Paco Chanivet. «Interregno». Espai 13. Fundació Joan Miró, Barcelona

Aunque lo podía haber leído en la hoja de sala, le mandé un mail a Paco Chanivet para preguntarle el nombre de los autores que mencionó durante la charla que mantuvimos en la terraza de la Fundació Joan Miró una semana después de inaugurar su exposición en el Espai 13.

Y ésta fue su respuesta, más o menos:

«Thomas Ligotti, un autor de literatura de terror contemporáneo poco conocido con una faceta ensayista que alcanza su cenit en el libro «La conspiración contra la especie humana». En castellano está editado por Valdemar. Entre sus libros de relatos destacaría «Noctuario«. Por otra parte, creo que también hice mención a Eugene Thacker, filósofo nihilista y autor de una trilogía llamada «El horror en la filosofía» que empieza con el libro «En el polvo de este planeta«, en castellano está editado por una editorial esquiva llamada «Materia Oscura«. En estos libros el tipo lee a H.P. Lovecraft en clave filosófica, extrayendo de su literatura un sistema de pensamiento (Graham Harman también lo hace en «Weird Realism; Lovecraft and Philosophy«) y de la misma manera, lee a filósofos clásicos como autores de terror. Muy estimulante. De estos libros no hay versión digital, sin embargo, te adjunto «Pesimismo cósmico» un librito introductorio muy ligero que mezcla ensayo y poesía y que es tremendamente evocador. Por último, Mark Fisher y más concretamente su libro «Lo raro y lo espeluznante«, editado por Alpha Decay. Aquí Fisher hace una introducción a estos dos conceptos de una forma súper clara y luego deriva por diferentes hitos literarios, cinematográficos o musicales en busca de lo raro y lo espeluznante. Otros libros vinculados (al tema) son «Lo bello y lo siniestro» de Eugenio Trias, «Tras los límites de lo real» de David Roas o «Poderes del horror» de Julia Kristeva.

Después de decirme que podía continuar hasta el día siguiente, Paco me dijo que prefería dejarlo aquí para no aburrirme. Luego me pasó un enlace de youtube que contenía un álbum de The Caretaker. Se trataba del álbum que, según me dijo, le había acompañado mucho en sus lecturas así como en la producción de aquel proyecto para la Miró.

Y fue darle al play para sentir la necesidad de escribir. Casi al instante:

«Interregno» es el título de la exposición de Paco Chanivet concebida en el marco de «Un monstruo que dice la verdad«, el ciclo de exposiciones de la temporada 18-19 del Espai 13 comisariado por Pilar Cruz. Para articular este ciclo, Cruz parte de la obra de artistas que “cuestionan y fuerzan los límites entre las disciplinas para reflexionar sobre las dinámicas de poder que afectan al conocimiento”. Dice Cruz que es por esto que “el arte se presenta como un monstruo poderoso, capaz de señalar la debilidad de dichos límites; un monstruo que dice la verdad o que, por lo menos, apunta con el dedo a quien la dice”. En el vimeo que adjunto, la comisaria apunta que el título de su propuesta procede de una anécdota de Foucault. Dice que el filósofo galo afirma «que las disciplinas se van conformando en el tiempo en base a ensayo-error y todo lo que se produce siempre dentro de los limites disciplinares. Pero a veces hay circunstancias afortunadas y, fuera de las disciplinas, fuera de estos límites disciplinarios, hay lo que él llama un monstruo que, sin estar dentro de la verdad, dice la verdad. El título del ciclo, pues, está pensado para explicar cómo los artistas trabajan desde fuera de la verdad o buscando esos límites disciplinares. De hecho, el arte se permite muchas veces hacer saltos disciplinares, apropiarse de objetos y métodos de otras disciplinas, estar fuera de la verdad, estar fuera de las disciplinas, cruzarlas o cuestionar si el arte es en sí una disciplina».

De las exposiciones de este ciclo «monstruoso» concebido por Cruz y que más nos han acercado a las fauces de esa bestia que también menciona Foucault, diría que hay tres que me las han mostrado sin tener tiempo ni de respirar: las de Fito Conesa, Lara Fluxà y la de Paco Chanivet, la exposición que ahora nos ocupa.

Forjada a la manera de un «crisol de disciplinas integrando robótica, manipulación genética, farmacología y, de alguna manera, misticismo» -dice la comisaria- la instalación de Chanivet es un descenso a la profundidad de una conciencia que, de tanto bajar, permite ver hasta qué hay al otro lado de la tierra, es decir, por debajo de nuestros pies.

Bajando el primer tramo de escaleras que da acceso al espacio de exposición, lo primero que encuentra el visitante es un enorme felpudo, como-de-esos-de-entrar-en-casa, gravado con un símbolo que remite a un reino donde escasea la luz y cuyo silencio contiene el hálito de quienes han ido bajando hasta aquel lugar dejando el recuerdo de su experiencia adherido a las paredes. Porque más que una exposición, la propuesta de Chanivet es una experiencia atmosférica, un ambiente que partiendo de lecturas de género de ficción rara u horror cósmico -un horror materialista, existencial- fomenta la construcción de lugares abominables y experiencias tan extremas que casi siempre terminan en locura. Se trata de una categoría que el teórico cultural Mark Fischer identifica con lo que es «raro y espeluznante», una extraña yuxtaposición de elementos que no deberían estar, una combinatoria anormal de elementos familiares.

Dice Chanivet que su ambientación es un fracaso porque no se puede reproducir la sensación que despierta cuando lo humano se encuentra con los límites de su pensamiento, en especial, a la hora de abordar escalas cósmicas. Por eso la muestra del Espai 13, vendría a ser como el escenario de una experiencia única, irrepetible, inenarrable y tan necesaria de visitar si lo que se quiere es vivir lo que no se puede explicar.

Pasado el tramo de escaleras y ya en el espacio de exposición, el público se enfrenta a un espectáculo en tres actos.

El primer acto es un suelo abierto formado por toneladas de tierra árida procedentes de un derrumbe y cuyo efecto, en el espectador, podría remitir a una suerte de receptáculo que ha sido perforado para permitir que saliera a la superficie lo que luchaba por emerger desde las profundidades del ser. Se trata de un suelo por el que el espectador es invitado a transitar -como antes sobre el felpudo- para tomar consciencia del punto en el que se halla, es decir, en un punto intermedio, entre algo destruido y algo que está asomando, entre un terreno baldío y algo que respira sin hacer ruido, entre un piso devastado y un ente que empieza a moverse… frente a algo que se está formando, en suma, frente a algo que empieza a ser. Por bien que la vida no es posible en este páramo yermo de derrumbe y desolación, brotan unas flores entre piedras, rocas y arenilla que remiten a «organismos fractales, adaptados y supervivientes de algún tipo de desastre. Son flores hechas con patas de animales. Una plaga de organismos terribles brotando de una zona de exclusión donde las leyes de la biología se deforman para mostrar la «cara amable» de una tierra muerta, exhausta, terrorífica.

El segundo acto lo representa una nube encerrada y ahogada. Una nube confinada tras los límites de un cristal que impide el acceso al espacio que ocupa: el pasillo. Dice Chanivet que se trata de la nube del no saber, una nube que condensa las dosis justas de misterio para llegar a entender algo de lo que no se puede pensar ni definir. En el espacio donde respira esta nube también crecen flores como las que brotan del suelo que, desde el otro lado del cristal, también pisa el espectador. No se trata de un espejismo, tampoco de un reflejo, se trata de algo que está, que vemos pero que no podemos tocar. Como la nube que la cubre.

El tercer y último acto está protagonizado por la fuerza mecánica, una fuerza a ciegas. Se trata de una máquina imposible que gira lentamente y sin parar alrededor de sí misma y cuyo vínculo con los antiguos planetarios mecánicos no sólo es evidente si no que es lo que permite entender que las formas anatómicas y aberrantes que la coronan, son una metáfora perfecta de lo que Ligotti define como «glorias amorfas», formas que giran histéricamente como «títeres  brillantes danzando en la oscuridad». Son unas formas que al tiempo que provocan rechazo y aversión resultan cercanas y familiares en la medida en que remiten a órganos vitales o a funciones tan fundamentales para la especie humana como podría ser pensar, hablar y reproducirse. O, según se mire, velar por la perpetuación de nuestra especie una vez aceptada la fragmentación de nuestro cuerpo y después de ser conminados a precipitarnos, a tozos, por un abismo de paredes ininteligibles al final del cual no sabemos qué puede haber, no tenemos idea de qué puede acontecer. Y yo me pregunto: ¿de qué preocuparnos?, ¿acaso sabemos qué  nos puede ocurrir en los próximos cinco minutos?.

Hacía mucho tiempo que nada me causaba tanto desasosiego como entusiasmo a la vez y esta ambientación de Paco Chanivet lo ha conseguido como-quien-no-quiere-la-cosa. Empecé a notar algo parecido a raíz de su exposición en el Espai Cub de la Capella que, con un título tan sugerente como SSSSSSSilex, cuestionaba la subvida que llevamos en una era que, como la nuestra, se debate entre la alta definición y la baja empatía. Sin embargo, lo de ahora es distinto. Se trata de una propuesta valiente, realizada con ayuda de grandes amigos y profesionales, arriesgada, original y coherente con una manera de entender el arte más próxima a la toma de riesgos que a la simpatía de un mercado condescendiente. Porque, no nos engañemos, lo suyo no entra dentro de los estándares del mercadeo. Está en otra dimensión.

Junto a la contundencia de un discurso que a estas alturas ya le pertenece y singulariza hasta el punto de poder considerársele como un artista distinto, raro y genuino, el monstruo que este artista ha concebido exprofeso para el Espai 13 es un compendio de sensaciones donde lo primigenio, lo auténtico y lo seminal no se ve impelido a batallar con nadie que le impulse a obviar el recuerdo de las máquinas de tortura medievales, los carruseles de Bruce Nauman, las inquietantes nieblas de Ann Verónica Janssens,  las nubes del belga Berndnaut Smilde, los precisos mecanismos de relojería suiza, las paradas de mercados mexicanos o asiáticos, las ruinas de la burbuja inmobiliaria, los pedales de una bicicleta, las cámaras de vigilancia o hasta el silencio de los corderos. Un mundo de contrastes, placeres, contrariedades, fluidos, miradas,  bocas abiertas y flores alejadas tanto de Bach como de Heidi al servicio de un lavado de estómago tan necesario como sanador para entender que el arte, hoy, no es sólo lo bello, lo fácilmente digerible,  lo intelectualmente cool, lo conceptual o lo que gira en torno a cómo-mola-lo-que-haces sino también lo siniestro, lo amargo, lo difuso, lo poco condescendiente.

Vale, no me voy a extender más.

Si no han entendido nada de lo que les he explicado tienen tiempo hasta el próximo 8 de septiembre para ver la exposición de Paco Chanivet (Sevilla, 1984) a palo seco o con una bolsa de almendras bien amargas en el bolsillo o las manos. Es una experiencia que vale mucho la pena vivir. Mucho, mucho y mucho.  Me refiero a la exposición. Lo de las almendras amargas, dejémoslo a un lado. Por suerte, hay gente para todos los gustos.

 

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