Fue como una suerte de bálsamo, no lo voy a negar. Porque fue cruzar el umbral de la puerta que separa la galería del patio que la precede, para sentir que el mundo se ralentizaba al ritmo de unas pautas que, a simple vista, en silencio, nos marcaba Ignasi Aballí (Barcelona, 1958) para acceder al espacio de una exposición que, pese a su aparente levedad, se intuía que no había nada que no respondiera a una necesidad. Quizás a la necesidad de un artista en su empeño por hacernos ver, hacernos sentir, invitarnos a ser entre los límites de lo perceptible. Allí donde la nada puede entenderse como todo sólo con que haya alguien que lo quiera así.
Llevaba dos días caminando por Madrid, de exposición en exposición, de charco en charco, de amigos en amigos, de un lado para otro. Un sin-parar, que se dice. Y fue entonces cuando pensé que quizás había llegado el momento de ir a la Galería Elba Benítez para ver lo que, a priori, ya presentía como podía ser, ya sabía que me iba a atrapar: Mirar (el otro lado), la exposición de Ignasi Aballí en cartel en este espacio hasta febrero de 2014.
Y es que, al igual que de la combinación de las mismas palabras siempre suelen salir unos textos parecidos, –como me decía muy acertadamente el otro día Ferran García Sevilla al hilo de los textos de contenido Zen aunque igualmente aplicable a los de cualquier otra temática ensimismada- las exposiciones de Ignasi Aballí siempre suelen ser parecidas porque las palabras que las articulan siempre suelen ser las mismas. Es decir, aquellas a partir de las cuales -o con ayuda de las cuales- argumenta un ideario simple, basado en elementos esenciales y portador de los residuos de una experiencia vivida al margen de lo superfluo. Aunque parezca lo contrario.
Porque pese a las apariencias, nada es sólo lo que parece en la obra de Ignasi Aballí. De ahí que la confusión de su Espectro (político) instalado en el patio que da acceso a la galería, se pueda interpretar no sólo sobre la base de la inversión de sus palabras sino también como una invitación a cuestionar sus evidencias y el calado de su contenido. O lo que sucede al entrar en la galería cuando frente al múltiple instalado en un box de metacrilato y titulado Cualquier color, no dudamos en echar el guante para extraer de su interior cuantos cualquieras queramos. Porque se trata de subrayar la singularidad de un acto. Y de ponerle el color que cada uno quiera. El que quiera cada uno. El que le quiera poner cualquiera.
Porque Ignasi Aballí nunca te dice lo que tienes que hacer. Como tampoco dejar de hacer.
Limitándose a poner sobre unas mesas desde los índices genéricos de unos cuantos libros a las Páginas (I,II,III,IV, 2013) en blanco de los que pasamos por alto o escribiendo sobre la transparencia de un cristal los componentes físicos de un aire Menos transparente (2013) o apelando al universo de la imaginación a partir de la descontextualización de un infinito Prólogo/Epílogo (2013) o lamentando hoja por hoja y en Palabras sobre papel (2013) “la pérdida del papel en tanto que soporte más compartido a lo largo de los siglos por nuestras fuentes de información”, Aballí sitúa al espectador al mismo lado de una reflexión basada en el pensamiento que se genera desde el otro lado, es decir, desde los opuestos. A saber: la esencia de la ausencia sobre la base de su presencia, la invisibilidad y la transparencia desde la opacidad de una trama, el inicio de cualquier libro desde el modo en que termina, las conclusiones a las que llegamos desde la perspectiva de un índice olvidado… el tiempo que invertimos en la cultura de nuestro ser amarilleando la superfície de un papel donde se puede escribir lo que todavía no ha empezado. Porque todo empieza cuando creemos que ha terminado.
Si a partir de unas mismas palabras suelen escribirse un mismo tipo de textos, según el modo en que se combinan no siempre se llega a la misma conclusión. De modo que si de la combinación de unas palabras que, por su calado ontológico, nos remiten a la naturaleza de un ser destinado a desaparecer para sobrevivir en el recuerdo, no es de extrañar que en su camino hacia el polvo, el rastro de su presencia en la mente de quien los lea pueda ser tan diferente como lo somos nosotros. De ahí que, pese a que sea la simplicidad -y, en consecuencia, la reducción a lo esencial- lo que prime por encima de las propuestas de Aballí, no pueda existir una conclusión sino muchas y variadas. Porque simples, no es que seamos.
Y en estas andaba yo –es decir, ensimismado a la manera de un libro Zen- cuando reparé en Fin (2013), la obra que le dio un vuelco a mi corazón por cuanto que en ella se incluía todo lo que había visto hasta entonces, lo que no había entendido, aquello por lo que me dejé llevar, ir, perder, abandonar: la acumulación de todas las palabras, el impacto de todas las impresiones, la evocación de todos los recuerdos, los blancos-entre-amarillos-y-marrones de todas las hojas, las vías abiertas a todos los caminos… en suma, una impresión digital sobre papel fotográfico de 51 x 35 cm., colgada a la altura de mi vista y enmarcada por un lado con tres perfiles de aluminio negro y por el otro por el espacio en el que me perdí sin darme cuenta.
Hasta el día de hoy. Intentando escribir lo que no he podido de ninguna manera.