Sobre el comisario, el comisariado y demás derivas curatoriales. (y 3)

Tras dos artículos destinados a desgranar, desde una perspectiva muy personal, la idiosincrasia del comisariado a través de una introducción y tres perfiles profesionales, el tercer -y por ahora último- artículo de nuestra aventura nos sirve para abordar el perfil del comisario-artista, el comisario-diletante, el comisario-a-secas y el comisario Km.0, también conocido como comisario-slow food. Caracterizada por una complejidad tan difícil de abordar como fácil de pulverizar, la profesión de comisario es tan maravillosa y detestable como honesta y cruenta.

Depende del color del cristal con que se mire.

Comisario-artista

Sostiene David Balzer que antes de la proliferación de comisarios -es decir, lo que da pie a nuestra serie de textos- hubo una importante proliferación de artistas y, en consecuencia, de exposiciones. Esto sucedió durante la década los sesenta y setenta, tanto en Estados Unidos como en Europa. Ahora bien, aunque muchos de los artistas de este periodo idearon exposiciones interesantes y de corte tan experimental que incluso llegaron a sacudir los propios cimientos del sistema del arte, la tipología del comisario-artista no nace durante la época del conceptual sino justamente un siglo antes. Y sólo en Europa. Es decir, después del Salon des Refusés, allá por la segunda mitad del s.XIX, en el momento en que empiezan a desplegarse por la ciudad de París exposiciones impulsadas por artistas en activo con un enfoque nuevo, personal, más directo, colaborativo y opuesto a las normas de la academia. Un claro antecedente de lo que hoy conocemos como espacios auto gestionados, el lugar donde, dicho sea de paso, los artistas que los gestionan suelen ser quienes comisarían buena parte de las propuestas que hacen. Desde entonces hasta hoy y hartos de lo que dictan las instancias de un establishment caduco y alejado de la apremiante realidad del día a día, los artistas se las han ingeniado e ingenian para dar un golpe de timón haciendo todo lo que está en sus manos para forzar un cambio de rumbo en la deriva del arte. Bien sea con su obra, comisariando exposiciones o del modo que crean más conveniente.

Aunque el tema del comisario-artista podría tener tantas ramificaciones como se quisiera, diría, sin temor a equivocarme, que cuando el comisario de una exposición es un artista no es un comisario sino un artista. Por esta misma regla de tres, diría que la exposición que comisaría tampoco es propiamente una exposición sino más bien una obra, otra de sus obras de arte. Partiendo de la base de que la «verdadera profesión» del comisario que (ahora) nos ocupa es (ser) artista, quienes cuestionan su obra o aplauden su labor comisarial son los mismos a los que interesa su producción o, por el contrario, la critican sin problema. Al margen de que su propuesta expositiva esté mejor o peor-siempre hay honrosísimas excepciones, que conste- lo que está en juego, en esta operación curatorial, no es tanto una exposición sino una obra de arte.

La institución -o espacio expositivo- que propone a un artista comisariar una exposición lo hace impulsado por el valor de su obra o de su credibilidad como artista, raras veces por sus habilidades como comisario de exposiciones. Son pocos los artistas cuya labor comisarial llegue a ser tan remarcable como lo es siendo artista, es decir, lo que es en verdad y a lo que dedica la mayor parte de su tiempo. Hacer de comisario puntualmente -o sólo de vez en cuando- no significa ser comisario de exposiciones. Significa que se ha comisariado una vez o alguna, y esto es muy distinto.
En la medida en que se contrata al comisario-artista por su valor o el de su obra, éste se puede permitir el lujo de pasar de puntillas por encima de lo que (también)implica la tarea de ser comisario, algo que ya hemos visto con anterioridad. Una vez liberado de la pesadez de la gestión de proyectos, así como de las partes más chungas inherentes a la profesión, el comisario-artista se dedica en cuerpo y alma a la faceta comisarial desenfrenadamente más creativa, sin lugar a dudas, la más excitante y molona. Actuando como artista-que-a-veces-cura y no tanto como comisario-que-si-no-cura-nada-se-le-acaba-el-curro-de-por-vida, al comisario-artista se le van a aceptar casi todas sus sugerencias. Aunque, a menudo, deriven en exigencias.

Cuando un artista comisaría una exposición en el marco de una institución lo hace haciendo uso de una absoluta libertad. Es decir, un verdadero lujo. Es tanto el honor para la institución poder contar con la colaboración comisarial de un artista -un artista en el que cree y del que no tiene dudas acerca de su coherencia profesional y seriedad de su trabajo- que, en principio, no le van a poner cortapisas a la hora de aceptar las ideas que proponga. Es más, cuanto más conocido, bueno, reputado y excelso sea el artista, mayor será la posibilidad de llevar a cabo su empresa de acuerdo a lo que desea, había previsto y sin que nadie le boicotee, aplaste o entorpezca su labor.

Además de comisariar exposiciones colectivas en las que, por regla general, abundan colaboraciones de artistas-amigos y hasta incluso de la suya propia, se puede dar la circunstancia de que un comisario-artista sea el comisario de una exposición individual. Por lo general, es el artista que va a exponer quien le propone al otro comisariar la exposición y entre las razones que aduce para justificar su elección priman las que ponen en valor el buen rollo que hay entre ambos, lo mucho que el comisario-artista entiende lo que hace su artista-amigo, lo cerca que, por ser creador, el comisario-artista está del artista que expone, la visión que tiene de su obra por conocer de cerca de lo que se trata, lo mucho que aporta a la misma en contraposición a lo que formulan los comisarios ortodoxos, etc. Lo que prima en este tipo de maniobras comisariales son, principalmente, las relaciones de amistad, ligeramente próximas a nivel de contenido y para nada vinculadas al tema de la gestión comisarial, es decir, esa patata caliente que nadie quiere tener entre las manos.

Cuando una institución le encarga a un artista comisariar una exposición ignoro si lo hace para aportar un punto de vista desprejuiciado, fresco y vitalista, menospreciar la profesión, cuestionar la labor del artista, abrir su mente a perspectivas imprevisibles, dárselas de versátil y open-minded, demostrar el poder que tiene para escoger a quien le place o por alguna razón que ahora mismo se me escapa. Aunque me gustaría pensar que no (sólo) es nada de todo esto, lo cierto es que cuando un artista comisaría en una institución no se le juzga del mismo modo que se juzga a un comisario a secas. La bula de la que disfruta el comisario-artista por el hecho de ser artista es una suerte de salvoconducto que, al tiempo que le libra de las críticas más feroces, sangrantes y despreciativas por parte del sector periodístico cultural y del “mundillo” del arte, le dispensa parabienes de todo tipo y color. Algo que adquiere una especial relevancia cuando, haciendo uso de su condición de artista, no sólo se contenta en disfrutar de su valor como celebridad, sino que también aprovecha para cuestionar lo que al resto de curadores a secas difícilmente se le perdonaría por políticamente incorrecto, obsceno, transgresor, crítico o hasta incluso, formalista, clásico, retrógrado o banal. El artista puede con todo y con más.

Todo lo que se ha apuntado en relación al comisario-artista aumenta o disminuye de intensidad en función de cómo es la institución que le contrata, el espacio donde se va a mostrar su exposición o su nivel de celebridad en el ámbito del arte, tanto a nivel local como nacional o internacional. En este sentido, lo que hemos venido apuntando hasta aquí no es más que una generalización de esta tipología que espero que ustedes tengan a bien neutralizar en los casos de comisarios-artista que llegan a hacer una excelente propuesta, que haberlos haylos.

Comisario-diletante (aka profesional de otro ámbito)

Cuando el comisario de una exposición es un escritor, un físico, un músico, un bailarín, un coreógrafo, un investigador, un cocinero, etc. tampoco es un comisario sino alguien que, profesionalmente hablando, se toma un respiro en su profesión para desempeñar la labor de un comisario a modo de reina-por-un-día. Consagrándose a aquella parte de la labor de un comisario considerada como la más chula, estimulante, molona y cool, el comisario-diletante tira del hilo de una idea -alguna vez, una ocurrencia-, busca las obras que mejor se adapten a lo que quiere, puede, pretende o es capaz de decir e intenta dar a su proyecto una forma más o menos contemporánea, resultona y llevadera. Se entiende que, en operaciones curatoriales emprendidas por diletantes de cualquier tipo y pelaje, las labores más ingratas del comisariado corren a cargo de la persona que la institución le asigna como coordinadora, por lo general una mujer, ya lo apuntamos en su momento. No hay que olvidar que lo que podríamos denominar comisario-reina-por-un-día es poco menos que una estrella invitada y, como tal, se le debe cuidar, mimar y tolerar sus caprichos, por estrafalarios que sean. De no acatar lo que dice o propone el personaje en cuestión, la institución corre el peligro de que aquél haga temblar los cimientos que la soportan.

Aunque buena parte de lo que hemos dicho en relación al comisario-artista sería aplicable al comisario-diletante, hay una diferencia substancial entre ambas tipologías. Mientras que, a nivel de privilegios y repercusiones, ambos disfrutarían de ventajas parecidas merced, entre otras razones, a la expansión de la curadoría en el mercado de trabajo, es muy distinto lo que propone un artista que lo que propone un diletante. Por tener un ojo entrenado para ver lo que es mejor y estar más o menos comprometido en una práctica del conocimiento, el comisario-artista centra su atención en cuestiones relacionadas con el “arte” al que trata con más o menos cura por el respeto que le merece. El comisario-diletante, sin embargo, al entender que curar es sinónimo de creativo, tiende a centrar su actividad en conectar cosas. O lo que es lo mismo, en primar las aserciones y no en conducir hacia interrogaciones de tipo vital, justo lo que se entiende que debería ser la labor de un curador.

Por bien que al comisario-diletante se le conoce no tanto por lo que hace como por lo que ve y que el discurso que esgrime para justificar sus propuestas tiende a ser tan suyo que a veces impresiona, nunca se debe menospreciar su capacidad de sorprender. Es tan intempestivo, extraño, revulsivo, desprejuiciado y fresco lo que puede brotar de la creatividad de su cabeza que, en un contexto como el de las artes visuales, caracterizado por un cierto orden, dogmatismo, seriedad y, por qué no, obcecación, no puede más que agradecerse cuando hace acto de presencia. En consecuencia, pese a no ser santo de nuestra devoción, creemos que es tan necesaria su vida entre nosotros como lo puede ser una flor, un escritor, un jilguero, un director de museo, una jirafa, un artista u otro tipo de comisarios.

Comisario-a-secas

Partiendo de la base de que, en latín, la raíz de la palabra curador es cura y significa cuidado, y que el significado de curatore, también en latín, quiere decir custodio, entenderemos que lo que hoy se conoce como curador contiene importantes dosis tanto de cuidados como de un cierto espíritu avizor, vigilante, conservador, preservador o custodio. Aunque ahora no nos vamos a detener en los cambios en el uso de esta palabra a lo largo de la historia, sí que vamos a señalar que, si el valor de los primeros curadores de museo estaba concentrado en los objetos que “cuidaban”, no fue hasta la década de los sesenta del siglo pasado cuando el valor se desplazó hacia el curador y en lo que dice. Es decir, cuando la tutela del curador se transforma en conocimiento, cuando el cuidador evoluciona en conocedor, cuando nace el concepto de comisario independiente y/o autónomo.

Pese a la evolución en el uso del vocablo y, por consiguiente, en la tarea desempeñada por el curador, uno de los factores que nunca ha dejado de estar asociado a su figura es su permanente sumisión a todo tipo de circunstancias: a las instituciones, los artistas, los objetos, al público, al mercado, etc. Es normal, pues, que esta suerte de sometimiento a los dictados de un tercero tan influyente, se rebele de vez en cuando en forma de arrogancia, altivez, el típico no-sabes-quién-soy-yo y que, sin pudor, enarbolan ciertos comisarios que ahora mismo no pienso nombrar.
Si en algún momento ya apuntamos que fue Alfred H. Barr -primer director del MOMA- el pionero del comisario institucional, quien abre la puerta al modo en que todavía hoy hay quien se empeña en magnificar la figura del comisario fue Harald Szeemann (1933-2005), un personaje que, procediendo del mundo del teatro, fue capaz de unir artistas ajenos a cualquier noción de estilo sobre la base del proceso artístico entendido como espectáculo. Por ejemplo, Joseph Beuys.

Autodenominándose Ausstellungsmacher (hacedor de exposición) en lugar de curador, Szeemann instaura, hacia finales de la década de los 60, el rol de una figura capaz de otorgar sentido a las “cosas” que deambulan por el campo de unas ideas -el conocido como arte conceptual- así como de actuar en defensa de una escena cada vez más obtusa debido a la enorme prodigalidad de artistas, movimientos, obras, exposiciones, ediciones y mucha discusión. Es decir, demasiado debate. Se trataba de una suerte de multitarea -ese multitasking ahora tan nuestro- que, a diferencia de lo que hasta entonces venía siendo el comisariado, requería de una dedicación no tanto parcial como a tiempo completo. Con sus días y sus noches. Una tarea nacida de una (nueva) necesidad que, en la medida en que lleva implícita la creación de algo -es decir, que tiene un fin creativo- no tarda en colisionar con la función(creativa) que, por tradición y naturaleza, desempeñaba el artista.

Como ejemplo de «curador que no sólo se ocupa de la tierra -es decir, del arte- sino que también la cuida, organiza y transforma en paisaje» (esta maravilla de metáfora es de Balzer, no mia), Szeemann fue un personaje hecho a sí mismo hasta el punto de convertir su conocimiento en una necesidad, algo que, hasta antes de su aparición como curador independiente, era prácticamente inimaginable. Otorgando valor a un trabajo orientado hacia un público institucional, pero también hacia ellos mismos en virtud de sus conocimientos en humanidades o en ámbitos ajenos al arte y su historia, los curadores que se consideran como de la primera generación -Harald Szeemann, Walter Hopps, Lucy Lippard, Seth Siegelaub, etc.- abrieron el paso a lo que, aproximadamente tres décadas después, representará ser comisario: una entidad propia, asalariada, portavoz de la multidisciplinariedad y comprometida con la práctica del conocimiento como principal criterio de valor. La década de los 90 es el momento en que el comisario deja de ser un amateur-emprendedor-excéntrico para pasar a ser una necesidad profesional. También es el momento en que empiezan a proliferar cursos y programas curatoriales encargados de dar a entender que, si la profesión de comisario se debe aprender con sus propias especificidades, es porque se ha convertido en un campo expandido, en un mercado de trabajo. Un mercado que, a su vez, no deja de declararse absolutamente incapaz de absorberla ingente cantidad de comisarios que, desde entonces hasta hoy, no cesan de circular por la extensión de nuestro amado planeta. En resumen: que no hay suficiente pienso para tanta gallina.

Extraída de la lectura del brillante ensayo de Balzer, la cartografía comisarial que acabamos de trazar es, para que se hagan una idea, el retrato robot de una circunstancia que se desarrolla a escala internacional. Cuando echamos mano del microscopio para centramos en el análisis de lo que sucede en cada país -y, más concretamente, en un ámbito principalmente local- no es difícil constatar que lo dicho hasta aquí no sólo es imperceptible a nivel epidérmico, sino que parece ser el fruto de una gran invención. O, simple y llanamente, pura ciencia-ficción.

Como ignoro de qué modo preciso se ha vivido en Francia, Bulgaria, Marruecos, Ecuador, India, Japón o Noruega el tema del comisariado y su incidencia a nivel social, económico, cultural o el que sea, intentaré centrar mi análisis en cómo veo lo que sucede aquí, es decir, cerca de nosotros, cerca de ti y de mí. Como verán: un melodrama.

Acomodados habitualmente por detrás de lo que, a nivel internacional (disculpen la entelequia), sobreviene en los ámbitos de lo social, lo económico y, sobre todo, lo cultural, nuestro país tiene sometida hasta tal punto a la figura del comisario, que sólo puede ejercer como tal cuando se le brinda la posibilidad, es decir, cuando se le invita específicamente a ello, algo que sucede cuando menos se lo espera, por las razones más inimaginables y por cuestiones a menudo tan marcianas como unbelievable. Es normal, en consecuencia, que nuestro personaje ande bastante despistado. Siendo prácticamente imposible realizar una genealogía de lo que ha sido y es, hasta la actualidad, la deriva de la figura del comisario a nivel estatal (disculpen la entelequia una vez más), me atrevería a decir que ser comisario, en nuestro país, es como pretender alterar el rumbo de un avión siendo una mosca inmunda.

Por muy deseable que sería que la realización de proyectos curatoriales fuera la consecuencia de un proceso que, empezando por la presentación de un esbozo expositivo a las autoridades competentes, evolucionase en el marco de un diálogo generado para llegar a un acuerdo o, por el contrario, desestimar la propuesta de manera cordial, lo que sucede en nuestro país -como supongo que también en muchos otros- es que sólo se puede comisariar una exposición cuando la autoridad competente llaman a la puerta de un curador para proponerle, con todo su poderío, que le haga “algo”. Así, casi en imperativo. Dando por supuesto que quien llama a su puerta sabe perfectamente quién va a abrir y en qué estado lo va a encontrar -es decir, en bata, pijama, con rulos, con la colada en la mano, el cucharón en la otra y el teclado del ordenador por pendientes-, el comisario-a-secas suele aceptar el encargo ya que, ¡mira tú por dónde!, resulta que en su agenda hay justamente un hueco.

Presentar un proyecto de manera cándida y esperar tranquilamente a obtener una respuesta conlleva la recreación de escenarios que no por variopintos pueden ser incluso desagradables: desde que te digan que el proyecto está muy bien pero que no encaja con la línea editorial del museo hasta que le falta maduración, que incomoda la ausencia de representación femenina, que no hay suficiente elemento transgénero, que sufre de un exceso de testosterona, que es insuficiente el contenido político y social de la propuesta, que adolece de formalista, que es “un poco demasiado” débil, que su contenido es frágil o, simplemente, no te dicen ni mu. Cuando la autoridad competente llama a tu puerta como si fuera Avon -aquel jabón, ¿recuerdan? – es mejor y más conveniente comprar lo que te ofrece que hacerse el remolón en aras de la coherencia. Ser coherente con unos principios y rechazar propuestas que no se ajustan a lo que uno quiere y desea investigar de verdad, no sólo supone ser tildado de raro, exigente, altivo y prepotente sino también el riesgo de que te hagan cruz y raya.

Un hueco que coincide con las fechas de exposición que la institución le propone a un comisario-a-secas significa que a partir de aquel momento su vida estará sometida a los designios del cliente. Hasta ahí todo normal. Lo que ya es menos normal es que no se informe debidamente de la razón por la queestos designios cambian en el tiempo. Los intereses y motivaciones de la institución en materia de estrategia y márquetin o derivados de la gestión económica no es algo que el comisario raso “deba” conocer en detalle. En la medida en que su paso por la institución se limitará a una colaboración de tipo puntual -sólo los comisarios-amigos-del-director o de quien sea disfrutan de la posibilidad de reincidir en menos de cuatro años en una misma institución- el comisario raso no tendrá la más mínima idea de lo que sucede a sus espaldas. De modo que por mucho que se empeñe en desarrollar su profesión de acuerdo a la totalidad de las especificidades que incluye, difícilmente vera satisfecho su deseo de acceder a todo.

A medida que se desciende en la escala de valor de los espacios que, eventualmente, pueden requerir de los servicios de un comisario raso, las condiciones laborales del mismo suelen alcanzar tales niveles de precariedad que no es extraño que, para subsistir, se busque la vida como mejor pueda y sepa. Es entonces cuando el comisario raso, en la medida en que conoce el campo que transita, se aplica en ampliar el radio de acción de su profesión a tareas relacionadas con el asesoramiento en galerías de arte comerciales, la prestación de sus conocimientos en jurados de premios, becas o tribunales de asignación de talleres a artistas, la traducción de sus razonamientos artísticos en forma de críticas de arte para periódicos, revistas de arte, blogs personales u otras plataformas de opinión o a tareas relacionadas con la pedagogía y la docencia, el primer paso para desaparecer de la primera línea de fuego del comisariado para pasar a la agradable reserva de enseñar a quienes no sólo serán tus alumnos sino los que van a glosar la incidencia de tus conocimiento en sus vidas.

Ser un comisario coherente en nuestro país sin tener padrinos, amigos, sponsors, mecenas o la vida suficientemente arreglada como para no avergonzarte de ello ni necesitar de nada o de nadie para trabajar como es debido y la mar de feliz, es tan difícil y engorroso como improbable y utópico, nunca imposible. Y es que, si bien puedes ser el propietario del chiringuito donde se muestran tus propias exposiciones o llegar a disfrutar del privilegio de comisariar lo que tú quieres, como quieres y porque-tú-lo-vales, es muy difícil que tu labor curatorial pueda dibujar una línea clara de investigación en el tiempo caracterizada por su coherencia, razón de ser, enjundia del nivel discursivo, originalidad, etc. Depender de terceros para el ejercicio de una profesión que, como el comisariado, no sólo transmite valor, sino que también lo crea, es una situación tan anormal, incómoda, irracional y extraña que no puedes más que dar gracias a Dios cuando Avon llama a tu puerta y te dice que ha pensado en ti para que le hagas algo.

Por ejemplo, comisariar una exposición.

Comisario-Km.0 o comisario-slow food

El comisario Km.0 o comisario slow-food es la versión del comisario-a-secas que, habiendo descartado la posibilidad de desarrollar su carrera a nivel internacional -por difícil, azarosa, sacrificada, egocéntrica, agotadora, apátrida, llanera solitaria y por ser en inglés-  opta por centrar su actividad curatorial en el país donde vive abierto, en todo momento, a las probabilidades que se le presentan desde cualquier frente, tanto nacional como de donde sea. Que un país como el nuestro haya dado lugar a tantos comisarios de este calibre significa que su incidencia en los discursos artísticos de hondura internacional es tan mínima e insignificante como el relato de unos artistas que, como los nuestros, son prácticamente desconocidos tanto fuera como dentro de nuestras fronteras. No es cuestión de ser buen o mal profesional ni que nuestros artistas procedan de otro planeta, es cuestión de que, en nuestro país, hay algo que no se hace bien y, además, desde hace demasiado tiempo. Pero esto ya es otra historia.

Consagrar una carrera curatorial al ámbito del país donde se vive -como el nuestro, sin ir más lejos- aparte de ser una opción realista, sensata, equilibrada y medida no implica hacer exposiciones en cualquier parte del país. Porque consagrar una carrera curatorial al ámbito del país donde se vive -o lo que es lo mismo, ser un comisario nacional- además de estar más cerca de tu familia, pareja, hijos, padres o amigos implica que tu carrera se va a desarrollar en el radio de acción más próximo del lugar dónde vives. A saber: tu pueblo, la capital más cercana, la comarca a la que pertenece, la provincia de la que forma parte o, apurando mucho, la comunidad autónoma donde pagas tus impuestos. Consagrar una carrera curatorial al ámbito del país donde se vive no significa comisariar en cualquier ciudad del país. Y es que, por muy interprovinciales que nos pongamos, moverse con soltura por la «complejidad» de un país tan capillista como el nuestro es tan utópico, fantasioso e irreal como ser comisario internacional o comisario-estrella-fugaz. De ahí que el concepto de comisario nacional no sea más que una pura entelequia.

Si la carrera curatorial focalizada en un único país no implica que un comisario pueda trabajar en cualquiera de sus espacios, consagrar la misma carrera en torno a la ciudad donde se vive tampoco implica que se pueda ejercer en cualquier lugar. Consagrar una carrera curatorial en torno a la ciudad donde se vive significa ser un comisario-Km. 0 y, como tal, complacerse en comisariar en los espacios donde se te conoce, los centros dirigidos por quien te quiere y/o aprecia, los lugares donde nadie tiene nada en contra de uno o allí donde se te ofrece sin saber exactamente por qué. Pretender hacer una exposición donde jamás te han pedido ni la hora, es tan difícil, duro y cruel que no creo que haya nadie que se atreva a hacerlo sin temor a sus consecuencias. Todos sabemos que, en una ciudad, todo el mundo se conoce tanto que si nadie te ofrece comisariar una exposición es porque no interesa lo que haces, se considera que es suficiente con lo que puedes ir haciendo, prefieren mantenerte en barbecho -o en stand by, si prefieres decirlo en inglés- o porque, aunque parezca mentira, no te conocen lo suficiente o directamente, porque hablas demasiado.

Ser comisario-Km. 0 no es ninguna deshonra ni nada que tenga que ver con ser mejor o peor comisario. Ser comisario-Km. 0 significa que, siendo coherente contigo mismo y la gente que te rodea sigues optando por hacer lo que puedes para ir comisariando no muy lejos de tu casa. Y jamás por mucho tiempo. Ser comisario-Km. 0 significa que no te importa no comisariar muchas exposiciones. Ser comisario-Km. 0 no significa estar amargado, resignado, ser un fracasado o un desgraciado. Ser comisario-Km. 0 significa que puedes ser muy feliz haciendo lo que puedes, cuando puedes y, sobre todo, con quien puedes. Y esto no lo puede decir cualquiera.  Ser comisario Km.0 significa que, además de tu trabajo, valoras otras cosas en la vida y aunque sabes que, difícilmente, dejarás de ser un comisario Km. 0 también sabes que tu labor consiste en resistir, porque en esto te va tu vida.

Ser comisario Km. 0 está muy bien cuando puedes ejerces como tal.

Cuando no puedes hacerlo, da igual lo que seas.

(p.d.: agradezco la lectura y comentarios de Eva Muñoz)

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