Cada vez que veo algo en lo que aparece el nombre de Perejaume, me vienen a la memoria recuerdos que tengo del bosque, imágenes de teatros vacíos, telones y cortinas de terciopelo y seda, pintura y más pintura, una narrativa reflexiva, poesía conceptual, objetos y materiales de una textura especial, olores anclados en el estómago, sonidos de brisa y viento, la humedad de un rio, la rugosidad y transparencia de un papel, un paisaje, otro paisaje, muchos paisajes o las cosas que se puedan decir sin recurrir a las palabras. Quizás, tan sólo, al silencio que respira entre lo que hace el artista y los demás, lo otro, nosotros o todo.
Si me sucede lo que acabo de contar -es decir, lo que me viene a la memoria a la manera de una lluvia de sensaciones, ideas e impresiones inesperadas- es porque las suyas son unas propuestas tan encerradas en sí mismas como dispuestas para que el espectador las complete, les de otra vida, se las haga suyas. O sea, como sucede con buena parte de las obras de arte. Pues sí, efectivamente. Aunque con las suyas se perciba de un modo especial. Porque no son solo contemplativas sino también activas, intelectuales, participativas y complementarias. Es decir, que parten del artista para llegar a quien las vea, lea, experimente, se sienta interpelado, les interese, escuche de cerca lo que le están diciendo o hayan conseguido despertar en él algo que, quizás, tan solo estaba dormido. O en letargo. O nada parecido.
Era normal, pues, que no tardara en ir a ver la exposición que Perejaume ha comisariado en el MNAC y en la que, más que mostrar su obra, lo que ha hecho ha sido hacer una a partir de la de otros. Una suerte de encaje de bolillos en la que, a la manera de un ensayo expandido, se dan cita obras de diversa índole, calidad, procedencia, efectividad, interés y sensibilidad con el fin de establecer ese tipo de asociaciones inesperadas capaces de conducir al espectador por la senda de un espectáculo concebido en función del interés del artista por el Barroco y, por extensión, por las formas ovaladas, de origen tubular, bulboso, astronómico o corporal, como nos dice el propio Perejaume. Se trata, en suma, de un recorrido que, desde la obscuridad al resplandor de la pantalla tras la cual termina todo, no sólo nos depara más de una sorpresa -o de dos, tres…- sino que también la posibilidad de entender algo que ya veíamos en nuestro artículo anterior dedicado a Enric Farrés y Joana Llauradó. A saber: que una historia no es la historia, sino otro modo de contar algo.
La exposición que Perejaume ha titulado Maniobra en relación a la idea de tocar el mundo, con el deseo de contacto y los ejercicios de transmisión de tacto que las obras puedan plantear entre sí, reúne cerca de 130 piezas entre pinturas, dibujos, esculturas, textos literarios, cuadernos de notas, objetos, relatos sonoros, proyecciones, estampas, documentos meteorológicos, muebles, tallas, etc… Es decir, una selección de materiales absolutamente heterogéneos dispuestos al margen de cualquier jerarquía -es decir, de modo democrático como cuando las obras comparten espacio en las reservas de un museo- y pensada para escribir esta suerte de ensayo visual/sonoro con palabras/obras que, tocándose entre sí, se enfrascan en sugerir frases y, en su conjunto, el desarrollo de un discurso profundamente evocador, estimulante y repleto de misterios. Misterios que, escondiéndose tras los pliegues del manto de una virgen o el espacio que hay entre las estrellas o el trazo de un lápiz sobre papel o la tesitura de una voz o las distintas maneras de observar la naturaleza o las concavidades de una piedra o las mironianas gotas de tinta sobre periódico que se pueden ver y escuchar, son los que Perejaume es capaz de sugerir decidiendo en cada momento la ubicación de cada obra, midiendo la distancia que hay entre ellas, dándoles el punto de luz exacto, acercándolas a nuestro tacto o preservándolas tras un cristal, en definitiva, sabiendo porqué ha escogido cada pieza y contárnoslo recurriendo a diferentes niveles de lectura de modo que nadie se sienta extraño, excluido, tratado de inculto o privado de un paseo por los meandros de una historia tan única y peculiar como común y al alcance de todos. Si, se trata de una exposición para todos los públicos pero no para aquellos a quienes no le interese la obra de este artista. Y es que si de este artista, que yo recuerde, sólo hay una obra propiamente dicha –El laberint de l’ou com balla, una estampa sobre papel realizada por el Maniobrer en 2013- es el conjunto de lo que ha seleccionado de lo que se vale para crear ya no sólo una obra sino todo una ópera. Es decir, otra suerte de obra de arte total.
Bajo la apariencia de lo que para algunos podría ser una escudella -perdón por la metáfora- por aquello de que las obras de Dalí, Tapies, Miró, García-Lorca, Brossa, Mir, Apel.les Fenosa o Palazuelo -si, Palazuelo,¡una extraordinaria elección!- conviven en igualdad de condiciones con un dedal, el busto relicario de una santa del s.XVI, el brazo y la mano de una geganta de Olot del s.XIX, un juego de la oca, cintas de medir del s.XIX, un texto escrito a máquina por Josep Vicenç Foix, una piedra de mortero, cuadernos de notas de Jacint Verdaguer y Josefa Tolrà o estudios lunares realizados entre 1870-1970 (por poner algunos ejemplos), lo que se puede apreciar durante todo el recorrido por esta maravillosa exposición es una invitación a distanciarnos de la hegemonía del ojo -o ese ocularcentrismo al que, de manera tan pertinaz, se refiere Marina Garcés en su texto Visión periférica. Ojos para un mundo común– para entender el tacto como aquello que nos permite sentirnos unidos localmente con el mundo por esta cosa inefable y sin contorno que es la vida. Ciertamente -prosigue diciendo Perejaume- tocar es ser con las cosas, mientras que ver es separarnos de ellas, tenerlas a distancia. De modo que pese a que somos lo que miramos -según dice Garcés que dice Plotino- lo que entenderemos a través de ese vaivén que propone Perejaume entre objetos al alcance de nuestra mano y otros ubicados en el interior de unas vitrinas, es la posibilidad de entender que la vida de las obras es la que le damos y que al mostrarlas una junto a la otra y no de modo aislado es lo que permite que al apelar, de paso, a las nociones de hospitalidad, tolerancia y simpatía sean vistas como alguien: alguien humano o casi humano.
Miren ustedes. Yo no sé si lo que he visto todas las veces que he visitado esta Maniobra de Perejaume son humanos, casi humanos o todo esto y nada a la vez. Lo que sí les puedo decir es que tener la posibilidad de asistir a una obra pensada para reconciliarnos con nuestra condición humana y, sobre todo, nuestra condición terrestre, no es algo que suceda muy a menudo y que, cuando se da, a mi me gusta, me interesa y mucho. Y todavía les diré más porque si, además de esta especie de recordatorio, descubro que la típica cara de la luna de toda-la-vida-de-los-progres procede de las que estaban a los pies de las tallas de la santas del barroco o que existe la Fundació Concepció Rabell en cuyo archivo se atesoran 6.895 fichas y 8.080 placas de cristal de nubes extraordinariamente bien realizadas por Eduard Fontseré y Rafael Patxot entre 1912-1937, la cosa ya adquiere, para mí, una suerte de karma tan especial de la que ya no sólo me resulta imposible abstraerme sino que también seguir escribiendo con esa distancia que se requiere para que el resultado no sea tan personal sino más bien profesional, científico, objetivo y serio. Ya ven ustedes.
Si volviendo a lo que dice Marina Garcés que dice Plotino, somos lo que miramos, no pienso seguir hablando de lo que he visto en esta Maniobra expositiva de Perejaume. No es por nada. Es sólo una cuestión de pudor.
Nada más.
Más información (Fundació Concepció Rabell / Rafael Patxot)
Más información (Institut Cartogràfic i Geològic)
Más información (Marina Garcés)
Más informació (texto Visión periférica. Ojos para un mundo común)
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