Carolina Bonfim. Corazón 190. BCN Producció 2013. La Capella. Barcelona

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Cuando recibí la convocatoria que, a través de internet, lanzó La Capella para ser espectador-participante de una de las performances de Carolina Bonfim concebidas en el marco de uno los proyectos seleccionados de BCN Producció 2013 y que, dentro de la categoría de proyectos deslocalizados, se debía realizar fuera del recinto de La Capella, no lo pensé dos veces. Pese a que este tipo de prácticas performáticas son conocidas desde hace años, uno no tiene la ocasión de vivirla frecuentemente. De modo que, así como hace dos años ya participé en la que, para el mismo marco pero en la edición de 2011, concibió Alex Reynolds también para un solo espectador, tener la posibilidad de revivir algo parecido se me antojaba un verdadero lujo.

Y este fue mi primer error: esperar que el buen recuerdo que tenía de la experiencia vivida con la propuesta de Alex, renaciera de nuevo con la que ahora proponía Carolina.

Tras una primera fase centrada en la toma de contacto, confirmación del número de teléfono y negociación para el día de la cita, llegó el mensaje que más deseaba: “Quedamos el 17 de octubre a las 17h, frente al Café Zurich, ubicado en la Plaza Catalunya, no1. Instrucción: – Trae tu móvil con batería suficiente. Se ruega puntualidad”. Es decir, la confirmación del día, hora y lugar en el que iba a empezar lo que ignoraba por completo.

Confieso que acudí a la cita dispuesto a experimentar algo distinto, interactuar con la experiencia que se me ofrecía, algo que me sacara de mi rutina, que me brindara la posibilidad de reconocerme en una situación extraña, que me dijera algo de Carolina, algo acerca de mi, que me sorprendiera, que me intrigara, que me, que me, que me… en suma, acudí sobrecargado de expectativas cimentadas sobre lo (poco) que conocía de Carolina, lo vivido en situaciones similares y mi tendencia natural a entusiasmarme con este tipo de propuestas.

Y este fue mi segundo error: ir cargado de expectativas.

El día acordado, pasados cinco minutos de la hora prevista y ya frente al Zúrich, se me acercó un desconocido preguntándome si le podía atender. Le dije que no porque esperaba algo. Y él me dijo que él era ese algo. Acto seguido me invitó a firmar un papel por el que aceptaba ser gravado y/o fotografiado, me dio un bolso con algo dentro que me dijo que tendría usar, confirmó que llevara la batería del móvil lo suficientemente cargada y me dijo que fuera bajando por el centro de las Ramblas en dirección al mar prestando atención a las instrucciones que, a partir de entonces, recibiría a través del móvil.

Por bien que las Ramblas era un lugar por el que solía pasear cuando todavía se podía, el hecho de hacerlo para alguien me resultaba cuanto menos inquietante. De modo, que para evitar que esta sensación se apoderara demasiado de mi, me apliqué en hacer lo posible para aprovechar, mientras paseaba, aquel momento de tranquilidad. Momento que se cortó con la llegada del primer mensaje. Se me decía que iba a buen paso y que siguiera por donde iba… A pesar de saber que iba solo, empecé a sentir que me estaban observando. Y aunque me giré varias veces para cerciorarme, no conseguí adivinar quien estaba cerca mi o cuan cerca de mi estaba quien me estuviera siguiendo.

Llegados a la calle Hospital un segundo mensaje me invitó a tomar esta calle y, hasta nuevo aviso, seguir caminando por la acera de la derecha. Mientras seguía a rajatabla lo que se me decía, mi intriga iba en aumento. Y pensaba que hasta aquel momento todavía no había pasado nada. O si: cumplir instrucciones y seguir caminando, mirando, observando, escudriñando, analizando, escaneando… buscando una explicación. Participando en algo que no sabía qué era.

Y este fue mi tercer error: querer entender lo que sucedía antes incluso de terminar.

Llegado a la Rambla del Raval un mensaje me dice que baje por la acera de la derecha y entre por la calle de San Rafael, una calle que cambia dos veces de nombre. Debo seguir hasta el número 6, cuando la calle ya es Lleialtat. Y frente a la puerta indicada, abrirla con una de las dos llaves que hay dentro del bolso que me dieron en el Zurich. Una vez dentro del inmueble, debo subir hasta la puerta frente a la cual hay una alfombra con corazones. Y entrar en la casa con la segunda de las llaves. En casa de Carolina.

Al instante de entrar en ella, me pareció que en la casa no había nadie. No se oía un alma. Todo estaba como en un orden extraño y listo para ser mirado, observado, escudriñado, fisgoneado, hurgado… espiado.

Y este fue mi cuarto error: temer sobrepasarme, abusar de la confianza. Y en consecuencia, retenerme, cortarme, cohibirme.

Después de pasearme por el salón sin apenas mirar y por el dormitorio haciendo lo mismo, me senté en una silla a la espera de algo. Ciertamente, de un nuevo mensaje. Desde allí miré las plantas, saqué una foto de la pared del salón, me levanté para mirar por la ventana. En suma, hice lo que tenía a mi alcance para hacer que aquella espera fuera algo más agradable. Y seguí esperando hasta que llegó, de nuevo, un mensaje. Probablemente el último. Una nota, escueta, que decía lo siguiente: “Sal del piso solo con tus pertenencias. Elige el camino que desees”. E hice lo que se me decía.

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Alejado de la zona de autos, me resistía a creer que todo hubiera terminado. Pero no sólo esto: al tiempo que me iba alejando, mi cabreo iba en aumento. ¿Tenía que haber pasado, visto, oído, sentido algo?, ¿debía haber observado mejor?, ¿dónde me perdí?, ¿porqué me hicieron firmar aquel papel?, ¿había alguien en la casa?, ¿me seguía alguien por la calle?, ¿habían estado jugando conmigo?, ¿porqué soy tan idiota?, o, ¿es ella la idiota?… ¿qué ha pasado?

Confieso que pocas veces me había sentido tan extraño. No sabía qué pensar, qué hacer, qué decir, qué concluir. Y me resistía a que el tiempo fluyera y que yo con él diera por bueno lo que (no) había vivido. O quizá si. En todo caso necesitaba una respuesta. Alguna razón.

Puesto que después de quince días todavía no me había olvidado de aquella extraña sensación, me puse en contacto con Carolina para decirle que quería verla. Buscaba algo muy simple. Unas palabras.

Y nos vimos. Una vez en su estudio empezamos a hablar de su trabajo. De su labor con el cuerpo en movimiento, de su paso al campo de las artes plástico-audiovisuales, de su interés por lo performático y de su tendencia a observar el movimiento de los cuerpos ajenos. Hablamos de danza, de algunos de sus modos de entenderla, de los trabajos de investigación, de su archivo personal, de las distintas maneras de expresarse, de todo un poco y nada a la vez durante, al menos, unas dos horas. Y fue entonces y sólo entonces cuando empecé a entender lo que había estado haciendo aquel pasado 17 de octubre: actuar para ella. Es decir, darle a Carolina lo que buscaba en los demás.

A los tres días de aquel encuentro recibí por correo electrónico siete fotos de Carolina. Sin ningún texto ni pie de foto ni nada que  se pareciera a una pista. En ellas se podía ver lo que no había visto el día de autos, es decir, lo que me perdí: algunas de las fotos que me habían sacado mientras me dirigía a su casa estratégicamente bien situadas en distintos rincones de su habitación. Puestas allí para que las viera. Delante de mis narices. Allí donde ella duerme.

Tras aquella charla que mantuvimos comprendí que fuimos nosotros, los participantes, quienes actuamos para una sola espectadora. Y que las fotos, quizá, no fueran más que una recompensa. Para quien las hubiera visto. Ahora bien, lo importante, lo verdaderamente importante, quizá fuera lo que había pasado antes, lo que no habíamos visto, lo que Carolina fue absorbiendo de sus participantes con el fin de ir completando, en silencio, ese catálogo de movimientos del que hace uso quienes ella observa.

Como yo, sin darme cuenta y pese a citarme en el Zurich un día de octubre a las 5 de la tarde. Y seguir recordándolo como algo muy especial.

 

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