Hablaba hace unos meses con unos amigos –un artista/escultor y otro director de un espacio de producción artística- acerca de la dificultad de referirse a la pintura, especialmente por escrito. Frente a lo viable que me resultaba hacerlo sobre otros lenguajes artísticos quizá por estar más acostumbrado a escuchar sus voces o por la ausencia total de reparos al hablar de ellos o por los referentes que podemos utilizar para acercarnos a lo que se nos antoja que nos quieren decir, el ámbito de la pintura seguía siendo, para mi, algo tan desconocido como encerrado en sus dos dimensiones. Tras dos horas de charla consagradas a intentar comprender por qué, pese a estar de acuerdo en nuestro punto de partida, no éramos capaces de encontrar una respuesta convincente, tuvimos que dar por zanjada nuestra conversación al cerrar el bar donde estábamos celebrando algo. Ahora bien, pese a este final abrupto, el tema de la pintura es algo que sigue rondando por mi cabeza desde hace bastante tiempo. Y es que se trata de un tema que, si a mis amigos no les quita el sueño porque la labor que desempeñan no les impele a indagarlo, a mí sí que me lo quita –en sentido metafórico– porque en más de una ocasión he tenido que escribir sobre pintura y siempre he echado de menos lo mismo: poder disponer de elementos de juicio de una naturaleza más objetiva, técnica o como se le quiera llamar. Es decir, de esos elementos que, a menos que uno conozca a muchos pintores o sea visionario, se adquiere a base de visitar exposiciones hasta al punto de poder vislumbrar, entre todas las pinturas, aquellas que “valen la pena” de las que no y, sobre todo, porqué. Y no sólo desde un punto de vista subjetivo.
Debo confesar que, desde aquella conversación hasta hoy, han sido pocas las exposiciones de pintura que he podido visitar. De modo que mi instrucción sobre el tema seguía más o menos como estaba. Es decir, en stand by. Hasta que hace dos días quedé con un amigo pintor para hablar de una cosa importante cuando, en el transcurso de nuestra conversación, volvió a aparecer este tema que me preocupaba. Lo cual no era extraño. Puesto que el tema a discutir era, efectivamente, su tema.
Yo le comenté que así como para hablar –y sobretodo, escribir- de instalaciones en video o sin video, de escultura, fotografía, dibujo, sonido… uno se puede apoyar en infinidad de referentes que le otorguen enjundia a sus argumentos al poder percibir -aunque sea equivocadamente- lo que se esconde detrás de la intención de su creador en el momento de hacerla o, hasta incluso, de pensarla, en el caso de la pintura me resultaba sumamente complicado. Y ya no digo cuando lo que el artista opta por pintar, poco o nada tiene que ver con la figuración o con algo que se pueda relacionar con lo que ven nuestros ojos, por ejemplo, caminando por la calle.
Le seguí comentando a mi amigo pintor que, pese a haber intentado que no fuera así, siempre me había sentido un poco idiota escribiendo sobre pintura. Que sentía como si me faltaran asaderas, flotadores de salvación adecuados o el morro necesario para soltar lo que me pareciera dejándome llevar por lo que, subjetivamente, me sugiriera una pintura. Un ejercicio para el cual sospechaba que debía aproximarme desde el terreno de la literatura y que, a estas alturas, se me antojaba demasiado pretencioso y, sobretodo, extemporáneo.
Me dijo mi amigo pintor que lo que solía pasar cuando se encontraban varios pintores es que el modo de referirse a su obra se hacía en unos términos que, difícilmente, podían entender quienes no estuvieran muy en la honda. Pensé que lo que me decía debería ser como una suerte de logia a la que no se puede acceder a menos que se sea muy amigo y/o confíen plenamente en ti. Me siguió diciendo mi amigo pintor que, en el terreno de la pintura, hay casi tantas líneas de investigación como seres que se dedican a ella. Lo cual no impide que, entre ellas, no se puedan establecer ciertos puntos en común. Y me habló de dos tendencias que, a su modo de ver, predominaban en pintura por encima de las demás: por una parte, la que apuesta por un tipo de pintura, digámosle, elegante, sobria, casi minimalista, no figurativa, profundamente efectiva, eficaz, de impecable factura, de indudable calidad conceptual y emocional y de caerse al suelo sólo con verla, y, por otra parte, la que apuesta por la explosión del color, la composición, el error, la que no duda en refugiarse en elementos procedentes de nuestro entorno más inmediato, la que te induce a recorrer el lienzo en busca de las pistas que te ayuden a comprender lo que está narrando, en suma, la que te hace imaginar que, en el estudio del artista, hay pintura por todas partes y que su ropa de trabajo es una suerte de Jackson Pollock sin la firma de este genio americano.
No es que me diera por vencido ni que estuviera dispuesto a zanjar este tema. Lo que sucede es que, entre lo que me dijo mi amigo, lo que yo venía acumulando y lo que ahora mismo tenemos la inmensa suerte de poder ver en dos galerías de Barcelona, creo que se puede ahondar un poco más en la dimensión de aquellas palabras de mi amigo al referirse a dos tendencias en pintura pese a haber muchas más.
Empecemos por la primera:
El pasado 15 de noviembre se inauguró en Projectesd la cuarta exposición de un artista que, a mí personalmente, me ha ido calando profundamente desde la primera vez que vi su obra. Eso si: poco a poco, paulatinamente y hasta el punto de no poder cerrar la boca al ver alguna de sus obras. Me estoy refiriendo a Pieter Vermeersch, artista nacido en Kortrijk, Bélgica, en 1973 y que lo que presenta en esta galería de Barcelona es una suerte de mini catálogo de los formatos con los que el artista consigue que la pintura dialogue de manera natural tanto consigo misma como con el espacio, los volúmenes, la fotografía y, además, con el espectador. Y no porque le obligue a hablar de manera explícita sino porque a través del silencio y la serenidad cromática de la que hace gala en la aplicación de sus pinceles, consigue situar al visitante en el interior de un campo de acción en el que cualquier movimiento, por mínimo que sea, se puede convertir en un sonido ensordecedor.
Para ver esta exposición de Vermeersch, además de disponer de una cierta predisposición a dejarse llevar por lo que se pueda percibir, hay que ir dispuesto a sumergirse en el dominio de la técnica con el que este artista se aplica en el uso del óleo –como me hizo ver otro amigo pintor el día de la inauguración, completamente embelesado por lo que veía- o a intentar descubrir los intersticios de una pintura mural que, del blanco pasa al azul, en una suerte de gradación sinuosa de la que es imposible abstraerse. También es recomendable ir preparado a apreciar las huellas del propio artista aplicadas sobre superficies, hasta entonces, ajenas a la mano del hombre o a apreciar lo que este artista es capaz de ofrecer con ayuda de la pintura, sus pinceles, la fotografía, el espacio y los cuerpos de nosotros mismos. Pero no todo acaba aquí: frente una producción cuyo vínculo con la abstracción monocromática es más que evidente, a la que se descubre –porque alguien te lo dice o porque lees la hoja de sala- que la fuente de la que parte este artista son imágenes reales procedentes de sus propias pinturas o de “cielos despejados al atardecer”, la cosa empieza a adquirir una dimensión más especial. Y es que, más que imágenes captadas con ayuda de una cámara, las suyas son los puntos de los que parte para la concepción de sus instalaciones pictóricas concebidas para traspasar el espacio bidimensional e invitar al espectador a tomar conciencia de la realidad por la que todos nos movemos. Aquella donde existimos.
Soy plenamente consciente de cómo me puede haber quedado esta “semblanza” pictórica a partir de la obra de Pieter Vermeersch. Lo siento francamente. Pero es que hasta la fecha sigo ignorando cómo expresar lo que, por la senda del corazón, me ha llegado al pensamiento para dejarme como lo que ahora no puedo más que resumir en dos palabras: im-pactado.
Y ahora vamos a por la segunda:
También el 15 de noviembre se inauguró en la galería etHALL -de dibujo contemporáneo- una exposición de Juan Ugalde. Un artista bilbaíno nacido en 1958 y afincado, actualmente, entre Madrid y Berlín. Por bien que de este artista no se había visto nada en Barcelona desde su exposición Otro mundo imposible, en la Galería Joan Prats, lo cierto es que su presentación actual representa, para mi, una suerte de bocanada de aire fresco francamente necesaria para avivar la llama de mi incultura pictórica. De esa que expongo sin reparos desde el inicio de este texto.
La exposición a la que nos referimos se compone exclusivamente de obra en pequeño formato que Ugalde ha venido realizando desde este verano en Berlín, ciudad donde también reside. Se trata de una obra que, partiendo de imágenes halladas en mercadillos de la ciudad, revistas, libros encontrados o dónde sea, el artista descontextualiza magistralmente otorgándoles, a través de su mano y una técnica indisociable de ese lenguaje con el que nos hablaba Ugalde desde que tengo uso de razón, una vida más allá de la imagen y compuesta por una alucinante combinación de formas y explosión de color susceptibles de imaginar la naturaleza de lo que se esconde más allá de lo que vemos.
Viendo el tipo de obra que nos propone Ugalde, no fue extraño que pensara en la otra línea de investigación a la que se refería mi amigo pintor aquel día en el que, como quien no quiere la cosa, hablamos de pintura. Sería ésta la tendencia al uso del color en función de la intensidad emocional de su cromatismo y de la manera de aplicarlo en el espacio que se condensa entre dos dimensiones. En este sentido cabría señalar, que lo que Ugalde propone a través de unos dibujos que ya quisiera yo tener alguno colgado en mi casa, es una suerte de caja de resonancia de lo que la imagen hallada le va sugiriendo a medida que trabaja con ella. Y es que, contrariamente a lo que pueda parecer, el modo de trabajar de Ugalde es algo del que queda constancia a través de los jirones, errores, tachaduras, plastas de color y otros accidentes laborales que el artista no sólo no evita sino que son la base de lo que, poco a poco, se ha ido constituyendo como característico de su trabajo.
Con estas dos propuestas pictóricas a las que me acabo de referir creo que, en Barcelona, tenemos motivos más que suficientes como para estar contentos y felices de poder disfrutar de la obra de dos artistas que, como Pieter Vermeersch y Juan Ugalde, nos invitan a sondear el inabarcable universo de la pintura desde dos ópticas muy distintas, absolutamente convincentes, técnicamente impecables, emocionalmente sin palabras y, en definitiva, magníficas.
Aprovechar esta ocasión sin demora se me antoja bastante más interesante que perder el tiempo en escenarios cuyas maniobras orquestales, a fuerza de insistir en sus ensayos, están mandando nuestros oídos –y hasta al resto de nuestros cuerpos- allí donde se va cuando no nos sentimos demasiado bien.
Pero que cada uno haga lo que quiera. Y vaya donde le plazca. Faltaría más!!
muchas gracias Fede
..y parece que mucha gente te sigue..! felicidades
jorge