Sobre el comisario, el comisariado y demás derivas curatoriales. (2)

Tal como apuntamos en nuestro texto introductorio-contextual, publicado hace unos días en esta misma plataforma bloguera, lo que viene a continuación, en dos entregas sucesivas, es una aproximación a distintas tipologías de comisario desde un punto de vista sumamente personal enriquecida por la aportación de quien, desde las páginas de su ensayo Curacionismo. Como la curadoría se apoderó del mundo del arte (y de todo lo demás), vierte su autor, David Balzer, en relación al tema que nos ocupa.

Si algunas de las argumentaciones esgrimidas para esbozar los distintos tipos de comisario que abordaremos -a saber: el comisario-director de institución, el comisario-filósofo, el comisario-joven, el comisario-artista, el comisario-diletante y el comisario a secas- pueden ser perfectamente aplicables a tipologías distintas de las del apartado en que se inscriben, ello es debido a la dificultad de acotar esta profesión en base a estándares profesionales unidireccionales, monolíticos, inalterables y fijos. La disparidad de personalidades que acceden a esta profesión sumado al modo en que se ejerce de acuerdo a las circunstancias profesionales, económicas, vitales y propias de cada uno, hace imposible definir con certeza qué es un comisario, qué hace exactamente, cuál es su futuro en el circuito del arte o, en definitiva, qué va a ser de su vida.

Más que delimitar el campo por el que se escurre la anguila curatorial, lo que pretende esta respetuosa serie de tipologías comisariales es aportar un poco de luz -y también de humor- a lo que, según se mire, es un verdadero melodrama en la escena de las artes visuales. ¡Con todas las de la ley!.

Comisario-director de institución

Cuando el comisario de una exposición es, además, quien dirige el museo, centro de arte o fundación donde se realiza, son escasas las voces que cuestionan la enjundia de su propuesta. Independientemente de que sea una gran persona, un zafio, un buen profesional o un ser despreciable, que su labor sea brillante o infausta, su trato amable o despreciable, su discurso interesante o vacuo o que su verdadera vocación sea la de alpinista o barrendero, nadie discutirá con el comisario-director porque la institución que dirige sigue siendo una de las plazas donde se consolida la trayectoria de un artista.

Tanto si se trata de un artista mayor como de un artista joven, el paso de una obra por las paredes o salas de una institución artística más o menos prestigiosa significa que el «discurso» que la sostiene ha dado en la diana de los gustos del comisario-director. Justo en la diana que debía dar. Lo cual no quiere decir que la obra sea buena o mala, motor de pensamiento o de impasibilidad o, simplemente, que el artista se lo merezca. Significa que la estrategia diseñada por el director de la institución y los motivos que le han llevado a contar con dicha obra son tan necesarios para la consecución de sus propósitos como fruto de un misterio que no siempre es fácil desvelar. En función de la estrategia diseñada por un director en lo que se conoce como “su programa”, el artista cuya obra ha sido llamada a formar parte del mismo se beneficiará de un punto más en la solidez que necesita para considerársele un creador interesante, ejemplar, modelo, imprescindible y top. Es decir, lo más.

Si un artista, ya mayor, no consigue dar en la diana que le garantice un hueco en la programación de un museo, se entiende que su obra quizá no es tan buena o que (sólo) está a la altura de sus propias ambiciones, no de las del director del centro. Por otro lado, si un artista, pasada la edad-de-la-emergencia, no consigue que su obra sea vista en una institución de prestigio, se entiende que es debido a que todavía está en ciernes, es poco interesante, no se adscribe a ninguna onda curatorial, quien escribe sobre ella apenas tiene repercusión, es invisible en colecciones públicas y privadas o está a la altura de unas ambiciones tan altas que, a menos que (el artista) se modere, no va a tener demasiadas oportunidades. En razón de la importancia que tiene una institución y de los beneficios que puede reportar a la trayectoria de un artista, su galería, sus coleccionistas, la cohorte de comisarios y críticos que le siguen, etc., el hecho de que el comisario de la muestra sea el propio director del espacio consolida, todavía más, la apuesta de la institución en favor de este artista. Y es que, además de exponer en un sancta sanctorum del arte contemporáneo (occidental), lo hace de la mano del cardenal de la diócesis.

El proceso de realización de una exposición, en cualquiera de sus modalidades, no es un camino de rosas. Y es que, si en los momentos iniciales, apenas hay rastro de mal rollo, es durante el proceso que no tarda en aparecer lo que se conoce como problema o, mejor dicho, EL PROBLEMA. Se derive de cuestiones económicas, conceptuales, estratégicas, sociales, profesionales, de derechos, de propiedad intelectual, de amistad, textuales, de reproducción o de lo que sea, la llegada del problema entorpece el buen entendimiento que siempre es deseable para el desarrollo de la exposición. Algunas veces -no siempre- hasta el punto de acabar con ella. Pero esto ya es otra historia.

Como buen conocedor de este peligro y de la conveniencia de mantenerse al margen de cualquier conflicto, el comisario-director del museo procura, desde el inicio del proceso de producción, que esté presente en cada reunión con el artista la persona encargada de coordinar la exposición, la que hará de filtro cuando las cosas se tuerzan y estará dispuesta a hacer todo lo posible -y lo imposible- para que la exposición salga bien y de acuerdo a los pactos establecidos entre el comisario-director y el artista. Es decir, entre la institución y el artista. La fantástica persona que siempre está y que a menudo es vista como un hada madrina, suele ser una mujer. Pero esto ya es otra historia.

Una vez se inaugura la exposición todo el mundo suele estar la mar de contento: el comisario-director por añadir otro punto en la escala de valor tanto de la obra del artista como de su prestigio, de la institución que dirige o de su propio poderío en el sistema del arte nacional e internacional (esto depende del nombre del artista, no tanto del suyo); el artista por poder demostrar con ejemplos fehacientes lo imprescindible y necesaria que es su obra, su arte y, en general, su existencia; la coordinadora de la exposición por haber sabido sobrellevar el significado de estar en medio de un fuego cruzado; y el público asistente por el hecho de ver la exposición de un artista tan interesante que hasta el museo le hace una exposición. Son tan pocas las voces críticas que cuestionan la muestra que, cuando las hay, su volumen queda ensordecido por la estruendosa promoción que pone en marcha la institución. Pinchan tanto las voces críticas como lo hace un alfiler en el talón de un elefante. Cuando la exposición finalmente ve la luz, nada de lo que hay detrás tiene importancia. Sólo importa lo que se ve. Los trapos sucios, si los hay, desaparecen automáticamente por el efecto blanqueador de la exposición una vez inaugurada.

El comisario que, además, dirige el museo donde se muestran sus exposiciones es un ser respetable mientras mantiene el poder que le otorga la institución. Tan pronto como la institución decide prescindir de sus servicios -no renovándole el contrato o invitándole a dimitir- o el comisario-director decide apearse del barco -para seguir su propio rumbo por otro tipo de derroteros-, éste se convierte en un ser mortal, es decir, en un comisario a secas y, en consecuencia, en carroña fresca para hienas hambrientas. El resto, ya se lo pueden imaginar. Para evitar caer en el olvido y no tirar en saco roto el recuerdo de sus días de gloria en el seno de una institución con-cosas-que-decir, existe una asociación de directores de museo que garantiza y reconoce sus méritos en virtud de la dirección que ejercieron. De poco o nada importa que hayan dejado de dirigir. Lo que importa es que lo hicieron.

Comisariar una exposición teniendo en la mano el mango de la sartén es algo que no todos lo llevan igual de bien ni por lo que todos pueden pasar. Se necesita ser de una madera especial, saber qué significa ser curador institucional, entender el museo como una máquina pero también como un templo para las máquinas, ser capaz de infundir valor a tus propuestas, tener tragaderas hasta decir basta, no padecer prejuicios morales, gestionar la ética adecuadamente y estar disponible para atender a quien te promocionó -los patronatos, el mundo empresarial, un cierto coleccionismo, etc.- como candidato al Olimpo del arte. Todo el tiempo. Personalmente, que el director de una institución comisaríe exposiciones en el espacio que dirige me parece comprensible si sólo lo hace de vez en cuando. En la medida en que informa al respetable acerca de lo que piensa a través del ejemplo de una exposición, no sólo lo creo necesario sino imprescindible. Lo que ya no parece tan razonable es que por ahorrarse unos dineros apelando a la precariedad, impedir que alguien le pueda hacer sombra o querer seguir engordando un ego que ya no cabe en el recinto, sea él el encargado de comisariarlas casi todas. Una cosa es dirigir y otra muy distinta es comisariar. Y según entiendo lo que debería ser el comisariado, creo que es el trabajo en libertad lo que mejor saca a relucir las interioridades del arte, los recovecos del pensamiento, la razón de ser de un artista, la necesidad de la creación. En la medida en que los intereses que concurren en el diseño de la programación de un museo son insondables, no creo que esa libertad sea precisamente lo que garantice quien configura esa programación, es decir, el comisario-director.

Para comisariar una exposición es necesario que, en la medida de lo posible, entre el artista y el comisario -del tipo que sea- se dé una relación de tú a tú, no una relación de usted a tú. No se trata de estar por encima del otro ni tampoco por debajo, se trata de estar dispuesto a aprender del otro, a negociar las dificultades, a disfrutar los logros y a entender que en este mundo no somos nada sin el otro. Tampoco nadie.

Comisario-filósofo (o intelectual o profesor respetado o docente, etc.)

Cuando el comisario de una exposición procede del ámbito del pensamiento -uno de los ámbitos de procedencia del ejército de los diletantes comisariales, pero mucho más culto- los proyectos que realiza con frecuencia son ilustraciones de los temas que investiga. De modo que “su exposición”, más que la plataforma desde la que acceder a la obra de un artista o de varios artistas unidos por alguna razón -es decir, lo que se conoce como una exposición colectiva- es como si la tesis de dicho pensador se desprendiera del texto, se tridimensionalizara y nos conminara a acceder a sus cavilaciones desde una perspectiva visual y no tanto textual, es decir, lo que en verdad le es propio. Dicho de otro modo, es como si, gracias a unas gafas 3D, se nos permitiera viajar, como-quien-no-quiere-la-cosa, por los meandros de un pensamiento abstracto o desde el otero de la elaboración de una tesis.

Las exposiciones comisariadas por profesionales pertenecientes al ámbito del pensamiento son interesantes por lo que generan a nivel textual y no tanto por lo que aportan a nivel visual. Por mucho que se esmeren en trabajar codo con codo con los artistas, no se pueden seleccionar obras o aprehender el espacio de exposición con los mismos recursos con que se argumenta las tesis de un ensayo. La sensación que se tiene casi siempre frente a la exposición ideada por un comisario-filósofo es que la cosa se le ido de las manos o, más bien que nunca llegó a sus manos y se sobredimensionó en su cráneo. Tanto para arriba como para abajo. Algo que nos viene a confirmar que hay exposiciones que es mejor que permanezcan en formato libro, o que hay gente muy válida para hacerlas incluso mucho mejor.

Considerado como apéndice de un ensayo y desarrollado casi siempre como un proyecto editorial ajeno al universo de las artes visuales, el catálogo de la exposición orquestada por este tipo de comisarios nos transporta tan lejos de lo que perciben nuestros ojos que, al tiempo que se convierten en textos referenciales, impiden entender la necesidad de su propuesta expositiva.

Si, como antes hemos dicho, no es lo mismo dirigir un museo que comisariar una exposición, tampoco es lo mismo pensar que comisariar. El hecho de que, a nivel conceptual, se haya adquirido un cierto prestigio y que por esta misma razón el pensador merezca todos los respetos, no debería llevar a suponer que, a nivel comisarial, deba brillar con la misma intensidad. Para el comisario-filósofo, hacer una exposición vendría a ser como un divertimento capaz de proporcionarle el descanso que necesita en sus tareas reflexivas. Un kit-kat, una fruslería. Y como tal se toma esa tarea. Por esa suerte de proximidad comunicativa tan propia de las tareas comisariales, al pensador le va muy bien distanciarse del mundo de las ideas y tocar tierra a partir de realidades de corte más pragmático.

Por bien que en el desarrollo de un “comisariado conceptual» la torpeza más pragmática pueda hacer acto de presencia, el comisario-filósofo tiene muy claras algunas cosas:

– que la persona que, por parte de la institución, se le ha asignado para trabajar junto a él está suficientemente capacitada como para resolver todo tipo de cuestiones técnicas y mundanas, aquellas que él no controla porque no pertenece a este mundo
– que tras su aventura comisarial regresará de nuevo al hábitat natural de su pensamiento convencido de que este episodio puntual jamás hará sombra a la abstracción de sus ideas
– que si ha sido invitado por la dirección de un museo es por la contundencia, actualidad y pertinencia de su pensamiento y que, con independencia de lo que acabe haciendo, tanto él como la dirección estarán encantados. Bueno, él un poco más porque, además, le habrán pagado por lo que mejor sabe hacer: pensar.

No son pocos los artistas cuya práctica gana activos -a veces muchísimos- con la contribución de un comisario-filósofo al contenido de su obra. Como si se tratara de un ejercicio de parasitación mutua, tanto el comisario como el artista suelen estar la mar de contentos al brindárseles la posibilidad de vivir conjuntamente una experiencia expositiva que a veces entienden en términos de aventura. Aunque para el artista no signifique la exposición de su vida -o sí, ¡quien lo sabe!- ni para el comisario-filósofo un proyecto tan brillante como su último ensayo -o sí, ¡quien lo sabe!– tanto el uno como el otro obtendrán beneficios en este negocio: el artista, en la medida en que su obra se rodeará de un halo reflexivo hasta aquel momento insospechado y el comisario-filósofo en la medida en que, contando con la colaboración de un artista conocido o la complicidad de un artista mediocre -por lo general, amigo suyo-, habrá conseguido ilustrar sus tesis con imágenes de curso legal en el universo del arte, para él, un hermano menor.

Comisario-joven

Cuando un comisario de exposiciones es joven y empieza a introducirse en el universo del comisariado lo vive todo con tanta pasión como cualquiera de su generación al introducirse en el ámbito profesional que desea. Se trata de una época en la vida de cada uno en la que parece que se ha nacido para una sola cosa: comerse el mundo. Sin pan ni agua ni vino ni Coca-Cola. Se trata de una sensación que no tarda en amainar a medida que se avanza hacia el camino de la madurez, y es mejor que sea así porque, de lo contrario, es el mundo quien se come a uno.

Como cualquier persona que asoma la cabeza en lo que podría ser su futura profesión, el joven comisario tiende a ignorar el pasado hasta el punto de que, antes de él, parece que apenas nada hubiera existido: ni el comisario, ni el comisariado, ni los artistas, ni, por supuesto, la vida en general. El modo en que un joven (comisario o no) vive desenfrenadamente todo lo que hace suele pasar por no entender que, anteriormente a él, también hubo quien se consideró la viva imagen de un tsunami. Es lo que hace que durante la juventud comisarial los temas que se desarrollan cada vez que se puede -es decir, como trabajo de fin de grado, en una sala de arte joven, en un concurso de comisariado emergente, en un espacio auto gestionado, en el patio de una casa, etc.- casi siempre sean los mismos. Es decir, temas vinculados a los aires del tiempo que vive o le toca sufrir -según sea, el comisario, un moderno o un romántico empedernido-, a las últimas tendencias en el mercado del arte, a lo más transgresor a nivel social, económico, de género o “estético”, a lo más novedoso desde el punto de vista formal o conceptual, a lo más recurrente de todos los tiempos, a lo más inmediato a su propia vida, sus gentes, sus amigos y sus seres queridos, a nada en particular -como actitud tipo punk- y con un nivel de reflexión tan peculiar como dotada de aquella falta de experiencia que hace que lo que hace, comisarialmente hablando, no se le tome demasiado en cuenta. Y es que tanto si interesa como si no, lo que siempre aporta un comisario joven a la sociedad -como un artista joven, como cualquier joven- son las dosis justas de frescor e ingenuidad que se requieren para que la vida en general no sea tan triste, burocratizada, gris, vetusta, caduca y casi muerta.

El comisario joven, a la hora de concebir sus proyectos curatoriales, suele trabajar con artistas que le son afines, artistas jóvenes que, como él, lo viven todo como si no existiera un mañana. Las veces que trabaja con artistas un poco más establecidos son puntuales y a menudo consecuencia de la intermediación de un contacto-puente. La falta de experiencia del comisario joven y su ambición desbocada, inocente y pretenciosa -algo tan normal como saludable en esta edad- hace que los artistas con un poco más de trayectoria prefieran trabajar en proyectos con más enjundia y no tanto de corte experimental. Si aceptan participar en una exposición comisariada por un joven suele ser con obra realizada o perteneciente a su galería o colección pública o privada. Y en muchos de estos casos el comisario ni habla con el artista.

Como imanes que se atraen, quienes pertenecen a una misma generación se entienden tan a la perfección que a veces no hace falta ni que se digan una sola palabra. El grado de compenetración que existe entre un comisario joven y un artista joven es de tal magnitud que a la que aparece un problema – es decir, EL PROBLEMA- nunca es responsabilidad de ninguno de los dos sino, ¡cómo no!, de la institución que acoge la propuesta artística, nunca exposición, ya que suelen tener muchas reservas a la hora de llamar a las cosas -lo que hacen- por su nombre.

Trabajar curatorialmente con formatos no convencionales es tan estimulante y difícil como también muy propio de la juventud. Ahora bien, si como apunta David Balzer -citando el programa de estudios curatoriales del Bard College de NYC y que yo subscribo- lo que hace interesante una muestra no es tanto el nivel de experimentación con la forma y la estructura sino con las maneras de compartir el contenido de una obra de arte mediante la creación de un marco adecuado para cada contenido, estaría bien que, desde el inicio de cualquier propuesta, el comisario joven tuviera claro que la forma se debe al contenido y no al revés. De este modo evitaría inventar lo que, en lugar de iluminar el arte, embarra el camino por el que avanza lentamente.

Al poder compartir con artistas de una misma generación -en especial, cuando se es joven- los problemas que aparecen en torno a una exposición, es muy probable que el artista siempre se ponga del lado del comisario. Y es que al existir entre ambos un grado tal de comprensión, camaradería, buen rollo y hasta incluso amistad, el nivel de solidaridad que existe entre ambos suele alcanzar unos límites insospechados. Casi irracionales.

Aunque el comisario joven no sea muy consciente, cuando alguien -principalmente una institución- confía en él para la realización de una exposición no es porque le haga la exposición del siglo -que puede pasar- sino para que, haga lo que haga, aporte la dosis de renovación que se necesita para que el sistema del arte siga en vida y ajeno a la muerte anunciada sin sosiego por la cansina madurez de quienes están de vuelta de todo. Es decir, los adultos. En esta misma línea se podría decir que, aunque el artista joven casi nunca es consciente de ello, cuando alguien se fija en él no es tanto porque crea que su obra cambiará el mundo sino por intuir que, detrás de ella, late la personalidad de una mirada singular dispuesta a observar, digerir y hablar del mundo desde una perspectiva clara, honesta, coherente, sincera, sin prisas pero tampoco sin pausas.

Cuando un comisario joven aterriza en el circuito del arte contemporáneo en compañía de artistas de su generación -es decir, haciendo piña o en modo grupo de fans- no se le ve tanto como comisario sino más bien como amigo. Y como tal, se le permite y perdona casi todo. Aunque la irrupción de un comisario en la vida profesional de un artista acontece principalmente de forma circunstancial, no es la profesión lo que les acerca sino el hecho de que, entre ambos, se comparten las mismas dudas, consideraciones, cavilaciones o certezas. En especial, en relación al mundo hacia el que (ambos) dirigen sus carreras. Se trata de un mundo del que, desconociéndolo casi todo, es el objetivo sobre el que construyen sus más altas ambiciones. Saben que si no les pasa durante su juventud, difícilmente se les brindará una segunda posibilidad. De modo que empezar a transitar por el vía crucis del arte acompañado de tus colegas, siempre es mucho más llevadero que hacerlo solo y/o desde los márgenes.

 

(p.d.: agradezco la lectura y comentarios de Eva Muñoz)

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