No sé qué tienen ciertas fotografías. Ni ciertas exposiciones de fotografía. Lo que sí se es que algunas son como si me dieran una bofetada por haber tardado tanto tiempo no sólo en conocer una obra sino que también el nombre de quien está detrás de lo que, siendo tan desconocido, me colma de sensaciones insospechadas, datos contradictorios, emociones incuestionables, momentos especiales y situaciones de todo tipo que, sintiendo tan propios, cercanos, conocidos y vividos, resulta que nada de eso es cierto y que todo es fruto de mi imaginación. Vamos, que ni queriendo o creyéndomelo, estuve en ninguno de los lugares que me muestran fotografiados, nunca presencié lo que ha sido congelado, nunca antes había estado allí… jamás pensé que me afectarían, porque ni tan siquiera me lo había planteado.
Porque hay algo en ciertas fotografías que, sin haberlas visto antes, son capaces de retratarnos sin que nosotros nos demos cuenta. Sin necesidad de posar.
Para situarnos entorno al tipo de fotografía al que me estoy refiriendo, diré que las veces que he tenido esta sensación ha sido frente a obras de Paul Strand, Cartier Bresson, William Egleston, Joan Colom, Danny Lyon, Walker Evans, Robert Adams, Català-Roca, Ansel Adams, etc… pero también, y aunque por razones más obvias, frente a obras de Wolfgang Tillmans, Larry Clark, Martin Parr, Nan Goldin, Alair Gomes, etc… Es decir, obras de fotógrafos muy distintos aunque, para mi, realizadas bajo ese prisma que me las muestra de un modo especial. O sea, hechas de manera muy directa, sin artificios, como quien no quiere la cosa –aunque sepa que no es verdad-, con una gran honestidad, serenidad, paciencia, espera, tiempo y silencio. Aunque haya coches, ruido visual, combinación extrema de colores, paisajes sin figuras, polvo, mucho trasto, la gama entera del blanco al negro, nada de sosiego o lo que, de modo más profesional, quizás deberíamos decir que sería lo que situaríamos entre la fotografía documental y esa tendencia en el arte a ver en lo trivial la verdadera esencia del ser.
Porque hay algo en ciertas fotografías que, sin que se lo pidas, permiten que te aproximes al mundo –en definitiva, tu mundo- desde esa distancia tan necesaria que también es posible. Es decir, desde la distancia del hielo que congela un momento.
Puede que a estas alturas no esté bien visto que hable de la fotografía del modo en que lo hago, pero es que hay veces en que, harto de haber tenido que aparentar por temor a morir frente a los infortunios que hubieran salido de mi boca o mis manos, siento la necesidad de expresar sin tapujos la naturaleza de lo que me afecta hasta el punto de seguir puliendo ese prisma a través del cual miro las cosas, entiendo el mundo, en suma, me voy conociendo y también a los demás. De modo que si no les parece bien, ya saben lo que tienen que hacer: pasar página.
Puesto que no siempre se tiene la suerte de tener al lado a un experto como el que Israel Galván manifiesta que tiene en la figura de Pedro G. Romero –dice Galván que, a él, no le hace falta leer nada porque Pedro G. Romero ya se lo ha leído todo-, la aproximación que se realiza a todas esas cosas que se desconocen pero que nos atraen por algo pasa indefectiblemente por el conocimiento que uno tenga de ello, su subjetividad, el humor que tenga el día en que lo ve, su talante profesional, su experiencia, sus tablas, su capacidad relacional, su desvergüenza, su arrogancia, su manera de ser… lo que quiera, pero siempre que sea suyo. De modo que puesto que el conocimiento que tengo de la fotografía reconozco que es más limitado que el que pueda tener sobre el arte en general –y no entremos ahora a discutir acerca de si la fotografía es arte o no- no creo que incurra en un sacrilegio si hablo de ella en términos parecidos a los que recurro cuando me aproximo a la danza, al cine, la moda, la arquitectura, el diseño, etc… es decir, disciplinas creativas a las que me acerco por la vía de la experiencia directa, sin fisuras, sin prejuicios y sin artificios. O sea, exactamente como lo que me transmite ese tipo de fotografías al que me refiero desde el inicio de este texto.
Llegados a este punto nos podríamos preguntar a qué se debe este preámbulo en el que me estoy ahogando desde hace ya demasiado rato. Pues bien, se debe al modo en que la exposición de Chris Killip (Isla de Man, 1946) todavía permanece en mi cerebro desde que la viera hace un mes. Es decir, casi intacta. Algo que ya me sucedió con la de Walker Evans en este mismo espacio y que desde entonces forma parte de este archivo personal a través del cual se va nutriendo mi pensamiento cambiante.
Por bien que el vínculo entre Walker Evans y Chris Killip es más claro que el agua -se sabe que, junto a Paul Strand, Bill Brandt y August Sander, Evans es uno de los más claros referentes de Killip de entre los fotógrafos de los años treinta- lo que hace que el tipo de crónicas a los que ambos se consagran me llegue del modo en que lo hace, se debe al uso de esa asepsia y distancia que lo impregna todo y tras la cual se abre un fascinante abanico de lecturas, a primera vista, imperceptible. Lo que facilita que el acceso a su contenido se pueda realizar desde prismas distintos y que, además, entre ellos no se anulen. Algo difícilmente aplicable al ámbito de las artes visuales por cuanto que el camino a seguir suele ser una imposición de la que difícilmente nos podemos abstraer. A menos que se confiese el desconocimiento en la materia y se disponga a recibir una instrucción a la manera de un favor.
Como ya me sucedió tras la bofetada recibida con la exposición de Walker Evans, con la que me dio la de Chris Killip he podido entender algunas cosas. A saber: que una cámara también puede ser un instrumento impulsor de un cambio social, que la mirada documental retrata como ninguna la vida real, que buena parte de lo que particulariza la visión fotográfica no es otra cosa que los matices, que hasta la imagen más serena y austera puede albergar una crítica certera, sangrante y letal, que la búsqueda de una imagen también puede ser la búsqueda de la belleza, que el equilibrio de una imagen es la metáfora de nuestra vida, que una imagen y mil palabras no se pueden comparar y que no hay nada como un buen experto para enseñarte a mirar lo que no conseguimos ni en sueños.
De las obras que configuran la exposición de Chris Killip en la tercera planta del Reina Sofia y que ha sido comisariada por Ute Eskildsen y organizada por el Museum Folkwang, Fotografische Sammlung en colaboración con el MNCARS, si bien no hay ninguna que no merezca una detenida exploración, hay una serie frente a la cual me pasé más de una hora y repetí al día siguiente. Me estoy refiriendo a Skinningrove, un “pequeño pueblo rebelde, terco y aislado entre Whitby y Middlesbrough, en la costa oeste de Inglaterra, debido a sus valores que giraban entorno a la pesca y el mar”. Dice Killip que se sintió atraído por este pueblo por lo que en él se concentraba y, quizás, por el modo en que ejemplificaba lo que podía verse en otros lugares, es decir, la cara más dura del desempleo, los efectos del trabajo sobre la piel y el carácter de sus habitantes, la expresión de una felicidad de la que no tienen noticias, la rudeza de un carácter orgulloso de su tierra, las maneras de ocupar el tiempo libre, “la fascinación y el respeto por la vida cotidiana y por la gente y por el modo de poner de relieve las peculiaridades y diferencias sociales y culturales, cada vez menos visibles en nuestro mundo globalizado”. Sea lo que sea, lo cierto es que en esta serie de unas catorce fotografías se concentra el legado de un artista capaz de empatizar con quien sea y lo que sea con el fin de sacar de las entrañas del silencio, el dolor, la desesperación y el desasosiego lo mismo que expresa la fuerza del mar en sus paisajes marinos, las miradas perdidas de sus personajes, el paso de un tiempo que no avanza y la invisibilidad de ese ojo que lo mira todo para dejarlo plasmado sobre un papel fotográfico.
Porque hay algo en ciertas fotografías que parece que nadie las haya hecho. Y que lo que ves es lo que te imaginas. Porque no crees que una cámara pueda captar una vida real, en un escenario real, con una gente real, en una atmósfera real. En un momento de la vida en la que todo parece real.
Porque hay algo en ciertas fotografías que me ayudan a comprender que en ese mundo del que formo parte hay cosas y gente a las que les importo lo que yo a ellos: nada.
Y me alegra el día que los conozco.