Equivocadamente o no, siempre creí que la Biennal de Valls era de ese tipo de certamen especialmente útil, necesario y beneficioso para quienes, una vez acabada la carrera de Bellas Artes -es decir, sin moverse como pez el agua por el circuito del arte, comercial o no- pudiera testar la enjundia de una obra que pocas veces había visto expuesta en una sala de exposición, que, de ser galardonada, entraría a formar parte de una colección testimonial concebida in progress y que, tanto si ganaba como si no, como mínimo le remunerarían por el mero hecho de tener que desplazarse para instalar su propuesta en condiciones más que aceptables.
En vista de que los galardonados de la edición de este año -Mireia Sallarés, Mar Arza y Joan Morey: os felicito sinceramente!!!- no se ajustaban en absoluto a lo que yo creía desde hacía tanto tiempo, me pasé por Valls en mi camino de regreso a Barcelona desde Zaragoza. Un pequeño devaneo por las tierras del Ebro del que extraje alguna que otra lectura.
Al margen de que la vinculación de esta Biennal con la Fundación Guasch-Coranty -vinculada a su vez con la Facultad de Bellas Artes de Barcelona- hace que la visita a este certamen le garantice a quien viene de Barcelona una experiencia similar a la que sería comerse una paella en Barbados, lo cierto es que lo que vi me gustó bastante-mucho. Tanto por la obra de los artistas que ya conocía y la posibilidad de volver a verla en otro marco, condiciones y en diálogo con otras, como, sobre todo, por la de aquellos que no conocía en absoluto y que supusieron para mi un verdadero descubrimiento. Como es el caso de los dibujos en tinta de Èlia Llach o el dodumental artístico de Miquel García pese a tener que confesar que no conseguí ver los 146 minutos que se requerían para hacerlo.
Dicho esto -es decir, que la exposición está muy bien, que estoy muy contento por los artistas seleccionados y los galardonados y que mereció la pena mi viaje hasta allí- querría decir las cosas que no me gustan tanto. O, para ser positivos, que me gustan menos. A saber: que artistas que se mueven como pez en el agua por el circuito se tengan que presentar para ver si pillan premio o, como mínimo, la remuneración -el fee- por el hecho de exponer en el Museu de Valls; que se presenten artistas que cuando las cosas iban bien declinaban participar en este certamen por considerar que era cosa de niños; que con eso de ser un reflejo de los tiempos que corren el reconocimiento de un premio como, ya es de por si, la participación en una Biennal como la de Valls se pueda transmutar en una merienda de negros o, en el peor de los casos, que por culpa de esta crisis que nos está matando estemos asistiendo al desplome de un sistema artístico víctima de su fragilidad, carencia de convicción, tendencia onegeísta -de ONG-, falta de ética, de escrúpulos y, sobre todo, de mucho morro.
Quizá no sea nada de todo eso y que el problema se reduzca a la mala digestión de la coca de arenque que me casqué a media mañana.