A finales del s. XIX hubo artistas y coleccionistas que vinieron a Europa para pasar largas temporadas, principalmente en ciudades como Múnich, París, Roma o Düsseldorf. Pero también los hubo que vinieron a España para hacer lo propio en Madrid o Andalucía. Especialmente americanos. Para aquellos que lo hicieron desde el otro lado del océano atraídos por Washington Irving o la lectura de libros como Tales of the Alhambra -un relato delirante sobre el pasado exótico de la península ibérica- España ejercía una especial atracción.
Merced a esta tendencia migratoria, artistas como Whistler, Sargent, Duveneck y, más adelante, Robert Henri o Georges Luks pudieron estudiar y captar de cerca el estilo de Velázquez al que tanto admiraban. Marià Fortuny, como pintor español, también ejercía en ellos una especial atracción: lo veían como el heredero de la gran tradición de la época de oro. Fortuny, como muchos artistas y coleccionistas americanos, también vivió en ciudades como Venecia, Roma y París. Y fue allí donde su obra se dio a conocer.
Para el gusto americano de finales de la época victoriana, la obra de Marià Fortuny resultaba sumamente atractiva. En aquel tiempo, las casas elegantes -tanto americanas como europeas- denotaban un notable interés por lo que se conoce como eclecticismo. Algo que Fortuny supo plasmar a la perfección mezclando sin piedad el rococó con motivos orientales.
A finales del s. XIX América era un país sumamente materialista y junto a la construcción de mansiones en la quinta avenida de Nueva York o la Main Line de Filadelfia, se construyeron enormes estancias en Newport y Rhode Island. El consumo a gran escala era la norma de la casa. Y en el terreno del arte nadie podía tener más éxito que un artista que no fuera experimental. Para muchos coleccionistas de la época, Marià Fortuny, además de cumplir este requisito y ser considerado como el pintor de moda en Europa, encajaba a la perfección con los ideales de cosmopolitismo y urbanidad que tan perfectamente expresaba Henry James en sus novelas.
William Hood Stewart, un rico americano afincado en París, fue uno de los coleccionistas que más promocionó la obra de Marià Fortuny en el continente americano. Se dice que Stewart y Fortuny se conocieron en París y que, como resultado de su mutua admiración, el primero adquirió del segundo poco menos que veinte obras. Sobre la obra de estilo rococó El anticuario de 1863 -actualmente en el Museum of Fine Arts de Boston-, Johnston -un estudioso de Fortuny- cuenta una anécdota bastante curiosa: dice que cuando el pintor supo que la Sra. Stewart quería un retrato de su marido, Fortuny le pidió el óleo a su marchante para devolvérselo al cabo de unos días. Y eso fue lo que hizo Fortuny, si bien con un pequeño añadido: el retrato del Sr. Stewart vestido de renacentista italiano enmarcado en la pared sobre la chimenea del cuadro original.
Aunque la versión de este cuadro de Fortuny pintada en Roma en 1866 se halla en exposición en el MNAC de Barcelona, el cuadro del que parte Rafel G.Bianchi para su obra El col.leccionista absent es la que se expone en el museo de Boston. Dice Bianchi que, aparte de lo aburrida que le resulta la versión romana, la de Boston tiene algo que le atrae especialmente: un loro.
Concebida como un work in progres y no como una obra terminada, el cuadro que expuso Rafel G.Bianchi en Passatge Studio entre el 1 y el 9 de octubre -es decir, durante los días del Barcelona Gallery Weckend y cinco días más- mantiene con el de Fortuny algo más que una simple coincidencia.
Como el de Fortuny, el cuadro de Bianchi es una obra que va creciendo a medida que se va mostrando. De modo que lo que vimos sobre la obra de Lúa Coderch -concebida y entendida a la manera de un magnífico display– no era más que otro capítulo de una suerte de saga artística protagonizada por artistas a los que Bianchi admira por varias razones. Quizás por razones tan variadas como las que impulsan al coleccionista a seguir coleccionando lo que mejor le place.
La obra de Bianchi también mantiene con la de Fortuny el mismo gusto por el espacio donde pasa casi todo. Ahora bien, si en la de Fortuny es el coleccionista quien aparece junto al marchante y, a espaldas del loro y del retrato del coleccionista, un personaje en la esquina con un portafolio en la mano, en la obra de Bianchi es Sense límit de Ignasi Aballí la obra que da sentido a esta colección sin coleccionista. O a una colección cuyo coleccionista, por el momento, no se sabe quién es. Sólo se sabe que cuando aparezca, será su retrato el que ocupará la superficie casi vacía de la obra de Ignasi Aballí. De aquella que, hasta el momento, corona la chimenea.
Así como Fortuny pintó varias versiones de este cuadro variando detalles y elementos en cada una de sus presentaciones, Bianchi realiza distintas versiones de lo que sería un mismo cuadro. Ahora bien, a diferencia de Fortuny, sus variaciones se perciben tanto en el interior como alrededor del cuadro. En consecuencia, la obra de Lúa Coderch, al margen de actuar como si fuera un display, también se debería entender como otro paso de lo que, en el futuro, podría ser una colección. Tanto real como representada.
Si en las diferentes versiones que pintó Fortuny del Coleccionista de estampas -o El anticuario, como también se le conoce- se sabe que los objetos eran propiedad del coleccionista, en el proyecto sobre el que Rafel G.Bianchi viene trabajando desde hace un tiempo, es lo que se ve y rodea el cuadro lo que forma parte de la colección. De la colección de un coleccionista mientras éste sigue ausente. De forma que, mientras sea así, el artista la puede ampliar hasta que el espacio acabe con él o hasta acabar con el espacio.
A medio camino entre un gabinete de coleccionista y un diorama de pesebre o de museo de historia natural, la magnífica obra de Bianchi que pudimos ver mientras estuvo expuesta reunía obras tan variadas como Natura i signatura de Perejaume, s/t de Eduard Arbós, Aparell de Antonio Ortega, País de Joan Brossa, Jacques Laxan Wall Paper de Dora García, Pavelló Català (maqueta) de Martí Anson, Sense límits de Ignasi Aballí, Foc negre de Pere Llobera, etc… en suma, catorce obras y cuatro personajes -una galerista, un arquitecto, una representación del propio Bianchi y el artista Enric Farrés Durán- reunidos para glosar el sueño de un artista que, como Rafel G.Bianchi, profesa una militante y decidida admiración por los artistas a los que sigue , tanto ahora como desde hace un tiempo.
En ocasión de la exposición del cuadro se editó un pequeño catálogo que, a la manera de un manual de instrucciones, informaba de las obras que aparecían en la obra de Bianchi así como de los artistas que las habían realizado. Era el modo de averiguar aquellas obras que no se habían reconocido y, en su totalidad, la variedad del gusto de un pintor/coleccionista y, sobre todo, amigo de sus amigos dispuesto a homenajear a la antigua usanza a quien, gracias a unas obras concretas, le daban sentido a su propia vida.
Como las obras dan sentido a la vida de cualquier coleccionista.