Historias Naturales. Un proyecto de Miguel Ángel Blanco. Museo del Prado, Madrid

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Siempre me han gustado las sorpresas. Pero no las malas, sino las buenas. Es decir, las que te activan el cerebro, las que te apartan de la rutina, las que te cosquillean el cuerpo, las que te hacen pensar, las que te hacen sentir bien, las que te llevan de una cosa a otra y de ésta a otra, las que te brindan la posibilidad de conocer algo distinto, algo nuevo, las que te cogen desprevenido, las que quieres contar a un amigo, las que te hacen sonreír, las que funcionan como un reto, las que te invitan a reflexionar, etc.… En suma, las que te hacen sentir que no eres un mueble ni un cero a la izquierda sino alguien con la capacidad de ver en el azar lo que te puede abrir los ojos hacia lo que constatas que no se aleja de lo que quieres, de aquello en lo que crees y de las lecturas que se derivan de lo que un mal hábito te induce a consumir siempre del mismo modo.

Por bien que son muchas las buenas sorpresas que podemos recibir, me voy a referir a una de las que, a mi, personalmente más me gustan: las que te pueden llegar mientras visitas un museo. Es decir, las sorpresas en las que reparas en virtud de una disociación extraordinaria, sobre la base de una fusión inimaginable, envuelto en una situación anómala, pensada para actuar de un modo preciso, concebida como una alerta para despertarte, planteada como una vía de acceso a lo desconocido… de todo cuanto te saque de donde estás para remitirte a un ámbito más personal por cuanto que va a requerir de tu propio esfuerzo para colocar lo que te sorprende en el lugar que le corresponde. Este tipo de sorpresas no son muy habituales y cuando se dan, no siempre producen el mismo efecto.

Además de estas sorpresas, también me gusta lo que mis amigos me sugieren para hacer. A saber: para comer, visitar, relajarme, culturizarme, pensarme, distraerme, colgarme, extasiarme, aburrirme, ver, reír, llorar o lo que sea. Son mis amigos, me conocen y, en la medida en que esto es así, desean que comparta con ellos el efecto que les produjo lo que ahora me están sugiriendo. Creo que buena parte de la amistad se basa en compartir lo que uno experimenta. De modo que, por poco que pueda, les suelo hacer caso. Y pocas veces me decepcionan porque, viniendo de un amigo, es el valor simbólico de una sugerencia lo que prima por encima de todo.

Pues bien, hace un par de semanas, programando una escapada de fin de semana a Madrid para poder asistir a otro tipo de bautizos, me encontré con un amigo que me habló de Historias Naturales, el proyecto que, desde el pasado 19 de noviembre de 2013 al 27 de abril de 2014, se puede ver en el Museo del Prado. Se trata de un proyecto concebido por Miguel Ángel Blanco (Madrid, 1958) y consistente en “veintidós intervenciones en las salas del Museo mediante la instalación de cerca de 150 piezas de historia natural -minerales, animales naturalizados y en etanol, fósiles, esqueletos, e insectos- procedentes del Museo Nacional de Ciencias Naturales, el Jardín Botánico, el Museo de la Farmacia y el Museo de Minas junto a veinticinco obras de la colección del Museo, que entrañan una estrecha relación con las mismas pero también con el propio edificio y con el entorno urbano del Paseo del Prado”. Debo confesar que, pese a haber oído hablar de este proyecto, se me había olvidado por completo. De modo que aquel toque de atención sirvió para azuzar en mí el deseo de ver esta propuesta en cuanto fuera a Madrid. Y eso fue justamente lo que hice: ir directo al Museo del Prado en cuanto el AVE paró sus motores en la estación de Atocha.

El artista:

Identificándose sin problema como un “artista del bosque” o como aquel cuya obra “nace en el corazón del valle de la Fuenfría, en la sierra madrileña”, Miguel Ángel Blanco es conocido por haber trabajado siempre “a pie de montaña”, principalmente en la Sierra de Guadarrama, alejado del mercado y las galerías y acostumbrado, de algún modo, a este tipo de propuestas combinatorias. En 2006 ya tuvo una exposición en La Casa Encendida de Madrid, titulada Visiones del Guadarrama y pensada entorno a la relación que sus libros-caja podían mantener con pinturas de paisajistas españoles que, durante el siglo XIX, se adentraron en las montañas para representar sus parajes.

La exposición:

Partiendo de la idea de un diálogo entre el arte y la naturaleza, lo que pretende Blanco a través de sus Historias Naturales es “hacer realidad durante unos meses el deseo incumplido de Carlos III y Pedro Franco Dávila” de ver convertido el edificio de Villanueva en aquella suerte de gabinete ilustrado que pretendieron construir en el s.XVIII. Algo que no se pudo llevar a cabo por la dimensión de la empresa, la muerte de los promotores del proyecto, las carencias presupuestarias, los vaivenes políticos y la Guerra de la Independencia.

Con el ánimo de “generar un nuevo gabinete y de futuro, que nace de la interrelación entre dos tipos de obra muy diferentes”, las intervenciones artísticas –o acciones propias del arte contemporáneo, como dice el artista- entorno a las cuales gira la idea de esta exposición, es algo con lo que se puede encontrar el espectador, bien visitando el museo del Prado como-quien-no-quiere-la-cosa o bien a modo de expedición, con un plano en la mano y recorriendo las salas de este museo parándose allí donde le aguarde una propuesta. Yo opté por esta segunda ya que, el Museo del Prado, es de esos lugares a los que suelo regresar cada vez que tengo un rato muerto o ganas de oxigenarme después de ver tanto arte contemporáneo.

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Pese a que ahora no me voy a extender en el análisis de las veintidós intervenciones que vi durante las casi dos horas que invertí transitando por las salas del Prado, lo que sí que me gustaría apuntar es que los objetos que ha seleccionado Blanco para que dialoguen con las obras del museo lo han sido para “subrayar la presencia de animales, vegetales y minerales de especial significación en algunas de las obras expuestas”. Bien sea como motivo central o bien como detalles imperceptibles o hasta incluso marginales. Además del efecto que producen en la obra con la que se emparejan, los objetos que aparecen en las salas y que, por lo general, se han instalado sobre peanas junto a cartelas blancas de considerable tamaño, extienden su mágica influencia en las obras circundantes de modo que “activa en ellas otras presencias naturales”.

Por la variedad de obras que se han seleccionado y de objetos que se han añadido para crear lo que es un auténtico catálogo de diálogos evocadores, el conjunto de la exposición aporta momentos de todo tipo e intensidad. De entre aquellos de absoluto éxtasis o de máxima profundidad me gustaría señalar los que se generan entre Las Meninas de Velázquez (1656) y un gorrión albino –El vuelo del gorrión albino, sala 12-; La entrada de los animales en el arca de Noé (1570) de Jacopo Bassano junto a unas extraordinarias huellas de unas pisadas de ave palmípeda y gotas de agua fosilizadas procedente de Utah, EEUU –El diluvio fosilizado, sala 40-; El nacimiento de la Vía Láctea (1637) de Rubens junto a 17 meteoritos de distinta procedencia –Los rayos de Júpiter, sala 29-; La tortuga laúd (1597) de Pedro Juan Tapia junto a un cráneo de tortuga verde –Un pescado peregrino, sala 51-; el Concierto de aves (1629-30) de Frans Snyders junto a un ave del paraíso –Conservatorio para pájaros, sala 16b- amenizado por el “concierto” real de las 16 aves que aparecen en el cuadro y que, de una duración de no más de 6 minutos, se puede seguir en la intervención sonora del patio del ábside, o La osa hormiguera de su Majestad, atribuido al taller de Antón Rafael Mengs junto a un esqueleto de oso hormiguero –El cruel invierno de la osa hormiguera, sala 90-.

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Ahora bien, junto a momentos de inolvidable intensidad como los que se acaban de apuntar también hay momentos en los que la obviedad trunca el goce de la propuesta a pesar de que el cuadro u objeto seleccionado deban ser considerados poco menos que de primer orden. Tal es el caso de La historia de Nastagio degli Onesti (1483) de Botticelli junto a cinco troncos de madera fósil –Bosque petrificado, sala 56b-, El rapto de Europa (1628-29) de Rubens junto a un espantoso toro de Veragua disecado –El toro de Veragua, sala 29- el aclamado y reproducidísimo Carlos V y el Furor (1551-64) de Leone y Pompeo Leoni junto a un Águila Real disecada colgando del techo –El furor de las águilas, sala 1- o, para terminar, San Miguel Arcángel (1495-1500) del Maestro de Zafra junto a un Varano acuático jaspeado y un Tegú o lagarto overo –Dragones apocalípticos, sala 51a-, etc…

Mantener el interés y atención frente a una empresa de semejante calibre, reconozco que no debe ser una tarea nada fácil. De modo que no es de extrañar que, para concluir, acabemos diciendo que esta propuesta de Blanco, siendo el reflejo de una mirada caleidoscópica, es tan atenta, perspicaz, inteligente y poética como aburrida, excesivamente literal, de una obviedad aplastante o excesivamente efectista. Si a esto le añadimos que la altivez de los textos de las cartelas a veces nos transporta hacia páramos que no consiguen interesar, no podremos más que decir que si lo que pretende es, entre otras cosas, favorecer “una nueva forma de contemplación de las obras que ayuda a su extensión imaginaria”, quizás no hubiera estado mal haberse tomado algunas dosis de humildad. Y es que, considerando que, ya de por si, la posibilidad de trabajar durante tres años en un proyecto parecido involucrando a científicos e historiadores del arte y pudiendo disponer de los fondos de una de las pinacotecas más importantes del mundo, ya es motivo más que suficiente como para dejar aparcado el ego durante unas cuantas semanas.

Que considere altamente recomendable una visita a esta exposición por cuanto que lo que ofrece no es solo de agradecer sino que representa un verdadero placer al plantear una visita a este museo-de-siempre como nunca antes se hubiera imaginado, no quiere decir que no haya detectado cuál es el problema que tiene para mi. Y es que al margen de que la considere como una sorpresa en toda regla o la fantástica recomendación de una amigo al que aprecio y mucho o el dispositivo que activó mis neuronas para apreciar en ella lo bueno y lo no tan bueno, la ambición de esta propuesta adolece, según me parece a mi, de un exceso de protagonismo por parte de quien firma una propuesta a la que considera como una obra suya. Es decir, que la exposición, además de ser un dispositivo al servicio de la reflexión, debería ser interpretada, no como un respetuoso, inteligente y más que dignísimo ejercicio de comisariado sino como la obra de un artista al que no conozco pero que se me antoja que no tuvo bastante en seleccionar las obras y establecer entre ellas relaciones insospechadas sino que tuvo que erigrse en demiurgo de una conjunción sobrenatural donde la arrogancia no tiene cabida.

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Por bien que este detalle quizá no trascienda y que lo que perdure en el tiempo no sea esta mano que mece la cuna sino el trazo de un trabajo pensado para el goce de los demás, creo que lo único que me queda por hacer es mandar mi más sincera felicitación a quien se haya empeñado en dinamizar las colecciones del Prado a través de un acto tan valiente y estimulante como respetuoso y alentador.

Pues lo dicho: felicidades.

Más información (Museo del Prado)

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