, entregados sin sosiego y durante todos los días y horas en que la bienal permanece abierta al público, conseguí salir del Pabellón de Rumanía dirigiéndome a su recepción en busca de algo que me contara lo que había visto. Y lo único que encontré fue un catálogo manoseado –por cierto: imposible de encontrar por estar agotado desde hace mucho tiempo- en el que se explicaba la razón de aquel proyecto tan sugerente. A saber: la historia de la Bienal de Venecia desde 1895 hasta nuestros días no tanto desde el punto de vista de los premios, galardones, figuras, figurones y demás aspectos del glamour artístico internacional sino desde la coexistencia de esta realidad tan característica de un acontecimiento como esta bienal con otra tan real como marginal aunque habitada por artistas anónimos, no occidentales, mujeres artistas, artistas olvidados, bronces, óleos sobre tela, aluminio, humo, esculturas majestuosas, detalles de obras, pantallas de video, estatuas insustanciales, propuestas de arte conceptual, dibujos, instalaciones, performances, situaciones o actos políticos de distinta índole, etc… Así de simple, ecléctico y variado. Y todo ello con el material procedente de unos cuerpos perfectamente entrenados, cuidadísimas expresiones faciales, rotaciones de músculos casi imposibles y con la sensación de estar siempre dispuestos a ser contemplados como, si en el fondo, se tratara de “objetos artísticos” en constante exposición. Exactamente lo que eran. Aunque estuvieran en movimiento.

An Immaterial Retrospective of the Venice Biennale, título del proyecto de Alexandra Pirici y Manuel Pelmus, propuesto para el Pabellón de Rumanía por Raluca Voinea, su comisaria, es sin lugar a dudas –como mínimo, para mi- de ese tipo de propuestas al que a uno le ayudan a comprender que, por difícil que sea encontrar, siempre existe una razón para seguir indagando el arte en busca de algo que nos ayude a alimentar el pensamiento, activar nuestras neuronas, distorsionar la implacable linealidad de nuestro tiempo, pasar un buen rato, olvidarnos de los prejuicios, aprender a pensar, atrevernos a reír, etc… En suma, a seguir entendiendo la vida.

A ser posible, desde la más absoluta simplicidad. Por compleja que sea. Como el caso que nos ha ocupado.

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